Corrían rumores de que él era un sapo de la DEA. Los presos del Pabellón de Alta Seguridad (PAS) B de la cárcel La Picota, al sur de Bogotá, desconfiaban del extranjero que acababa de llegar, su nuevo compañero de patio. No les cuadraba que, siendo europeo, hablara tan bien español. Tenía que ser un infiltrado. El PAS B de La Picota es el patio de extraditables: casos de Interpol y DEA. Varios pesos pesados del narcotráfico esperan su sentencia ahí, y suelen conocerse entre ellos: algunos en persona, otros de nombre, o de reputación. Y nadie lo conocía a él, recién llegado, totalmente desubicado. Los rumores empezaron a correr con rapidez, en un lugar más pequeño que el pueblo más pequeño del mundo. Él estaba perdido y con miedo de lo que iba a tener que vivir. Y en el tatuaje encontró su salida.
Él es Inocent Kidd. Es francés y tiene 27 años. Los últimos los ha vivido en Colombia. Para encontrar su sustento, explica, daba clases de francés, hacía arte mural y tatuaba. En 2019 fue arrestado. Tenía orden de captura de Interpol. Ha estado más de un año en La Picota sin ser sentenciado. Espera su extradición y poder aclarar su situación. Mientras tanto, se dedica a tatuar a sus compañeros de pabellón. De la sospecha inicial que lo cubría ha pasado a ganarse la confianza de los demás presos gracias a la calidad de sus tatuajes _handpoke —sin máquina, es la mano la que empuja la aguja_— y de los vínculos que ha podido establecer. Hay una confianza especial que se genera en ese lapso mientras la aguja perfora la piel y deja su huella entintada.
Videos by VICE
Pasó los primeros meses de su retención en La Picota intentando entender la comunidad a la que había llegado, qué lugar podía ocupar ahí. Necesitaba plata para sortear la costosa vida de la prisión, y el tatuaje surgió como una opción. Empezó a comentar que tatuaba, y que podía rayar al que quisiera si lograba conseguir los implementos. Con ayuda de algunos compañeros de patio que tenían permiso para actividades de bisutería entró los primeros materiales: las agujas las sacaron del empaque y las hicieron pasar por agujas de coser, las tintas pasaron como implementos para dibujar y escribir y su abogada le llevó el papel transfer. “Ya estaba listo para mostrarles a los demás que no estaba hablando mierda y que sí sabía tatuar”, sentencia.
Como tatuador, ha ido desarrollando una estética minimalista. Se concentra en líneas y usa sobre todo el negro. Dice que sus influencias son tanto el estilo ignorante como el tradicional, y que agrega su toque gráfico, un énfasis en las líneas pulidas y lo aprendido en el graffiti ilegal, su pasión desde los trece años. Primero tatuó a su compañero de celda. Le hizo unas letras en el antebrazo: Mantente fuerte. Lo hizo gratis, como publicidad y afirmación de que iba en serio: sabía tatuar y su línea era firme. A partir de ese resultaron varios pedidos que solo dejaron clientes satisfechos. Era fundamental que todos quedaran contentos con sus tatuajes para evitar discordias o problemas. Ahora es querido por todos en el patio: “El hecho de ser humilde y tatuador en una cárcel ayuda a ganarse el respeto de todos”, afirma con orgullo.
