Violencia policial José Francisco Hernández @pacobullicio
Ilustración por @pacobullicio. 
Actualidad

El cuidado del mundo quedó en manos de las bestias

Parece que se llegó al consenso de entregarse al autoritarismo por miedo a una epidemia. Afuera la policía vigila, arresta, golpea y mata. Tiene permiso para azotar.

Intenta respirar, no puede. Su caja toráxica está aprisionada, sus pulmones difícilmente se pueden expandir. Está tirado boca abajo sobre el suelo. La vida se le escapa. Surge, de pronto, el llamado de auxilio que experimenta casi todo ser humano, el grito instintivo de supervivencia que se aprende en la infancia: «¡mama, mama!». Y nada. Nada cambia. Sigue ahí. Han pasado cuatrocientos años y su cuerpo negro sigue ahí, oprimido, bajo el peso de los blancos. Los que conservan el poder. George Floyd va a morir. Tres policías están sobre él. Uno, el que más vacía tiene la mirada, empuja su rodilla sobre la garganta de Floyd y la aprieta contra el asfalto. El aire se le corta, la vía respiratoria se bloquea.

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I can’t breathe: «No puedo respirar» —dice el negro.

El policía blanco lo mira, continúa asfixiando. Lo mata.

25 de mayo de 2020, Minneapolis (Estados Unidos): Floyd, 46 años, pobre, desempleado, dejó de respirar.

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Es de noche, lo cercan seis policías, todos tienen fusiles y el que parece el comandante está encapuchado. El video muestra que no se resiste, tal vez se da cuenta de que es mejor obedecer. Los policías insultan, lo montan a una patrulla. Giovanni sigue sin resistirse, pero antes de trepar al carro, grita: «¡Ayuda! ¡Ayúdenme!». Tres civiles le reclaman a la autoridad. Una señora, su familiar, dice: «¿Pero por qué se lo van a llevar? Él no está haciendo nada, estaba sentado. ¿Porque no trae cubrebocas? ¿Por qué permite eso, comandante?». El oficial escupe una frase arbitraria tras su capucha y la ignora.

—Wey, si lo matan, ya sabemos —grita otro civil antes de que se lleven al joven.

La patrulla arranca, Giovanni López desaparece. Al siguiente día reclaman su cuerpo en un hospital. Tiene rastros de una golpiza y el hueco de un tiro en su pierna izquierda. Lo mataron.

4 de mayo de 2020, Jalisco (México): López, 31 años, pobre, albañil, dejó de respirar.

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Su número de cédula no coincide con el autorizado para salir de casa a comprar los alimentos básicos. Pero Florencia Magalí Morales vive con sus hijos y su nieta. Toma su bicicleta y sale a comprar comida. En el camino es interceptada por agentes de la policía. Hay forcejeo. No está claro si es detenida en vía pública o si ella misma acude a la comisaría escapando de los agentes. Las autoridades aún no han entregado los videos para la verificación. En la estación policial es encarcelada por violar la cuarentena. Esa misma tarde, horas después, la encuentran muerta en una celda.

La versión oficial: “suicidio”, se ahorcó con el cordón de una prenda de vestir. Un testigo, antes de ser trasladado a otra dependencia, declara que escuchó a Florencia Magalí golpear una puerta y pedir auxilio: «¡Me falta el aire! ¡Necesito un médico!». She can't breathe.

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—A ella no la trasladaron, supuestamente, porque en la otra dependencia no había baño femenino. Quedó a merced de los policías —agrega el testigo.

La autopsia revela que Florencia Magalí murió por asfixia mecánica pero no afirma que por ahorcamiento, también señala que tenía heridas de autodefensa.

5 de abril de 2020, provincia de San Luis (Argentina): Morales, 39 años, pobre, madre y abuela sola, dejó de respirar.

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Sale a pasear con su hermano y se queda a observar un festival de carreras clandestinas de caballos organizado durante la cuarentena. La policía llega, agrede, dispersa con violencia a los participantes. Luis Espinoza recibe una golpiza.

—A él lo golpean, lo arrastran hacia el monte y luego se escucha un disparo —dice el hermano.

—A él lo montan en la camioneta de uno de los policías —dice otro testigo.

Luis es desaparecido.

Siete días después encuentran su cuerpo. Alguien lo arrojó a un acantilado de 150 metros de profundidad, a más de 160 kilómetros del lugar de su captura. Su omóplato izquierdo exhibe el orificio que deja el tiro de una pistola Jericho calibre 9 milímetros. Según el dictamen pericial: la bala salió de un arma policial. Lo mataron por la espalda.

15 de mayo de 2020, Tucumán (Argentina): Espinoza, 31 años, pobre, trabajador rural, padre de 6 hijos, dejó de respirar.

