Investigaciones de un paramédico del DF

El Barrio Antiguo es un periódico semanal que se fundó en mayo de 2013 para servir al Barrio Antiguo y sus alrededores en Monterrey, Nuevo Leon. Fundado por el periodista y colaborador de VICE México, Diego Enrique Osorno, El Barrio Antiguo se une como una publicación colaboradora de esta página. Cada martes compartimos con nuestros lectores una nota publicada originalmente en El Barrio Antiguo.

Lo primero que descubrió Arturo Román García sobre la desaparición de sus hijos fue que unas camionetas grises llegaron al restaurante Don Pedrito, en San Fernando, Tamaulipas, donde Natanael y Axel estaban a punto de cenar unas arracheras con papas asadas envueltas en papel aluminio. De las camionetas descendieron hombres armados con el rostro descompuesto, entraron al lugar como si tuvieran hambre voraz, fueron a la mesa de los jóvenes, los sometieron y se los llevaron.

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Desde esa noche nadie tiene noticia de ellos en el Distrito Federal.

¿Por qué desaparecieron? El secuestro por motivos económicos quedó descartado. Roman García, paramédico, nunca ha recibido una petición de dinero a cambio de la liberación de sus hijos. Como la camioneta Grand Caravan blanca en la que viajaban Natanael y Axel estaba cargada de mercancía estadounidense, los misteriosos desaparecedores quizá pensaron que eran comerciantes con dinero. Otra hipótesis que el paramédico elaboró tras sus investigaciones en Tamaulipas es que fueron confundidos con integrantes de uno de los bandos rivales de Los Zetas, ya que la camioneta tenía placas de Jalisco, un estado de donde suelen provenir los enemigos del clan de la última letra. También le han comentado que la desaparición pudo haber sido provocada por algo tan caprichoso como los tatuajes que llevaba el mayor de sus hijos. El día que desapareció, Natanael vestía un short basquetbolero y el jersey de un equipo de la NBA. Al descubierto le quedaban diez imágenes grabadas a lo largo de sus 1.95 metros de cuerpo.

***

El primer viaje que hice a Tamaulipas para buscarlos fue en avión, pero los demás han sido en carro.

Lo que hago es salir del Distrito Federal de noche para llegar a Tamaulipas cuando amanece.

Llegas a la procuraduría de Ciudad Victoria y te ofrecen café, galletitas, refresco y hasta un lonche.

Pero les digo: yo no vengo a ver qué me puedes ofrecer de comer, vengo a buscar a mis hijos.

Eso es lo que quiero.

Te recibe una mujer encargada de relaciones públicas que se llama Beatriz.

Beatriz te terapea, dice que están en la mejor disposición de ayudarte.

Esa secretaria me hizo el favor de enseñarme todas las fotos de los cuerpos que no estaban identificados. (Es que cuando hay un muerto, los de servicios periciales toman fotos). Y ahí estuve, una hora y media viendo fotos de muertos. Había fallecidos de todo tipo.

Pero no estaban mis hijos entre ellos.

Buscaba los tatuajes de Natanael, los lunares de Axel…

Al principio, la Procuraduría de Tamaulipas no quería buscarlos. Dos semanas después de la denuncia, nos mandó un aviso en el que notificaba que iniciarían la búsqueda de mis hijos… en hoteles, bares y plazas públicas.

Como si los hubiera desaparecido una parranda y no la guerra que hay en Tamaulipas.

Eso me contó el paramédico cuando empezamos a platicar.

Luego dijo:

Yo lo que vine a hacer a este mundo ya lo hice. De ahí me sale la fuerza para buscar a mis hijos.

El paramédico es papá de Natanael y Axel, dos jóvenes de 35 y 21 años, nacidos en el Distrito Federal, a los que se tragó una de las máquinas de guerra que operan en el noreste de México. Los desaparecieron en San Fernando, Tamaulipas, el 25 de agosto de 2010, dos días después de que en el mismo municipio fueran encontrados 72 migrantes asesinados de un tiro en la cabeza.

Le insisto, Diego: yo lo que vine a hacer a este mundo ya lo hice. Por eso voy a hallar a mis hijos a como dé lugar.

El papá de Natanael y Axel trabaja en una ambulancia del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) en la Ciudad de México. Ahora conduce una investigación propia para saber dónde están sus hijos.