Inocent Kidd describe el Pabellón de Alta Seguridad de La Picota como un lugar tranquilo, con mucha gente mayor. “Solo son delitos de alta gama entonces es gente discreta y respetuosa. Y de dinero. No hay muchos bandidos, y los pocos que hay se portan bien y les trabajan a los duros”. Hay una junta directiva de cinco presos que mantiene el orden y el buen funcionamiento del pabellón. Todos pagan un impuesto mensual, que sirve para organizar el aseo y el mantenimiento de los hornos y el gimnasio. Se les ofrece trabajos a los que no tienen cómo sostenerse. Una parte de todo lo que se juega en el póker se invierte en el patio para que haya un buen funcionamiento. Ese es el poder de la autogestión
Los tatuajes de Inocent Kidd hacen parte de todo el circuito económico del pabellón, donde hay que alinearse con los precios establecidos para favores y servicios. Por eso, además de recibir pagos por transferencia bancaria, el tatuaje también funciona como trueque con el que le lava la ropa o con el que lo motila. Hay una tienda, a la que llaman expendio, donde pueden comprar distintos productos más o menos a los mismos precios de la calle. Si los productos entran de contrabando sí suben. Los precios de drogas y alcohol varían según las demandas y necesidades del patio. Una botella de whiskey Buchanan’s cuesta 600.000 pesos ($160 USD).
Inocent Kidd intenta hacer, al menos, tres tatuajes por semana. Pueden ser más, según cuánta plata necesita. Cada recluso que quiera un tatuaje suyo debe avisarle con antelación y esperar su turno. Si el cliente pide un motivo personal, se demora más porque debe preparar el diseño. Si elige una imagen de su portafolio, el proceso es mucho más rápido. Los precios cambian, él considera el bolsillo del recluso, pero en general no cobra menos de 300.000 pesos ($80 USD) por tatuaje para poder cubrir la entrada de los materiales y la vida en La Picota.
No tiene permiso para tatuar, entonces debe mantener el rebusque bajo perfil, o ir adonde no hay cámaras, como las celdas o el gimnasio. Durante la pandemia se ha limitado la entrada de los guardias, por lo que ha podido llevar a cabo algunas de sus sesiones al aire libre, a pleno sol, donde hay lo que más necesita para tatuar: luz. Dice que los dragoneantes saben que tatúa, pero que los tenientes y el capitán no se pueden enterar. O, más bien, aclara: “Es como con los teléfonos. Saben que tenemos, pero si nos pillan, nos los quitan y hacen un informe”. Entre todos le pagan un sueldo a un preso para que esté en la reja de campanero y se encargue de avisar cuando vienen los guardias: ¡Guardias arriba! ¡Guardias al gimnasio!
Hablar de tatuajes hechos en cárceles puede remitir a códigos ocultos de pandillas, a un subtexto del mundo del crimen. Podría aplicar en cárceles de Rusia, El Salvador o Estados Unidos. Pero no es el caso de Colombia, explica Inocent Kidd, o, al menos, no es el caso de su patio. Los tatuajes más pandilleros podrían ser escudos de equipos de fútbol. Para los demás, el norte es otro: “Acá no hay pandilleros, solo delitos ‘grandes ligas’. Nadie tiene que demostrarle nada a otro. Cada uno sabe quién es y qué hizo, y los demás también. Casi no tatúo cosas que hagan referencia al crimen y eso, porque eso es trabajo, no lo ven como algo para presumir”.
En todo caso, admite que les ha tatuado armas a sicarios; a capitanes de buques o lanchas que transportaban mercancía, objetos de barcos o relacionados con el mar. Hay quienes se tatúan diseños de lo que desean, como una isla en la que les gustaría vivir con sus familiares una vez cumplan la condena. Otros buscan inspiración en su tatuaje y se marcan mensajes de fortaleza o imágenes religiosas para seguir otro camino una vez estén afuera.
El Pabellón de Alta Seguridad de La Picota contrasta con el calabozo al que llegó Inocent Kidd recién capturado, donde entrenó sus habilidades como tatuador para lo que vendría después. Se suponía que iba a estar ahí una semana y luego sería trasladado a Bogotá, pero estuvo cuarenta y tres días en una celda minúscula, en el patio de 2×2 de un CAI, donde llegaron a estar hasta ocho personas. Le tocó convivir con delincuentes, sicarios y ladrones. Para ganarse el respeto, empezó por comprar ventiladores y comida para todos. El tatuaje hasta entonces había sido un hobby para él, lo aplicaba con sus amigos. No lo había tomado en serio ni imaginaba que pudiera ser su oficio.