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Hay toque de queda como medida de contención del virus. Comienza a las 19:00 horas. Ochilo Owino va de regreso a su casa, a guardarse, pero va tarde: son las 19:30. Dos policías lo ven, cruzan la calle, lo interceptan, lo recriminan. La reprimenda aumenta, le propinan puñetazos y golpes de macana. Owino cae al suelo. La policía se va. Fue tan salvaje la golpiza que su cuerpo nunca se volvió a levantar.

—Lo golpearon hasta matarlo —dice un anciano que es líder del barrio donde ocurrieron los hechos.

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Nadie recogió el cadáver, pasó la noche a la intemperie. A la mañana siguiente, una multitud de jóvenes, desconfiando de que Owino terminara en los registros de muerto por pandemia, cargó con el cuerpo hacia la comisaría y durante la marcha, arengó: «No lo mató el virus».

3 de mayo de 2020, Kenia: Owino, 39 años, pobre, soldador, padre de 4 hijos, dejó de respirar.

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João Pedro Mattos Pinto está en casa de su tío jugando con un primo. Una vivienda en la favela del Complejo de Salgueiro. De pronto, las policías federales llegan e inician una redada en la calle. Tres días atrás hicieron lo mismo en el Complejo de Alemao; trece personas resultaron muertas a balazos, ninguna era policía. Siguen avanzando. Llegan hasta la casa donde juega João. Disparan. Le lanzan algún tipo de granada. Acribillan paredes y ventanas. Perforan a João con las balas. Entran a la vivienda. João sangra tirado en el suelo. Se lo llevan. La policía dice que lo va a auxiliar. Veinte horas después, su familia encuentra el cuerpo en el Instituto de Medicina Legal. El viernes 5 de junio, un juez del Supremo Tribunal Federal de Brasil prohíbe las redadas en las favelas de Río de Janeiro.

—Nada puede justificar que un niño de 14 años reciba más de 70 disparos —dijo el juez.

18 de mayo de 2020, Río de Janeiro (Brasil): Mattos Pinto, 14 años, niño, pobre, negro, dejó de respirar.

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Es de noche. Está en la calle pero cerca de su casa. En ese momento lo interceptan unos policías y le reclaman por estar “violando” la cuarentena. Lo amenazan con ponerle un comparendo. Anderson Arboleda alcanza a correr hacia su vivienda. Lo atrapan antes de refugiarse en ella. Hay intercambio de palabras. De repente, un uniformado se le va encima y le revienta la cabeza a bolillazos. Otro policía también le asesta un golpe de macana contra su cráneo. Recibe la brutal golpiza en toda la puerta de su casa. La policía se va. Pasado un rato, Anderson manifiesta un insoportable dolor de cabeza. Al día siguiente no se levanta, lo llevan a urgencias médicas.

—Horas después nos dijeron que tenía muerte cerebral y luego falleció —dice su tía.

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Presentó fractura craneoencefálica. Le quebraron el cráneo y por ahí se le reventó la vida.

20 de mayo de 2020, Puerto Tejada (Colombia): Arboleda, 19 años, joven, pobre, negro, dejó de respirar.

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Todos son apenas un puñado de casos entre miles que suceden en el mundo. Según la lista de World Population Review, en 2018, Brasil registró 6.160 homicidios cometidos por la fuerza pública. La agencia de noticias AFP informó que en abril de 2020 la policía de Río de Janeiro mató 177 personas y que en 2019 el saldo de muertes que dejó fue 1.810.

Brasil encabeza la lista. El segundo lugar lo ocupa Venezuela: 5.287 muertos en 2018 a manos de la fuerza pública. La policía de Filipinas, en sus «operativos antidrogas», mató a 3.451 personas entre 2016 y 2017, quedándose con el tercer puesto del listado. Y en el cuarto lugar está Siria: 1.497 víctimas de homicidios en 2019, causados por agentes de la ley. La quinta posición no sorprende, la cereza del pastel: Estados Unidos: la policía mató a 1.004 ciudadanos solo en 2019 .

El listado de World Population Review no identifica quiénes fueron las víctimas ni cómo murieron. No aclara si cayeron en medio de un operativo, si opusieron resistencia, si eran inocentes o si llevaban vida delincuencial. En algunos casos se abren investigaciones pero en pocas ocasiones avanzan. Y a los muertos los entierran los amigos mientras los policías siguen ejerciendo su ley.

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Faryd corre, lleva a su niña en brazos, se le está ahogando. Tiene tres años. Los gases lacrimógenos la están asfixiando, no puede respirar. Mira con desespero hacia su vivienda. Un rancho de madera y latas de zinc. Sus otros dos hijos continúan allí. Las granadas de aturdimiento siguen explotando, al igual que las municiones de gas. La gente corre desordenada. Entre la histeria, Faryd logra enfocar a su hijo mayor —tiene 14 años—, le grita: «¡Mijo, corra y saque a su hermano hacia arriba, yo llevo la niña». El caserío en el que vive en Ciudad Bolívar, en el sur de Bogotá, queda como en una especie de ladera, un parque en zona de riesgo que la Alcaldía, en plena cuarentena, ordenó desalojar.

