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Fotos: Archivo personal de Elías Jorge Cruz Garfias, Facebook oficial de Spartacu's y Rogelio Velázquez

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Cultură

Spartacu’s: el club gay de Ciudad Neza que nació en 1984

Bajé del taxi y de inmediato lo vi: un letrero de luz lila fluorescente que sobresale en medio de una popular avenida con puestos de tacos, ropa, muebles y tenis.

Artículo publicado por VICE México.

Un pene aceitado y erecto que mide cerca de 25 centímetros se menea a menos de medio metro de mi rostro. Un joven lo mueve de arriba a abajo sincronizándolo con el beat del reggaetón que ensordece el lugar. Decenas de personas lo miran fijamente, casi hipnóticas, como perros hambrientos que salivan mientras clavan su mirada en una jugosa costilla. Nada los distrae. Yo tampoco puedo dejar de observarlo. Aplausos y gritos eufóricos de hombres y mujeres interrumpen el ritmo caribeño que cede ante el bullicio. Las luces y la arquitectura del antro parecen construidas para que el falo funcione como un imán de miradas y emociones. Es el primero de la noche: bienvenido a Spartacu’s.

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Horas antes lancé una convocatoria en Facebook e Instagram para quien quisiera acompañarme. Era mi primera vez. Las respuestas llegaron: “Ahí está súper chaca, mejor no vayas”, “ve con cuidado porque está medio peligroso”, “en Spartacu’s se mueve la droga muy cabrón”, “aguas con tu chela”. Otras más alentadoras: “te la vas a pasar genial”, “te diviertes más que en Marra y Puri”. Y al final una descripción en forma de advertencia: “Es un antro gay bien culero y por eso es tan famoso. Está en Neza y es el arrabal puro. Van soldados, policías, carpinteros. Y, claro, se hizo tan marginal que ahora es hipster”.

Bajé del taxi y de inmediato lo vi: un letrero de luz lila fluorescente que sobresale en medio de una popular avenida con puestos de tacos, ropa, muebles y tenis que se venden como una ganga, arrebatando la banqueta a los peatones. Crucé la calle y en la entrada me encontré con unos ocho guardias de seguridad vestidos de traje que me dieron la bienvenida con bastante amabilidad.

Pasé a una especie del lobby iluminado con luz roja donde pagué una entrada de 50 pesos. Después revisaron mis bolsillos del pantalón y chamarra, mientras, yo observaba las fotografías colgadas en el muro de las personalidades que han visitado este lugar inaugurado el 30 de noviembre de 1984 en Ciudad Neza, un popular municipio del Estado de México que debe su nombre al monarca prehispánico Nezahualcóyotl, y que es cuna de íconos del Rock Mexicano, artesanos, futbolistas y medallistas olímpicos.

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Detrás de la puerta que tengo frente a mí, está uno de los primeros antros gay de México. La cruzo y me encuentro con Christian, un viejo amigo que se ofreció a acompañarme y a explicarme por qué este lugar es distinto a los demás y por qué es un símbolo de resistencia gay. Después de un intercambio de abrazos me lleva a su mesa y me presenta a Jeny, un travestí de 45 años que trae una minifalda de mezclilla que deja ver unas delgadas piernas morenas, peluca negra con fleco lacio, una blusa entallada sin mangas, pestañas de un centímetro y medio, y algunos brillos alrededor de los ojos.

Jeny me cuenta: "desde hace 25 años soy cliente frecuente de este lugar", porque aunque ha conocido bastantes durante más de dos décadas aquí se siente más cómoda por el trato que le dan y el ambiente que fluye cada fin de semana. “Te lo voy a decir para que me entiendas: aquí hay para todos y para lo que busques. Si vienes a putear, vas a putear; si vienes a bailar, bailas; si sólo quieres tomar y pasarla bien, lo vas a hacer sin ningún problema”.

