La autora en Ziracuaretiro, Michoacán
Mi escuela era el Centro Educativo Morelia. Pequeña y no religiosa. La devaluación del 85 la había endeudado y estaba inconclusa. Estudiábamos en aulas metálicas que nos ensordecían cuando llovía. En los recreos jugaba resorte y futbol. El balón lo teníamos que llevar nosotros. Cuando la cascarita la armaba un niño, las mujeres quedábamos al último. ¡Mano! grité una vez a medio partido. "¡La que te metió el marrano!", respondió un compañero y me centró un balonazo en la cara.Insistía en que la escuela era nociva para la salud. Mis clases favoritas eran hortaliza y ajedrez. En una ocasión, una vaca parió en el patio. La mancha de sangre duró toda la semana. En la clase de química jugábamos con mercurio. Las matemáticas las enseñaba el profesor Carrión. Con él aprendí que una línea es un punto infinito.Regresaba de la escuela acalorada. Comía rápido, jugaba con mis perros y me unía a los albañiles que trabajaban en la segunda planta de la casa. Preparaba la mezcla y escuchábamos Radio Ranchito. Con Timoteo practiqué el albur y la moldura de pecho de paloma.Después agarraba las zapatillas e iba a clases de ballet. Por las noches fui sonámbula. Mi mayor miedo era la sensación de desconcierto al despertar en un lugar distinto al que me había dormido. Una noche me bajaron de la ventana, decía estar llegando a la cima del Everest.Usaba tenis y diadema. Coleccionaba las tarjetas de Los Simpsons, veía los Halcones Galácticos, Garfield y los ThunderCats. No había cable. Rentaba películas en Sears. Los viernes llegaban novedades. Los documentales de animales eran mis favoritos. En las ferias concursaba cuando rifaban pollos. Así llegó Camilo, mi gallo blanco. Murió de obesidad.
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La autora y Camilo, su gallo blanco
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