—Yo seguí corriendo pero ya no veía al niño. De repente veo que él se regresa, el ESMAD viene detrás. En ese momento ellos le dijeron: «¡Hey!» y el niño volteó. Ahí fue cuando el ESMAD le disparó directamente a la cabeza, provocándole una fractura craneal severa.

—¿Y qué hiciste?

—Yo saqué fuerzas y bajé con mi hijo, él me decía que estaba bien, pero solo sangraba. Yo bajé desesperado pidiendo ayuda. Y allá en la entrada unos policías me dijeron que me iban a meter corriente porque yo estaba tratando de auxiliar a mi hijo. Uno de ellos me dijo: «Suelte ese hijueputa y deje que muera esa mierda».

Faryd llora mientras narra. A más de 70 familias les destruyeron la vivienda. Fueron desalojadas por el Escuadrón Móvil Antidisturbios, el ESMAD, en medio de gases, golpes y una epidemia global. A su hijo le rompieron el cráneo con una munición de esas que disparan las armas «no letales» de esta fuerza policial, la misma que el año pasado, durante las protestas en Colombia, mató a Dylan Cruz.

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Según cifras de la Policía Nacional, en 2016 recibieron 7.143 denuncias en su contra por abuso físico cometido por sus agentes, y en 2017 la cifra bajó a 6.405. Los reclamos generales contra sus filas, en cambio, sumaron 45.714 casos en 2016 y aumentaron a 51.211 el año después. La policía no siempre mata. Las denuncias por abusos policiales más comunes son: extorsión, abuso sexual, golpizas, amenazas y detenciones arbitrarias.

Y hoy, en tiempos excepcionales y de emergencia sanitaria, el cuidado del mundo quedó en manos de las bestias. Parece que se llegó al consenso de entregarse al autoritarismo por miedo a una epidemia. Militarizan barrios, ejercen arrestos domiciliarios y la gente se gana comparendos, golpes y reprimendas por la desobediencia. Pero en los países míseros, las personas temen más al hambre que al virus y salen a buscar comida. Jóvenes y viejos incumplen el encierro porque son su único sustento. Y afuera, la policía vigila, arresta, golpea y mata. Tiene permiso para azotar.

En Filipinas los pobres protestan porque no les alcanza la ayuda alimentaria para sobrevivir la cuarentena, y el presidente Duterte ordena a sus agentes: si alguien ocasiona problemas, disparen a matar. Mes y medio atrás, Nayib Bukele, presidente de El Salvador, autorizó a soldados y policías a usar la fuerza letal para defender sus vidas y la de «la gente honrada», ¿pero cómo definen quién es honrado y quién no?

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La frontera es difusa. Ya no entendemos quién es «el enemigo» de la institucionalidad. Han muerto, mutilado y agredido a tantos manifestantes, líderes sociales y civiles desarmados en el mundo que no está claro quiénes son la amenaza para los agentes de la ley. ¿Qué entiende la policía por delincuente? ¿Por qué resulta tan mezquino su comportamiento con las minorías? ¿Existe el delito de pobreza?

Tal vez por eso utilizan las metáforas de la guerra para combatir una pandemia: no hay «enemigos» pero necesitan implantar «toques de queda»; solo hay infractores de cuarentena pero necesitan capturar y de la cibervigilancia. Y el proyecto piloto siempre son los marginados. La autoridad empieza por la golpiza y en los barrios ricos y blancos ni se militariza ni se golpea.

La fuerza pública alcanzó tal grado de abuso e impunidad en sus actos, que es imposible dejar de cuestionar si las democracias son la máscara y la represión el verdadero rostro de los estados. La población civil excluida hoy teme a las fuerzas del orden tanto como a la delincuencia organizada. Y ellas saben que en condiciones excepcionales en las que el miedo se vuelve epidemia la ciudadanía está dispuesta a ceder parte de sus derechos civiles a cambio de seguridad. Olvidan eso sí, que cuando seguridad traduce represión, la explosión de rebeldía es la única respuesta, la bocanada de aire que necesitan los oprimidos porque ya no pueden respirar.

They can't breathe, they need to breathe.

Las naciones, tal como lo estamos viviendo hoy, enfrentan una disyuntiva: o elige medidas autoritarias y aumenta el poder de la fuerza pública para garantizar el control de la población; o somete a la fuerza pública a los principios constitucionales y a la protección de los derechos humanos, e implementa medidas que cambien su naturaleza y reduzcan a una justa proporción su poder.

La humanidad, en cambio, tiene que pensar el concepto desobediencia. Es bastante malo que no haya confianza ni respeto por la fuerza pública. Pero que solo se respete y no se cuestione a las fuerzas del orden, es aún peor.

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