Después de algunos tragos, Jeny me presenta a Jorge Cruz, el dueño y fundador de Spartacu’s. Un señor cortés, vestido de saco oscuro y pantalón recto, como se usaba en los años 80, el hombre con bigote de las fotografías. Es una celebridad, apenas me saluda y llegan más clientes a saludarlo. Saludó seis ocasiones en 15 segundos. Jorge me leyó una lista de la farándula que ha acudido al antro que inauguró cuando tenía 33 años: "Paquita la del Barrio, Lorena Herrera y Maribel Guardia, tres famosas de la televisión mexicana aún vigentes. Carlos Monsiváis, uno de los escritores mexicanos más reconocidos históricamente. Los actores de Cachún cachún ra ra!, un programa de comedia juvenil bastante popular en los años 80. María Victoria, una destacada actriz mexicana. Sonia López, cantante de música tropical que fue vocalista de la Sonora Santanera. Amanda Miguel y Diego Verdaguer, el matrimonio de baladistas más famoso de Latinoamérica. Ofelia Guilmáin y Marga López, dos de las actrices representativas de la época de oro del cine mexicano y muchos más."

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— Me dijo Jeny que hace unos meses vino Alaska, la cantante de "A quién le importa".

— Ah sí. Es mi amiga desde hace más de 30 años. Aquí hizo sus primeras giras. Hace dos meses y medio comí con ella en Madrid. Nos llevamos tan bien que hizo uno de sus videos aquí.

En 2006, Fangoria, el grupo de Alaska, hizo el rodaje de su video "Criticar por criticar" en Spartacu’s. La exuberante cantante, que en ese entonces tenía 43 años, se muestra bailando rodeada de bailarines disfrazados con máscaras de conejo en la pista del antro que ha se ha convertido en un templo para aquellos que buscaban divertirse sin ser víctimas de homofobia.

— ¿Cuánta gente cabe en este lugar?

— Aproximadamente 1,850 personas. Ahorita debe de haber unas 700, más 70 personas de personal.

Jorge Cruz debía atender cuestiones administrativas y regresó a la mesa adornada con un mantel rojo, una cubeta de cervezas y una botellas de Whisky. La música se detiene de pronto y la gente que baila se acomoda en sus lugares. Jeny y Christian me voltean a ver emocionados. Es el inicio del show.

Salen mujeres trans vestidas con plumas naranjas y rojas que cubren un traje dorado entallado. En el fondo suena una canción disco de los años 70 que no logro identificar. A su lado, una docena de bailarines marcan una coreografía perfecta. Spartacu’s se convierte en un auténtico cabaret. El lugar se transforma en una máquina del tiempo que retrocede 40 años.

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La pista, donde ocurre todo, se encuentra en el centro del lugar. Es una tarima de color blanco donde los bailarines de cuerpo atlético exponen sus mejores pasos. La mayoría son morenos con un abdomen marcado, producto de meses de gimnasio. Todos menores de 30 años, caminan y se contonean de un lado a otro de la pista. Adornan el baile. Buscan un equilibrio entre los trans, que son las estrellas de show y el público que aplaude desenfrenadamente cada que una canción termina.

En una pared se ven murales eróticos de espartanos teniendo sexo. En otro, un pene dentro de una boca. Arriba cuatro ruedas de color gris, clásicas de una disco, que mezclan luces de colores y los distribuyen a través del lugar. Caen papeles de distintos colores. La luces no dejan de juguetear en la pista mientras los bailarines cumplen su función con la disciplina de un soldado.

Termina la primera tanda del show, pero Spartacu’s tiene para más. Son las dos de la mañana y la primera ronda apenas inicia: Sale Thalía, la famosa cantante mexicana, estrella de Instagram, cantando sus éxitos, interpretada por una chica trans que baila alrededor de la pista al ritmo de los aplausos del público, dos canciones después, una imitadora de Rocío Dúrcal pone el tono calmado e íntimo a la noche. Laura León —trans— aparece en escena y hace vibrar el lugar: la gente no canta, grita sus canciones y se emociona con cada vuelta que da. Ella se siente como cómoda, sonríe, se menea, brinca, corre de una mesa a otra. Todos cantan al unísono.