Antes de ir a Tamaulipas, acudió al cuartel de la policía federal, allá en el DF, donde insistió hasta conseguir los números e incluso los domicilios de quienes usaron los teléfonos de sus hijos en los días siguientes. Las llamadas eran muy prolongadas, hechas a Coatzacoalcos, Veracruz. Con las pruebas en mano, hizo una cita con un alto mando federal. Le pidió que investigaran a las personas que vivían en los domicilios a donde se hacían las llamadas y que los interrogaran sobre el paradero de sus hijos.

—Porque yo no puedo hacer nada, ¿o qué puedo hacer con los teléfonos y las direcciones? —le dijo al alto mando de la policía federal.

Cuando el paramédico me contaba esto, lo acompañaba un amigo silencioso que intervino hasta ese momento: “Claro que puedes hacer algo. Conseguimos unas buenas metralletas y vamos a buscarlos”. El hombre meditó lo que acababa de decir. Se arrepintió un poco… o no sé. “Bueno, pero el problema es que a lo mejor te detienen y te meten a la cárcel cuando te pongas a conseguir las armas, porque a lo mejor para eso sí hay ley”.

—Bueno, estoy hasta dispuesto a ponerme un chip con GPS y entrar a la zona de San Fernando a quedarme hasta encontrar a mis hijos —le dijo el paramédico al funcionario de la policía federal.

—¿Y luego?, ¿quién va a ir por usted?

Hubo silencio. El funcionario continuó:

—Le voy a ser franco: cuando yo sé que va a haber desmadre en San Fernando, hasta saco a mis muchachos de ahí, porque si no me los matan. Ahí no se puede hacer nada ahorita. Está demasiado caliente. No le rasque.

***

Buscar a un hijo desaparecido en Tamaulipas es recorrer el mundo al revés. Cuando el paramédico conoció al presidente de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Tamaulipas, éste le preguntó que por qué no traía de perdido una pistola. La primera vez que habló con la secretaria del procurador, la mujer le dijo que no buscara a sus hijos, que no se podía hacer nada porque había un estado de excepción, que mejor ni fuera para allá. Otro funcionario del Ministerio Público en San Fernando le confesó que aunque había cientos de denuncias, ninguna se investigaba, que cada quien, bajo su propio riesgo, tenía que hacerla por su cuenta porque no había la infraestructura, ni los elementos ni, sobre todo, la orden superior para hacerlo, aun cuando campamentos de los grupos de la guerra fueran perfectamente visibles en ciertos ranchos o en ciertas brechas de San Fernando y otros municipios.

Pero el paramédico del Distrito Federal estaba decidido a investigar.

Le vuelvo a insistir: yo lo que vine a hacer a este mundo ya lo hice.

Por eso voy a hallar a mis hijos a como dé lugar.

***

El paramédico me acerca al oído la bocina de su teléfono celular para que escuche la grabación de la entrevista que le hizo Salvador Camarena a su hija en W Radio. El día que nos conocimos se cumplían nueve meses de la desaparición de sus hijos. Estaba contento porque avanzaba en sus conocimientos de internet. Lo hacía a contracorriente, sabiendo que era clave para mantener viva su pesquisa.

Sin embargo, su búsqueda era algo en absoluto virtual. Para ese entonces había ido veinte veces a Tamaulipas. Unos días antes de la cita acababa de recorrer una decena de morgues de la frontera noreste. Lo hizo luego de que un funcionario de la procuraduría tamaulipeca le hablara por teléfono para decirle que le habían recomendando mucho su caso y que quería una cita con él. Le pidió que viajara a Ciudad Victoria para tomarle una muestra de ADN. En esos días de marzo de 2011 estalló la noticia de que habían sido halladas una decena de fosas comunes en San Fernando con más de 200 cadáveres.

Querían comparar su material genético con el de los restos recién desenterrados en aquel paraje tamaulipeco.

El paramédico viajó a Tamaulipas. Pese al estruendo mediático que provocó el caso y la atención nacional enfocada por ese breve instante en San Fernando, el paramédico se topó, como si no pasara nada, a los espías del narco, los halcones. Incluso ellos eran ahora más burdos que en los viajes anteriores. Se ponían a gritar por aparatos de radio las características del coche; decían que traía placas del DF, que era de tal color, que llevaba tal número de pasajeros…

El paramédico dejó su ADN en la procuraduría de Tamaulipas con la esperanza de encontrar a sus hijos, aunque fuera muertos.