Los días pasaron y seguía en la celda del CAI. Le pidió a un patrullero que le comprara agujas y tinta. Empezó tatuando uno y los demás se antojaron. Los demás detenidos lo dejaban dormir en la colchoneta y hacían el aseo de la celda a cambio de ser tatuados: inscribió en sus pieles letras, cartas de póker, cruces y hasta un Real Hasta La Muerte para un venezolano. Incluso, al ver que su trabajo era bueno, los mismos policías del CAI pusieron sus brazos bajo la aguja. “A cambio me dejaban estar en el patio, me traían cervezas, cigarrillos, comida de la calle y hasta me dejaron usar un celular. Terminé tatuando a todo el comando: me tenían hasta esclavizado. Me despertaban en la noche para que los tatuara”.
Fue su campo de entrenamiento intensivo. Calcula que hizo casi sesenta tatuajes en esos cuarenta y tres días. Aprendió mucho porque no se negaba nada. Pero, ¿y qué pasaba si cometía algún error en el proceso de afirmar su pulso y pulir su trazo? “Si me salía mal, me importaba un culo, ya que era a un tombo”.
La fama de Inocent Kidd no se limita al Pabellón de Alta Seguridad de La Picota. En diez meses, su cuenta de Instagram —@inocent_Kidd— creció como una bola de nieve y superó los 20.000 seguidores. Ha recibido apoyo del mundo entero, y sus seguidores le escriben mensajes de fuerza. Pero la visibilidad, y que algunos hablen de él como el influencer de La Picota, ha traído retos. Durante los motines de las cárceles en marzo de 2020, compartió videos que le mandaron desde otras cárceles y su perfil se hizo viral. “Mucha gente me quiso perjudicar diciendo ¿Por qué tienen celulares en las cárceles? Es una desgracia. En todas las cárceles del mundo se consiguen teléfonos, sale hasta en Orange Is The New Black. No es un secreto para nadie. Recibí insultos, pero solo le dio solidez a la cuenta”.
Aun así, se ha vuelto más precavido luego de su momento viral y polémico —la curtida en redes, la llama él—. Puso su cuenta privada y se detiene para analizar los perfiles que quieren seguirlo antes de aceptarlos. Busca mantenerse un paso delante de lo que pueda pasar, pues su visibilidad choca con la realidad de que tatúa sin permiso. No muestra su cara en las publicaciones y no contesta preguntas sobre su vida privada. Sabe que se arriesga, pero lo hace por su futuro: produce por su cuenta y busca generar un porvenir positivo a partir del tatuaje.
Para los que lo siguen, el Instagram de Inocent Kidd es como un diario de su pabellón. Son normales los videos de partidos de fútbol, de la música que escuchan, de lo que comen y cómo cocinan. Sabe que la cárcel es un tabú, y precisamente por eso quiere mostrar que en ellas también hay risas y colores, que viven aseados y juiciosos, que son personas privadas de la libertad, pero no animales.
Antes de la pandemia, un día normal para Inocent Kidd empezaba entre las 5 y 6 de la mañana. Luego del café, veía el noticiero hasta las 7, cuando los contaban en el patio rápidamente en filas de cinco. Seguían el desayuno y algo de deporte: él jugaba basket hasta la hora del almuerzo. Si tenía que tatuar, empezaba temprano, apenas después de desayunar. La tarde era el espacio para jugar fútbol, y él lo aprovechaba para leer o dibujar hasta la contada de las 4 en el patio. Después llegaban juegos de parqués, damas o ajedrez hasta la hora de la cena. A las 6 de la tarde los encerraban, les ponían candado y los contaban, por última vez en el día, en sus celdas.