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La música continúa. Es el turno de Pink, que embelesa a los asistentes con ‘So What’. Después suena la canción del momento: ‘Yo te di, to my love’, cantada por una chica trans de lentes oscuros que estira su mano en la que porta el micrófono para que canten el coro las decenas de personas que tararean la canción. Luego, algo más tranquilo: Lila Downs, una imitadora de la popular cantante de música tradicional mexicana que le pone el toque regional al show. Al final, una Alejandra Guzmán deja claro que es la preferida de los clientes que no dejan de corear sus canciones. Todo mientras los bailarines se cambian en segundos para acompañar a cada imitadora que se adueña de la pista.

Luego comienza el desfile de penes erectos que causan sensación entre los clientes. Dura media hora. Pasan al menos tres chicos con miembros que superan los 20 centímetros. Bailan reggaetón, electrónica y pasito duranguense mientras se desnudan y presumen sus falos de mesa en mesa.

Termina el show, y la salsa de Willie Colón y Jerry Rivera regresa a todos al baile.

En la pista se distinguen dos chicos gay, a su lado está un hombre de 40 años con su esposa. Cerca de ellos, dos argentinos que llevan una relación desde hace años, visitantes asiduos del lugar. A un costado se encuentra dos chicas universitarias, son hermanas y es su primera vez en este antro, tardaron casi dos horas en llegar. Y en medio de ellos, mi amigo Christian y Jeny dan vueltas de forma magistral al compás de la canción que inicia: “¡En los años 1600!”. Todo mientras hombres semidesnudos bailan dentro de jaulas empotradas en la pared.

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Cuando terminan de bailar, le digo a Christian que me de un tour por la planta alta del lugar.

— Güey ahí está el cuarto oscuro y la azotea ¿seguro que quieres ir?

Dos amigos de Christian me acompañan a la parte alta. Antes de ingresar a un pasillo, un hombre nos pide el boleto de entrada: un condón. No traemos. Nos vende tres —que pudieron ser gratis en cualquier centro de salud— en 60 pesos. Es el único boleto de entrada. Caminamos 15 metros y llegamos a una de las salas del cuarto oscuro. Todavía hay algo de visibilidad: tres, quizás cuatro parejas de hombres se tocan entre sí. No alcanzo a ver, pero supongo que, al menos dos, están teniendo sexo anal. Nosotros somos unos espías disfrazados de voyeuristas.

Ingresamos a una habitación contigua. Está totalmente oscura. No puedes distinguir nada más allá de tu nariz. Tu vista se apaga pero se encienden tus otros sentidos. Sobre todo el olfato y el oído: huele, apesta a sudor, a sexo, a la fricción corporal entre individuos. Se escuchan gemidos, susurros, pequeños quejidos de placer. Es como entrar al metro de la Ciudad de México sin la benevolencia de las luces. Todos se aprietan, se tocan, se palpan. Penes, nalgas, manos y bocas forman una gran masa amorfa que se mueve lentamente sin una dirección establecida, sólo guiada por el vaivén de las circunstancia.

Pero quizá la mejor definición del cuarto oscuro la hizo mi amigo Alejandro Chaper:

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“[…] Manos salvajes instruidas en la rapidez del desabrochar ropajes, en bajar calzones y poner condones. Manos que aprietan las nalgas, el pecho, todo sin un lecho. Ahí te paras en un rincón, succionando un pezón, dejando huella del desenfreno, del anhelo. Todo es repetible las veces que el cuerpo lo invoque pues este cosmos está formado de patrones intensos como sencillos, explosivos hasta que la pólvora se acabe o hasta que despierten las aves. De ahí salí insatisfecho, maltrecho, fumigado, ahogado, pues me di cuenta que me han robado, hurtado, por uno de los muertos vivientes especialistas en vaciar inconscientes. A falta de billetera y dignidad desaparecen las ganas que pensaba en saciar…”.