Esa vez también pudo platicar con los dueños de dos funerarias de San Fernando (“una señora güera y un rubio barbón con sombrero vaquero”). Entre las decenas de muertos desconocidos que ambos guardaban en sus negocios fúnebres no había ninguno con las características de Natanael ni de Axel. (Natanael tiene tatuado en el pecho la palabra agnóstico y en el brazo izquierdo golondrinas y samuráis peleándose; casi pegada a su hombro hay una calaverita). La señora güera dueña de la funeraria le explicó al paramédico que aunque tenga mucho tiempo de muerta una persona, los tatuajes en el cuerpo prevalecen, a menos, claro, que los restos sean puro hueso. Pero de ese tipo de muertos —que por supuesto que los hay en Tamaulipas —no había en sus pequeñas funerarias, que de un día a otro recibían más cuerpos que la morgue de Los Ángeles entre semana.

Después, de San Fernando el paramédico viajó a Matamoros.

Llegó de noche. Prefirió cruzar a Brownsville, Texas, para dormir ahí. A la mañana siguiente, afuera de la morgue de Matamoros había un mar de gente buscando a sus familiares, sobre todo personas procedentes de Querétaro, Toluca y San Luis Potosí. Había muchos niños a quienes también les pedían pruebas de ADN; niños buscando padres desaparecidos. Pasaban de cinco en cinco a un cuchitril oficial para describir a los familiares que andaban buscando y ver si coincidían con alguno de los más de 200 cadáveres sacados de las fosas. De acuerdo con los pensamientos del paramédico, los funcionarios los estaban haciendo pendejos porque no les tomaban pruebas de ADN ni nada. Se encabronó. Quiso levantar a la gente, que se protestara ahí mismo, pero no tuvo eco alguno; en el pasillo de la Quinta Agencia del Ministerio Público de Matamoros, el mar de familiares permaneció callado. Sólo querían encontrar a sus desaparecidos. No buscaban más problemas.

Les dije: tenemos que hacer algo, señores. Estamos sufriendo un dolor grande. Los invito a que nos manifestemos saliendo de aquí, que vayamos a la presidencia o hagamos algo.

Nadie contestó.

En los días en que platiqué por primera vez con el paramédico, acababan de matar a Marisela Escobedo frente al Palacio de Gobierno de Chihuahua por exigir castigo para el asesino de su hija; por hacer lo mismo que él estaba haciendo en Matamoros.

***

Aquella noche de la arenga solitaria, un tráiler estacionado afuera de la morgue arrancó y se llevó la mitad de los cadáveres al DF. El paramédico se fue a dormir otra vez a Estados Unidos, al hotel 88 Inn. Esa vez viajaba en un Cavallier 2002 de cuatro puertas. A la mañana siguiente salió de regreso al Distrito Federal. Se fue de Matamoros a Reynosa, de Reynosa a Monterrey y de ahí, pasando Saltillo, en Los Chorros, paró por primera vez. Bajó en un Oxxo para ir al baño y comprar bebidas y alimentos. Imaginó que unos muchachos parados afuera de la tienda eran halcones.

Lo más probable es que fuera su paranoia.

O no.

Al retomar la carretera, de Saltillo a Matehuala, recordó su primer viaje a Tamaulipas tras la desaparición de sus hijos. En aquel viaje, cuando iba saliendo de San Fernando, donde acababan de matar al agente del Ministerio Público y las oficinas estaban cerradas, llenas de impactos de bala, se topó a unos halcones.

Aceleró.

Veinte kilómetros después su mujer le dijo:

—¿Por qué vas tan rápido?

—Es que quiero que nos pare una patrulla para decirle que nos topamos con estos halcones.

Ciento cincuenta kilómetros después los paró un federal. El paramédico le contó lo sucedido. El federal se rió.

—Mejor denle más rápido —le dijo.

Antes de trabajar en el IMSS, el paramédico fue chofer en Omnibus de México. Como conductor de autobuses de pasajeros conoció todos los pueblitos del noreste del país. Pero sus recuerdos más intensos de aquellos años son de allá por Chihuahua. No son memorias peligrosas.

Recuerda la pobreza de la sierra Tarahumara, en especial una noche de invierno muy fría en la que vio a niños rarámuris casi desnudos caminando por un pueblo turístico llamado Creel. Les dio la cobija de estambre con la que él se dormía en el autobús. Al día siguiente los volvió a ver igual, a la intemperie.

—¿Y la cobija? —preguntó.

—Ya la vendimos.

***

De regreso al DF le dijeron que en 45 días le notificarían los resultados de su prueba de ADN. De todos los cadáveres que brotaron de las fosas de San Fernando, sólo cuatro fueron identificados: dos de Tlaxcala y dos de Querétaro. Nada de Natanael ni Axel.

Así cómo están las cosas no se puede aclarar nada de lo que le pasó a mis hijos.

Cada quien trabaja para su santo. No hay coordinación entre las dependencias de gobierno.

