Allí donde se unen el Tigris y el Éufrates, en lo que solía ser el centro de la antigua Mesopotamia, existe una zona de humedales conocida como el Ahwar del sur de Irak. Los lugareños se deslizan por los canales sobre barcos hechos a mano y los búfalos acuáticos se desplazan por sus cauces. Fue en este punto exacto, entre el cuarto y el tercer milenio antes de la era cristiana, donde los sumerios construyeron sus casas con cañas, una práctica que todavía se sigue actualmente.

Algunas personas incluso creen que esta región, también conocida como los Pantanos Iraquíes, fue en su día la ubicación de la primera y principal utopía del mundo: el Jardín del Edén bíblico. Si eso fuera cierto, no obstante, muchas cosas han sucedido desde la “caída del hombre”. En la década de 1950, el gobierno comenzó a drenar la zona para crear tierras de cultivo rentables, pero la extracción de petróleo comenzó poco después. Y más tarde, en las décadas de 1980 y 1990, mientras estaba en guerra con Irán, Saddam Hussein destruyó parte del territorio para evitar que sus enemigos se ocultaran allí.
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Los esfuerzos por reparar el ecosistema no empezaron a dar sus frutos hasta que el dictador fue derrocado durante la invasión norteamericana de Irak en 2003. Los lugareños derribaron las presas y la gente regresó a su hogar. La UNESCO tardó más de una década en declarar por fin la zona ―”tres enclaves arqueológicos y cuatro humedales”― como patrimonio de la humanidad. Sin embargo, según World Heritage Outlook, “tres de los cuatro enclaves siguen sin estar designados como zonas protegidas” y, dado que la financiación del gobierno sigue destinándose a la extracción de petróleo y no a la conservación, el agua sigue sin estar excesivamente accesible. Pero la gente de aquí ―los “Árabes de los Pantanos”― no han abandonado la esperanza por lo que esto significaba para sus antepasados: un paraíso.

Una brumosa mañana del pasado marzo me reuní en estos humedales iraquíes con la familia de Sayyid Raad. Viven de la tierra, alejados de las comodidades modernas de la ciudad. Y creen profundamente en los beneficios de hacerlo. Les observé ordeñar a sus búfalas como un reloj. Nihaya, que significa “final” en árabe, una niña de unos 10 años de edad, se movía por el lugar con la confianza y la tranquilidad de una pastora ya curtida. Ordeñaba una búfala y después pasaba a la siguiente. Su padre y sus hermanos mayores ―Hoda, Ahmad y Murtadha― hacían lo mismo. Aquí, las mujeres en particular, como Nihaya, son fuertes. Pasan el día trabajando, sobre todo pastoreando y ordeñando búfalas, recolectando cañas para vender y pescando. Pasé aquella noche durmiendo en la casa de cañas de la familia (muchas familias de la misma tribu viven en este tipo de estructuras).

Un búfalo que se estuvo rascando el lomo en la puerta provisional vigiló nuestros sueños. Cuando me desperté, la esposa de Sayyid Raad, Halima, estaba preparando el desayuno para todos mientras su hijo de dos años dormía junto a ella en el suelo. Después de haber comido, salí de la casa y me percaté de que todos los búfalos habían partido para hacer su viaje diario a través de los humedales. Antes de que caiga la noche siempre regresan, como si ellos, igual que la familia de Sayyid Raad, creyeran siempre en regresar a este paraíso que una vez fue.








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