Con la pandemia, los protocolos han cambiado. Se tomaron medidas desde inicios de marzo: se prohibieron las visitas, incluso las de los abogados. Así se acabaron los días más esperados, los de mejor energía. Los sábados solían ser para visitas de hombres y el domingo de mujeres y niños, pero desde que quedaron suspendidas, el ánimo en el pabellón ha decaído.
Inocent Kidd señala que el virus llegó por medio de los guardias, que salieron y no tomaron las precauciones adecuadas. Ha habido pocos contagios en su pabellón. En el vecino, que también es de extraditables, ha habido muchos más contagios, e incluso un fallecido. Los procesos de extradición se detuvieron por un tiempo, pero ya se están retomando. “Es una desgracia que este país entregue a sus propios habitantes a una ‘pena de muerte’ en Estados Unidos en plena crisis mundial”, afirma. A él lo afectó la pandemia porque estaba planeando agendar citas para tatuar a gente que fuera a visitarlo, pero al menos ha podido seguir trabajando con sus compañeros. “Nos toca cuidarnos como podemos, porque si esperamos ayuda del gobierno pues puede pasar una vida entera”.
Durante la pandemia, los cuentan en sus celdas a las 8 de la mañana y allá llega el desayuno. Él va al gimnasio de 11 a 1, y luego del almuerzo trabaja en sus diseños. Todas las contadas se hacen en las celdas, pero por la noche estas quedan abiertas y los pasillos cerrados: pueden charlar un rato hasta que el frío los encierre. Escuchan salsa y reggaetón, y en las fiestas no faltan los vallenatos. También hay rap, y él les muestra a los demás algo de su rap favorito de Colombia, como No Rules Clan, Vic Deal y Luis7Lunes, novedades que han sido bien recibidas en el pabellón.
En la cotidianidad abrumadora de La Picota hay que matar el tiempo y distraerse. El tatuaje surge entonces como buena terapia. Inocent Kidd cuenta que varios le han dicho que el dolor de la aguja perforando la piel los ayuda a olvidar los problemas. Como están esperando la extradición, algunos se tatúan el nombre de sus familiares —sobre todo de los hijos—, o frases referentes a la familia, porque saben que van a estar lejos muchos años, y así recuerdan a las personas que quieren, a falta de una comunicación constante. Para él mismo, el tatuaje ha sido una forma de escapar de los barrotes: “Tatuar estando privado de la libertad me ayuda justamente a sentirme más libre: que el encierro sea físico pero no mental. Mi mente sigue ocupada creando y produciendo”.
Tatuador y tatuado generan una conexión de confianza: con la aguja en mano, concentrado en que cada línea quede perfecta, Inocent Kidd escucha reflexiones, anécdotas y confesiones íntimas. Él compara ese momento con ir al peluquero y poder desfogarse mientras las tijeras operan. Así ha aprendido más de cada uno. A veces le hablan de cómo conocieron a las esposas, otras le cuentan de trabajos y enfrentamientos con la ley. También hablan mierda y la pasan riendo.
Tatúa sin detenerse en los cargos por los que esa persona está encarcelada. “No voy a tratar diferente a un paraco o a un guerrillero, aunque hayan matado mucha gente. Yo me fijo en la persona. Realmente me sorprende ver que personas que han sido tan crueles son normales, con sentimientos normales. También se ríen y lloran. Acá son muy agradecidos por cualquier detalle de la vida. No soy nadie para juzgar: igual todos están aquí por algo, y no es por buenos”, comenta.
Lo afirma con fuerza: la cárcel no es para los flojos. En ese mundo monótono, la gente amanece con energías diferentes; hay que aprender respetar el espacio de los demás. Resalta que la confianza que se ha ganado con su oficio lo ha ayudado a integrarse y adaptarse, a convivir. Se la ganó con transparencia, respondiendo las preguntas para que sus compañeros de patio vieran que no tenía nada que esconder. Hay códigos básicos que cumple: no se mete en las conversaciones ajenas ni es chismoso. Al estar solo consigo mismo en la cárcel se ha conocido mejor. Ha aprendido a centrarse, a valorar pequeños detalles, la compañía de las personas y momentos fugaces. “La libertad se valora cuando se la quitan a uno. Creo que también crecí en sabiduría. El ego que tenía lo dejé en la puerta del centro penitenciario. Vivo mi canazo tranquilo sin pedirle nada a nadie”.