El ADN lo sacan con una pinchada de aguja. Todo es mentira porque la prueba vale como 25 mil pesos y no creo que los del gobierno sean tan buena gente como para gastarse ese dinero en el pueblo.

Antes el narco era como el diablo: todo mundo sabía que existía, pero nadie lo veía. Ahora no. Este presidente se sentía tan espurio que le subió el sueldo a los militares un 40 por ciento y luego un 50 por ciento más. Y aún así, como quiera hay muchos desertores.

Y mucho narco.

Y muchos desaparecidos. Sobre todo en Nuevo León, Coahuila y Tamaulipas…

***

El paramédico fue contactado por un policía judicial que le ofreció encontrar a sus hijos. Según él, tenía acceso a Los Zetas; sonaba como un investigador serio de los bajos mundos. Antes de su primera incursión a Tamaulipas, le pidió ropa al paramédico para dárselas a sus hijos en cuanto los encontrara. Dijo que conocía a “la gente”, que Natanael y Axel seguramente estaban en un rancho enorme del noreste recibiendo entrenamiento o esclavizados, haciendo ciertas tareas de las cuales prefirió no entrar en detalles. El policía resultó un estafador que les robó 100 mil pesos, dinero que el paramédico consiguió vendiendo un viejo camión de mudanzas que había comprado con sus ahorros y que rentaba en el barrio.

En realidad no hay quién entienda claramente esta guerra o sepa bien cuáles son sus pasadizos correctos, en caso de que haya necesidad de recorrerlos. Decían que el único que podía hacerlo era el general Arturo Acosta Chaparro, liberado de su encierro militar durante el gobierno de Felipe Calderón y comisionado para negociar con cárteles en las sombras. Pero el general fue asesinado en un taller mecánico del Distrito Federal meses antes de que acabara el sexenio de Calderón.

En los bajos mundos policiales que el paramédico conoció mientras buscaba a sus hijos, se dice que para tratar de entender algo que está todavía más enredado uno tiene que llegarle a los del Cártel del Sinaloa a través del PAN y a Los Zetas mediante algunos pesos pesados del PRI.

***

El 28 de agosto de 2010 aterrizó en Reynosa el avión comercial donde viajaba el paramédico. En el aeropuerto alquiló un carro y supo que algunos de los cuerpos de los 72 muertos de San Fernando (que luego se sabría que eran migrantes centroamericanos) los habían llevado a la funeraria La Paz, adaptada de improvisto como morgue. El hombre encargado de mostrar a los muertos le dijo:

—Mire, con las características que usted me está describiendo no hay ninguna persona. Todos los cuerpos que están aquí ya tienen muchos días de haber muerto. Le recomiendo que vaya al Semefo de aquí mientras yo le investigo qué hay en Matamoros y qué hay en San Fernando, porque nosotros estamos comunicados con todos.

El paramédico fue al Servicio Médico Forense (Semefo) de Reynosa acompañado por un vendedor de la funeraria, atento a ofrecer sus servicios en caso de que se necesitaran. Llegaron y no había nadie, nada más dos personas muertas, ninguna con las características de Natanael ni de Axel; eran un hombre mayor y una mujer.

De regreso en la funeraria, el paramédico volvió a insistirle al dueño que lo dejara ver los cadáveres.

—Pues es que no tiene caso que los vea porque estos realmente ya tienen mucho tiempo. Sus hijos, en caso de que estuvieran muertos, estarían frescos. Estos no lo están nada, pero ya me comuniqué a San Fernando y tienen cuatro personas jóvenes. Esos sí tienen características de sus hijos.

El paramédico partió rumbo a San Fernando acompañado por una de sus hermanas y su esposa. Antes de ir a las funerarias, llegaron a hospitales a preguntar por heridos, pero nada. Luego enfilaron el auto a la funeraria donde estaban los cuatro cadáveres. Ninguno era hijo suyo. Al paramédico — quien de joven fue chofer de una ambulancia fúnebre de la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal— le ha tocado ver el semblante de muchos muertos.

Ni su esposa ni su hermana entraron a las morgues de Tamaulipas.

El hombre que le enseñó a los cuatro jóvenes era un tipo muy amable. Le dijo:

—¿Quiere que se los descubra?

Ahí fue cuando el paramédico se dio cuenta de que en San Fernando no tenían a los cadáveres como debían. Los muchachos estaban tirados en el suelo, y no había charolas ni nada. Era un bodegón sin refrigeración. A los cadáveres sólo les echaban cal encima. Y ya.