Es hora de abandonar ese lugar y pasar de nuevo por el pasillo. Vamos a la azotea, donde a diferencia del cuarto oscuro, si se permite la entrada a mujeres y chicas trans. Mostramos el condón que nos vendieron en un inicio. “Adelante, suban”, nos dice el joven que cuida el acceso. Subimos uno a uno los estrechos escalones que para muchos se han convertido en la antesala del placer.

Ahí, con un poco más de iluminación —producto de las luces callejeras—, encontramos a una chica trans practicando sexo oral con tres hombres: mientras su boca se ocupa en el pene de uno, sus manos masturban a los otros dos. A su lado, un tipo de piel clara y barba recortada besa los senos llenos de silicon de otra. Atrás, un hombre de más de 50 años, se masturba viendo la escena. Nosotros en una esquina platicando, mientras un hombre de 1.65 metros con gorra nos ve fijamente esperando que lo invitamos a nuestro círculo.

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Nadie nos falta al respeto, sólo tratan de invitarnos con su mirada a participar en sus juegos sexuales. “¿Qué onda? ¿Qué les gusta?”, nos dice Lorena Gigi, una trans de 50 años que busca algo de acción. “Yo le entro a todo”, asegura.

Me distrae el jadeo de dos hombres teniendo sexo con una chica robusta que apenas abre los labios para dejar escapar un pequeño quejido de satisfacción que trata de contener sostenida entre las paredes rasposas de esta zona. Los muros de aquí no han sido aplanados y aún conservan el color gris de los tabiques que los forman, pero a nadie parece importarle la estética y los acabados del lugar. Todo son gemidos. Son unas 30 personas manteniendo relaciones sexuales en un espacio de 40 metros cuadrados.

Bajamos las escaleras y regresamos al ambiente. Suena la cumbia. Empieza el show de las 5 de la mañana. Algunos clientes pegan sus frentes a la mesa, unos se han quedado dormidos sobre los hombros y otros descansan con la barbilla pegada al pecho. Aunque la gran mayoría continua bailando en la pista como si acabaran de llegar. Yo me dirijo al baño que me recibe con una especie de escultura de un pene de 60 centímetros de plástico parecido al de La Naranja Mecánica mientras varios meseros —que sólo se cubren con un bóxer entallado— orinan a mi lado.

Llevo casi siete horas en el lugar y esto no parece llegar a su fin. Me doy cuenta que nada de lo que me advirtieron horas antes en Facebook es cierto y que ni siquiera sé por qué se llama Spartacu’s. Jorge, el dueño, me explica que el nombre proviene de la Spartacus International Gay Guide, una especie de guía de turismo internacional homosexual que se edita desde 1970.

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Es hora de pagar la cuenta. Jorge Cruz no tiene duda, su antro es un precursor que inspiró a abrir más lugares de su tipo en la ciudad y él es un iniciador que se muestra orgulloso por ser uno de los primeros que ofreció un espacio libre de homofobia en el país —próximamente se publicará su libro biográfico a cargo de Lilia Zabalza—. Y a pesar de que durante años se organizaron marchas para pedir a las autoridades que clausuraran este lugar, sigue más vivo que nunca.

La batería de mi celular se agotó. Salgo a la calle. La luz del día me ciega unos instantes. Cruzo la calle y pido unos tacos. Me atiende Consuelo Pedraza, una señora que lleva 10 años vendiendo comida afuera de este antro.

— Disculpe señora, ¿qué hora es?

— Casi las 8 de la mañana, joven.

— ¿Tan temprano?

— Sí, Spartacu’s es como la dimensión desconocida: nadie se da cuenta de cómo pasa el tiempo.


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