Que su técnica sea manual o handpoke es preciso: es tatuar con lo mínimo, justo en un contexto como la cárcel en el que todo es de difícil acceso. “Solo una aguja y tinta, y se puede hacer donde sea. Es el rebusque del tatuaje. Aunque es más demorada, le tengo mucho cariño, es parte de mi identidad y me ayudó a superar toda esta situación. A mí me gusta mucho esa técnica, seguramente cuando salga seguiré con ella”. No le teme a hablar en futuro: quiere dedicarse al trabajo una vez salga de la cárcel. Tiene sueños y quiere cumplirlos, y cuenta con el apoyo de varios amigos y tatuadores. Esos sueños hacen parte del nombre de Inocent Kidd, identidad que adoptó en La Picota. Declara su inocencia y espera que lo extraditen pronto para poder ir a juicio.
El tatuaje también es su apuesta ante la vulneración de los derechos humanos de la población de La Picota. Denuncia el hacinamiento, dice que meten a seis en una celda para dos. Incluso, dice, en otros pabellones de la cárcel hay gente que duerme en los pasillos, o en hamacas, porque las celdas están llenas hasta con diez personas. “Además no hay ni trabajo, ni estudio, ni talleres para reincorporarse a la sociedad. Por eso la gente sale y vuelve a delinquir. Pienso que la cárcel es para enseñar, no tanto para castigar, y pues en este país no hacen mucho en cuanto a la reincorporación a la sociedad”.
Tiene varios proyectos más allá del tatuaje. Planea escribir un libro y hacer un documental fotográfico de su experiencia en la cárcel. Hace unos días sacó a la venta camisetas con sus diseños, la primera colección de varias que quiere lanzar. Pero el tatuaje sí se ha vuelto una columna inquebrantable de su vida. Él lo llama una bendición: un extranjero puede pasarla mal en una cárcel colombiana, pero él se ganó el respeto y el cariño de los demás gracias a su arte. Convencido de que las cosas pasan por algo, abraza la oportunidad de mejorar su estilo y practicarlo a fondo, aunque las condiciones sean adversas. Sabe que esto va de por vida: “Está claro que voy a seguir con el tatuaje. Se convirtió en mi oficio aquí y para mi futuro: no me veo haciendo otra cosa. El tatuaje tomó un lugar importante en mi corazón y me siento feliz y orgulloso de poder decir que soy tatuador. Para mí es el mejor trabajo del mundo, me encanta el contacto humano y la confianza que se crea con los clientes”.
Hace unos días cumplió un año en La Picota. Se tatuó una velita en su pie para conmemorar la ocasión. Ha tomado su paso por la cárcel como un internado, una experiencia necesaria para aprender, para acercarse al conocimiento y a aptitudes que lo van a llevar a pensar y ser mejor. “Estoy orgulloso de lo que estoy logrando y aprendiendo. Estoy aprendiendo cosas de la vida que muy pocos aprenden: conocerse a uno mismo, tener paciencia, aprender a convivir con poco y en un espacio tan pequeño, controlar la mente, seguir el instinto. He aprendido a valorar la libertad y las personas, a olvidarme del ego y ser como soy realmente. Creo que estoy ganando en sabiduría”.
Acaba en puntos suspensivos porque tiene la mirada y el corazón más allá de las rejas. La historia del Inocent Kidd no termina. “Yo veo las cosas en grande. Sé que me va a ir muy bien. Si ya logré que me vaya bien en una situación como esta…”.