El paramédico siguió ese día con sus investigaciones. En un restaurante le dieron otra pista: habían encontrado dos cadáveres rumbo a Méndez. Y hasta allá fue. Llegando se enteró de que ni siquiera había Ministerio Público en el pueblo. A los flancos del camino vio muchas camionetas nuevas, todas incendiadas. Iba fijándose si entre ellas no yacía el esqueleto de la Grand Caravan blanca en la que viajaban sus hijos cuando desaparecieron. No estaba.

Al regresar de noche a San Fernando, se topó con una patrulla de marinos cruzando el valle.

—No, pues mira, es que mataron al del Ministerio Público. Aquí nadie te va a tomar el acta —le contestó uno de los mandos.

—¿Pero entonces qué hago?

—Nosotros te recomendamos que te vayas a Matamoros para que levantes el acta allá. Y ya no sigas haciendo tantas preguntas… Y ni vayas a nuestra sede, porque aquí luego la gente te puede seguir.

Antes de regresarse a Matamoros, el paramédico fue a Don Pedrito, el restaurante donde estaban sus hijos a punto de cenar unas arracheras y papas asadas envueltas en aluminio. Le contaron lo que ya sabía: que habían entrado unos hombres con armas largas y que se los habían llevado a la fuerza, así, sin más.

***

—¿Va a seguir buscándolos?

—Personas de Estados Unidos me dijeron que un conocido le habló a su familia después de un año de haber desaparecido. Les dijo: “Todo está bien, no se preocupen” y colgó…

Tengo que seguirle. Tengo la esperanza de que están vivos, porque los dos tenían el don de ser buena gente, estaban estudiados… No es por menospreciar, pero casi todos los que agarran estos grupos son paisanitos. Tengo la esperanza de que la organización los tenga trabajando en algo.

Hay que hallarlos. Vivos o muertos, pero hay que hallarlos.

***

Natanael: elegido de dios, hebreo. Axel: hombre fuerte, danés.

A Natanael le gusta leer, Axel prefiere la televisión. Antes de desaparecer, Natanael leía Proceso cada semana y todos los libros y editoriales de Xavier Velasco que caían en sus manos. También las novelas de misterio del hijo de Stephen King, que firma como Hill para evitar ser una sombra de su padre.

Axel veía por las noches el programa de Fernanda Tapia en Dish TV. Se reía cuando la jocosa conductora presentaba “El Ejecutómetro”, una sección sobre los muertos de la guerra del narco.

A Natanael le gusta la música contestataria. “Ellos dicen mierda” es una de sus canciones preferidas. Estudió ciencias de la comunicación en la ENEP Aragón de la Ciudad de México, aunque nunca ejerció. Mejor anduvo en lo del skateboarding. Desde que era estudiante viajaba mucho, sobre todo al País Vasco; le encantaba estar ahí.

Cuando salió de la universidad, se dedicó a buscar proveedores de patinetas en los shows de California para venderlas en el centro del país. Puso una tienda en el centro histórico de la Ciudad de México, en un pasaje comercial de la calle Regina. Su marca se llama Rasta Skate. La marca y la tienda desaparecieron junto con él.

***

No era la primera vez que Natanael y Axel atravesaban San Fernando. Natanael lo hacía dos o tres veces al año cuando viajaba rumbo a Estados Unidos a comprar artículos para su tienda. Axel estudiaba el cuarto semestre de ingeniería en el UNITEC y le pidió permiso a su papá para acompañar a su hermano a Estados Unidos durante el receso escolar. La intención inicial de Natanael y Axel era ir hasta San Antonio, pero en la aduana de McAllen les negaron el permiso para internase más allá de la frontera. Ante ello, Natanael y Axel viajaron por toda la orilla del Río Bravo durante dos días, buscando tiendas en las cuales abastecerse.

Además de artículos de skateboarding, compraron una cuna y cosas para León, el hijo de Natanael que estaba por nacer y que finalmente vino al mundo el 31 de diciembre del año en que su padre fue desaparecido por la guerra.

De regreso, Natanael le habló a su papá después de cruzar el Puente Internacional de McAllen y Reynosa. Acababan de pagar los impuestos por los mil dólares de mercancía importada. Eran las 7:00PM y le dijeron que iban a cenar en San Francisco. Además de la buena carne, les gustaba tomar un refresco de cola sabor ponche característico de la región, marca Joya.

Esa fue la última vez que el paramédico habló con sus hijos.

Luego supo que Axel alcanzó a enviar un mensaje de texto a uno de sus amigos de la universidad. Decía: “No mames güey, nos acaban de secuestrar. A mí me encajuelaron…”

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