Este artículo forma parte de Covering Climate Now , una colaboración internacional entre más de 250 medios para dar mayor cobertura a las noticias sobre el medioambiente. Se publicó originalmente en VICE Países Bajos .
Buena parte del mundo está ardiendo. Desde la selva amazónica a los bosques de Siberia y el Ártico, los incendios están liberando más carbono al mes que toda Suecia en un año. En Rusia, un bosque del tamaño de Inglaterra ha quedado reducido a cenizas este año. Y en Groenlandia, la extensión de hielo que se derritió en un solo día podría cubrir toda la superficie de los Países Bajos con medio metro de agua.
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¿Todavía estamos a tiempo de parar esta tendencia o va a ser la norma a partir de ahora? Para averiguarlo, hace poco pasé un tiempo con un grupo de bomberos voluntarios en Karelia, una región del noroeste de Rusia cubierta de bosques en un 97 por ciento. Estas tierras son el punto más occidental de la taiga rusa. Se calcula que los bosques boreales de todo el mundo juntos tienen una extensión similar a la del territorio de Estados Unidos y representan un 30 por ciento del total de masa forestal del planeta. Según los sistemas de satélite de la NASA, los incendios en la taiga están aumentando tanto en intensidad como en duración.
Tras un trayecto de una hora en tren desde San Petersburgo, seguido de otra hora en coche, me encuentro a bordo de una lancha de goma, navegando por el gigantesco lago Ladoga, en Karelia. Dejamos atrás un muro de árboles que se extiende a lo largo de la costa hasta el horizonte, interrumpido solo por islotes cubiertos de más árboles. Paramos en una de estas islas remotas, en la que tres grupos de voluntarios han establecido un campamento durante tres meses de verano para combatir los innumerables incendios que se han producido en los 200 kilómetros cuadrados de la región.
Dirigiendo a los voluntarios está Grigory Kuksin, responsable de las operaciones antiincendios rusas de Greenpeace. Kuksin lleva trabajando como bombero desde 1998. Su primera tarea, hace ya 20 años, fue movilizar al Gobierno ruso para que extinguiera los incendios que se estaban extendiendo por los parques nacionales cerca de Moscú, una zona conocida como “la tierra natal del cereal”. Kuksin y su grupo lograron controlar los incendios, y ahora el bombero intenta hacer lo mismo aquí, en el lago Ladoga. Pero no es fácil: la mayoría de la gente cree que los incendios son naturales y no pueden controlarse; Kuksin, en cambio, quiere demostrar que muchos de ellos han sido provocados por personas y, por tanto, podrían haberse evitado.
Kuksin critica abiertamente al Gobierno de Putin. Hace cuatro años, tras una serie de recortes al servicio de bomberos, el Kremlin puso en vigor una nueva política que permite, en la práctica, dejar desatendidos los incendios forestales en lugares remotos. Hay, por tanto, regiones extensísimas en las que el Gobierno no mueve un dedo para extinguir incendios. Por eso, equipos de voluntarios de toda Rusia han decidido tomar cartas en el asunto para combatir estos gigantescos incendios. La unidad de Kuksin, por ejemplo, extingue decenas de incendios forestales al año y evita que muchos otros se propaguen. Según las estadísticas oficiales, durante la primera mitad de 2016 ardieron cerca de 669 000 hectáreas de zona boscosa. Basándose en información por satélite, Greenpeace, en cambio, cree que esta cifra es muy superior y ronda los 3,5 millones de hectáreas. Parte del trabajo de Kuksin es reducir la frecuencia de los incendios e informar a los lugareños y la población en general sobre las verdaderas causas de los incendios. Hasta ahora, ha hecho llegar el mensaje a más de 8000 escuelas y lo ha difundido por innumerables canales de televisión, tanto regionales como nacionales.
Ya en la orilla, mi guía señala una roca plana azotada por el viento sobre la que han montado mi tienda. Detrás, en una pequeña zona boscosa, me enseña el lavabo, una sencilla estructura de tablones y alfombras en torno a un agujero profundo excavado en la colina y lleno de heces. En el extremo más alejado de la roca, una especie de yurta de lona está a punto de salir volando. Más tarde supe que era la sauna.
“Nueve de cada diez incendios en Rusia son provocados por personas”, me cuenta Kuksin mientras desayunamos, a la mañana siguiente. En esta región, las principales causas son las fogatas y los cigarrillos. Gran parte del suelo de la taiga está compuesto de turba; la mayor dificultad a la que se enfrentan los voluntarios es al hecho de que la turba arde bajo el suelo. Si tiras un cigarrillo o enciendes una hoguera, puede que abandones el lugar sin haberte dado ni cuenta del fuego que se ha prendido bajo el suelo. La turba se va quemando lentamente hasta que el fuego alcanza la superficie en un punto que podría estar a decenas de kilómetros de distancia del lugar en que se originó. Por esa razón, mucha gente piensa que los incendios son naturales, cuando realmente se deben a descuidos humanos.
