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verduras de las eras

La hija

OPINIÓN | "No siempre creo en mis predicciones apocalípticas, pero esta del mundo segregado como consecuencia posible del 'Yo también' tiene un fundamento real".
Foto: Iris Echeverry. | VICE Colombia.

No había escrito aquí sobre el movimiento de “Yo también”. He escrito muchos posts en Facebook al respecto, todos reactivos, y por tanto consecuentes con lo que, por lo que he visto, ha sido el combustible y el talante del movimiento: la reactividad. Es de la naturaleza de lo reactivo el ser contradictorio, y mis reacciones se han superpuesto unas a las otras, y me he contradicho y me he desdicho muchas veces al tratar el tema. Pero no he encontrado en mí una posición consistente. Ni en mi experiencia ni en mi reflexión.

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Así, tras el primer acto de este drama —el de las actrices contra Harvey Weinstein— reaccioné diciendo que yo también. Y era y es verdad: yo también me he sentido acosada sexualmente; yo también he visto mi ciudadanía disminuida por mi sexo; yo también he sabido que se prejuzgaban mis esfuerzos o mis facultades por ser mujer; yo también he sentido que ser mujer es someterse a ser hecha por otros y a devolverles a esos otros la imagen construida por su fantasía; yo también he sentido que tengo menos autoridad y menor libertad que los hombres; yo también he sentido constantemente el chantaje de la frustración de los hombres; yo también he sabido que las mujeres somos presas de caza, y que la atracción o la admiración que podemos suscitar es interpretada, por el admirador o el atraído —el cazador—, como la promesa de la satisfacción a su ansia; yo también he soportado callada que cualquier viejo baboso —o joven seco, pero menos— me toque mientras me habla casualmente, para halagar su maltrecha virilidad ante los demás hombres; yo también he sentido las relaciones con los hombres como intrínsecamente violentas; yo también perdí mi trabajo porque era inadmisible que una mujer se opusiera abiertamente a un patriarca equivocado.

Por todo eso, y porque he ejercido activamente la crítica feminista en todos los espacios que se me han abierto, cuando empezaron las manifestaciones del “Yo también” mi entusiasmo no tuvo atenuantes. Parecía que por fin una gran multitud de mujeres, en el mundo de los adelantados y de las estrellas de Hollywood, y también en mi país atrasado, remedón y solo, se daban cuenta de lo que algunas mujeres señalábamos incansablemente.

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Poco después, el movimiento del “Yo también” logró que se estigmatizara y se aislara a un personaje público —abiertamente crítico, analista y ridiculizador del machismo— que les había propuesto a algunas mujeres, sin forzarlas y sin que ellas fueran sus subalternas, que lo miraran masturbarse. Se lo había propuesto, no exigido. Y ellas no estaban en ninguna relación de dependencia con respecto a él. Y entonces encontré que yo no veía nada reprensible en que un hombre le preguntara a una mujer adulta —y cuyo destino no dependía de él de modo alguno— si quería verlo masturbarse, como no encontraba tampoco ningún delito en caso de que fuera la mujer quien lo propusiera. Y entonces empecé a confundirme entre el saldo de denuncias y lapidaciones del “Yo también”.

Leímos a continuación de muchos otros casos: algunos describían violaciones y extorsiones manifiestas, abusos de poder que debían salir a la luz y alimentar la conciencia sobre el poder de facto que tienen todos los hombres sobre todas las mujeres. Oímos de casos de hombres que, detentando el poder de una amenaza real o potencial sobre una mujer, la conminaban a satisfacer su pretensión, con una propuesta que ella no se sentía capaz de rechazar. Otros casos, en cambio, describían escenas inconsecuentes, como el de la acusadora de otro comediante que, después de tener un encuentro sexual consentido con él, no se sintió bien. Había grandes diferencias entre unos y otros casos, aunque todos estaban agrupándose en un mismo conjunto y generando un clamor punitivo.

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En todas las denuncias y las quejas había un mismo sentimiento: el de la vulneración. Pero había dos objetos distintos de esa vulneración: uno era la integridad y el otro era la comodidad, noción que el capitalismo ha tergiversado hasta equipararla con la de integridad.

La comodidad no es un derecho. Ni siquiera es necesariamente buena o mala. El deseo del otro —y de la otra— siempre será incómodo para mí. El cuerpo —y sus entregas y sus renuncias y sus decadencias— siempre nos será incómodo. La incomodidad es intrínseca a la naturaleza, es intrínseca tanto al placer como al dolor, y es inseparable del deseo. Cualquier pregunta que el deseo del otro me plantee sobre mi deseo (y cualquier pregunta que el cuerpo del otro formule sobre mi cuerpo) me incomodará: me hará moverme de mi intimidad y me hará sentir la dureza y la irregularidad del lugar que ocupo. El deseo del otro —correspondido o no, cumplido o no— siempre será un problema. Uno puede —o a veces debe— protegerse de ese problema, que se llama acción erótica. Sin embargo, la acción erótica no siempre es violenta. De hecho, es por lo general lo contrario de la violencia. En otras palabras: una pregunta es siempre un problema. Pero la pregunta cuya respuesta proviene de la coacción es siempre una tortura.

Bajo el toldo conceptual del “Yo también” empecé a oír nociones incuestionadas —léase idioteces— como la de “la sacralidad del cuerpo” y la de “ni con el pétalo de una rosa” y la de “indecencia” y la de la “perversión”, y por momentos me parecía que tras el movimiento —o la ola, o la moda, o como quiera que se llame— subyacía la supresión del deseo del hombre y, sobre todo, la negación del deseo de la mujer. El talante del “Yo también” me parecía el complemento perfecto a la propuesta global de Donald Trump, pues un mundo deserotizado es un mundo en el que a las personas pueden unirlas solo el dinero y la fuerza.

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A pesar de mi desconfianza hacia el “Yo también” seguía vigente la lista de francos yotambienes que enuncié al principio, y mi convicción de que es inaceptable que las mujeres sientan que su cuerpo y su ser son preseas de la vanidad o la agresividad de los hombres. Vinieron entonces otros episodios: el sainete que montaron en la entrega de los Globos de Oro las actrices de Hollywood, quienes jamás se han negado a recibir un premio segregado (mejor actor y, aparte, mejor actriz), y se han entregado en cuerpo y alma a una industria que ha contribuido a construir, como ninguna otra, los mendaces e injustos roles de género en nuestra cultura. En el podio estaba Oprah Winfrey, la consagración del capitalismo con “alma”. Su lacrimosidad de víctima redimida era la celebración de la víctima sacrificial. Ese imperio de Oprah no era la revolución feminista que yo imaginaba. Ese sartal de lugares comunes no tenía nada que ver con la búsqueda necesaria de una nueva conversación entre hombres y mujeres (y entre blancos y negros, y entre ricos y pobres, y entre los humanos y los otros animales, pues el feminismo comprende el replanteamiento de todas esas conversaciones).

Al ver la ceremonia de los Globos de Oro —en la que incomprensiblemente las mujeres se uniformaron para manifestar su inconformidad— sentí un temor que siento a menudo: el del advenimiento de un mundo sin mujeres. Como solución al acoso y el abuso sexual sistemático contra las mujeres, vi venir la segregación: universidades para hombres y universidades para mujeres, lugares de trabajo para hombres y lugares de trabajo para mujeres, como ya hay zonas para hombres y zonas para mujeres en los buses y los trenes de muchas ciudades. (En ese mundo distópico y posible, por cierto, las únicas mujeres que seguirían trabajando junto a los hombres serían las actrices, a menos que se volviera a la convención del teatro isabelino).

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No siempre creo en mis predicciones apocalípticas, pero esta del mundo segregado como consecuencia posible del “Yo también” tiene un fundamento real: que el movimiento está recurriendo con demasiada insistencia a un reclamo de amparo: de protección por parte del estado (de la acción judicial y de la estipulación de nuevos delitos) y de protección por parte de las compañías privadas (que Netflix saque de su repertorio a los comediantes aludidos, por ejemplo). He visto que la corriente central del movimiento “Yo también” enuncia pandamente la victimización de las mujeres sin reivindicar el deseo de las mujeres. He visto que, en demasiadas ocasiones, concibe a la mujer como incapaz de decir no y también como incapaz de decir sí. No he visto que el movimiento —a diferencia del feminismo radical— se haya ocupado por problematizar y analizar la idea de víctima. No veo que las mujeres estén haciendo tampoco, en medio del movimiento, un examen de sus complicidades con el sistema patriarcal. En el “Yo también” no he visto autocrítica.

De ninguna manera creo que la ola deba morigerarse, ni acogerse a un término medio. Lo que creo es, por el contrario, que el feminismo debe redefinir todos los términos y exigir la absoluta equidad. Las mujeres deberíamos estar saboteando la subordinación sexual y podríamos estar haciendo boicots: por ejemplo, a la píldora anticonceptiva, con la que se ha envenenado ya a varias generaciones. Por ejemplo, a la obligatoriedad de un servicio militar para los hombres, que podría ser sustituido por un servicio social obligatorio para hombres y para mujeres. Por ejemplo, a la desigualdad salarial y a la desigualdad en la edad de las pensiones. En cambio, estamos pidiendo “ni con el pétalo de una rosa”, que es pedir pétalos de rosa. Estamos pidiendo custodia, que es pedir galantería. Al sugerir que no sabemos lo que queremos ni deseamos —que no podemos decir sí ni decir no— estamos reclamando que se nos reconozca una minoría de edad. En el famoso artículo que escribió sobre su experiencia con el abusador Harvey Weinstein y que publicó el New York Times, Salma Hayek dice, con plena inconsciencia: “Por fin empezamos a tomar conciencia sobre el vicio que ha sido socialmente aceptado y que ha insultado y humillado a millones de niñas como yo, porque dentro de cada mujer hay una niña” (el subrayado es mío).