Según Kuksin, en el sur de Siberia, donde se concentran los fuegos más virulentos, los incendios se deben a la actividad agrícola. “Los agricultores rusos queman la hierba porque creen que ayuda a fertilizar el suelo, pero esas quemas pueden descontrolarse y provocar tremendos daños en los bosques”, señala. Aunque esta práctica está prohibida en Rusia, cada año las imágenes por satélite muestran que sigue llevándose a cabo a gran escala.
Y ¿qué hay de los incendios en zonas mucho menos pobladas, como el Ártico? En muchos casos, los originan los rayos, fenómeno que se espera que ocurra con más frecuencia debido al calentamiento global. Lo peor es que es casi imposible extinguir estos incendios. Sander Veraverbeke, científico de Sistemas Terrestres de la VU University de Ámsterdam, publicó un estudio en 2017 en el que analizó cómo influían los rayos en la ocurrencia de los incendios forestales recientes. “Si el modelo continúa hasta el final del siglo, se espera que el calentamiento global provoque tres veces más tormentas de rayos que ahora”, me explica por teléfono. No es fácil predecirlo con exactitud, pero con los niveles de vegetación actuales, podemos esperar que los incendios se dupliquen o incluso se tripliquen para el final del siglo. Mientras que antes había zonas boscosas de la taiga que ardían cada 100 años, ahora lo hacen cada 50, de media.
“Me da igual que un incendio lo provoque un rayo o una persona”, dice Kuksin. “Evitar los incendios provocados por el ser humano ayudaría a luchar contra el cambio climático porque se liberaría menos CO2 al ambiente”.
Al día siguiente, a las seis de la madrugada, cogemos la lancha y emprendemos un viaje de nueve horas a un incendio a 200 kilómetros de distancia, en una zona que a menudo arde durante meses cada año. Empieza a anochecer cuando llegamos. Una capa de humo enrarece el aire y atenúa aún más la escasa luz.
Kuksin quiere enseñarme lo difícil que es combatir el fuego cuando hasta la propia tierra ha empezado a arder. Primero, debemos encontrar un arroyo del que coger agua, tarea que nos lleva una hora. Cuando finalmente encontramos uno, caminamos a una zona en la que el humo es especialmente denso y avanzamos dejando atrás flores púrpura hasta alcanzar el extremo de un campo en que la turba ha ardido hasta dejar un agujero de un metro de profundidad en el suelo.
Brotan llamas del suelo a nuestro alrededor, y las entrañas de la tierra arden. Los compañeros de Kuksin clavan la manguera en el suelo junto con un termómetro para saber en qué momento han conseguido apagar el fuego. Nuevo bomberos voluntarios pasan las siguientes tres horas apagando una extensión de turba de diez metros cuadrados. Cuando el incendio se da por extinguido, está totalmente oscuro. Columnas de humo se elevan desde el suelo.
La dificultad de apagar el incendio en la turba no es nada comparada con lo que supone hacerlo en zonas más remotas. Las vastas extensiones de territorio de Siberia oriental y el Ártico están prácticamente deshabitadas, por lo que no resulta sencillo enviar a alguien a combatir los incendios, que permanecen activos durante meses. Mientras tanto, el Gobierno sigue sin hacer nada por evitar que ardan estas zonas remotas. Pero la presión pública podría cambiar las cosas. A principios de año, la población mostró su indignación por la nube de humo que había empezado a alcanzar las zonas urbanas de Rusia llegada de Siberia. Más de medio millón de ciudadanos firmaron una petición exigiendo al Gobierno que extinguiera los incendios. Sorprendentemente, a finales de julio Putin respondió ordenando al ejército que se encargara del problema. La operación del ejército no tuvo mucho éxito.
Hace poco, la NASA anunció el lanzamiento del Global Fire Atlas, un servicio abierto que, mediante el uso de tecnología de satélites moderna, permite detectar un incendio en cualquier parte del mundo en tres horas. Pero incluso con esa información, ¿cómo decidimos si vale o no la pena invertir recursos en extinguir un incendio?
“Queremos apagar fuegos para reducir el impacto medioambiental, no solo para salvar a gente”, dice Veraverbeke. “Pero para ello hay que hacer un análisis de los costes y los beneficios. El sector científico está intentando compensarlo dando al carbono un valor monetario”.
Después de tres horas de labores de extinción, tengo las fosas nasales irritadas como si me las hubiera frotado con salsa picante. Pese a los grandes esfuerzos realizados, es difícil no sentirse desalentado al saber que hay cientos de miles de árboles ardiendo por todo el mundo en ese momento. Kuksin lleva toda la vida apagando incendios, ha conocido a miles de personas y ha convencido, quizá, a cientos de ellas para que se unan a su causa. Si corren la voz, con suerte otras personas seguirán el ejemplo, inspiradas por la causa. Por muy inútil que pueda parecer a veces la lucha, Kuksin y sus compañeros me han enseñado que no hacer nada no es una opción.