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Ese imperio de Oprah no era la revolución feminista que yo imaginaba. Ese sartal de lugares comunes no tenía nada que ver con la búsqueda necesaria de una nueva conversación entre hombres y mujeres (y entre blancos y negros, y entre ricos y pobres, y entre los humanos y los otros animales, pues el feminismo comprende el replanteamiento de todas esas conversaciones).

El patriarcado, como su nombre lo indica, procede de la entronización del padre. Y, al contrario de lo que pueden sugerir superficialmente las listas de generaciones de hombres en la Biblia, no está fundado sobre una relación de filiación entre el padre y el hijo, que es precisamente lo que amenaza con subvertir la estabilidad patriarcal (el hijo es la patencia de la caducidad del padre y entraña su derrocamiento). El patriarcado está fundado sobre la relación entre el padre y la hija. El padre del patriarcado (el padre seguro, que no teme ser reemplazado, el padre que confía en el orden que ha impuesto) es el padre, propietario y señor de una mujer, no de otro hombre.

Nuestra tradición épica —la tradición sobre la que se funda el imaginario patriarcal— inicia con la petición de un padre de que se libere a su hija cautiva: en la Ilíada de Homero, en medio de la guerra de Troya, el troyano Crises quiere que el jefe del bando contrario, Agamenón, le devuelva a su hija Criseida, que retiene como cautiva. Después de soportar una plaga enviada por Apolo —de quien Crises es sacerdote—, los griegos del bando de Agamenón llegan a una solución: Agamenón devolverá a Criseida pero Aquiles debe entregarle a su propia cautiva, Briseida. Sobrevienen entonces la ira de Aquiles y mil versos.

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Mi opinión es que la retórica del “Yo también” no sale del drama de la mujer cautiva que espera que su padre —el sistema patriarcal, que es el sistema judicial, la empresa privada y los medios de comunicación— la liberen; no sale de la chispa que enciende la épica y la guerra.

Al tiempo que las mujeres toman consciencia de que son víctimas, siguen repitiendo la afrentosa costumbre católica de que el padre le “entregue” a la mujer a su novio el día del matrimonio. Siguen uniformando a sus hijas de rosa, mientras visten a sus hijos de todos los colores (sí, lo he repetido ocho veces, y tengo para ochocientas más) y convenciéndolas de que el hombre debe proveer. Mientras la mujer siga reclamando protección y no potestad, nada se va a hacer y nada va a cambiar: simplemente Criseida va a ser reemplazada por Briseida.

La revolución contra el patriarcado no puede ser una rebelión contra el deseo. Debe ser, antes que nada, el levantamiento de la hija contra su padre, que la protege y la reclama como suya. Por padre entiendo la íntegra institucionalidad patriarcal —y también el padre.

Hasta aquí había llegado con este escrito. Tenía que salir de mi casa para dirigirme a un lugar, y descubrí que tenía la llanta del carro pinchada. Traté de cambiar la llanta, pero las tuercas estaban demasiado apretadas. Entonces llamé por teléfono a mi padre, que tiene setenta años y aún así tiene brazos más fuertes que los míos. Vino con un amigo suyo, de su misma edad. Entre los dos tampoco pudieron cambiar la llanta. El portero del edificio donde vivo, más joven que ellos, trató de ayudar, pero también las tuercas estaban demasiado apretadas para él. Llamó entonces a un vecino para ver si tenía una cruceta mejor que la mía. El vecino bajó, y ya eran cuatro hombres que me socorrían. Finalmente, hubo que llamar a la compañía de seguros. Resultó que hacía unos meses yo le había pedido al trabajador del montallantas (que es hermoso y coqueto y es el único hombre que últimamente me ha atraído) que me cambiara las llantas del carro: que pasara las de adelante para atrás. Él las había apretado con un aparato, de modo que nadie humano podía aflojarlas. La anécdota que quiero convertir en fábula tiene este sentido —entre otros, seguramente—: a veces está bien el socorro del padre, pero estaría mejor vivir en un mundo en el que las tuercas estuvieran más flojas. En un mundo más suave.

Pero falta la confesión: mentí arriba al decir que traté de cambiar la llanta. No traté nada. Llamé a mi padre tan pronto como vi la llanta pinchada. Nunca he cambiado una llanta. No he querido aprender. Prefiero que lo haga mi padre por mí; que lo haga por mí cualquier padre. Y no sé qué decirme sobre eso. (Sí sé).


* Esta es una columna de opinión y, por tanto, no representa la línea editorial de VICE Media Inc.