En 1978, David Netterville estaba destinado como controlador de combate en la base Howard de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en Panamá. El 19 de noviembre por la mañana, Netterville y otros siete recibieron una llamada del comandante que les ordenaba preparar una mochila para al menos 24 horas, sin ninguna información sobre dónde iban a por qué. Más tarde, en una declaración, David contó que simplemente le dijeron que “moviera el culo, preparara la mochila y fuera a la sección de trabajo lo antes posible”.
Poco más tarde, mientras despegaban en un avión de transporte Hercules, le contaron lo que estaba pasando. Una secta había disparado a un congresista americano en un país sudamericano, Guyana, e iban de camino para investigar el suceso. “No sabíamos si había refuerzos y no disponíamos de más información. Fuimos completamente a ciegas, pero dispuestos”, recuerda Netterville.
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Obviamente, lo que se encontró cuando llegó fue un infierno.
En un área ultrarremota de la jungla guayanesa, el equipo de reconocimiento encontró un pequeño poblado de casitas improvisadas. Amontonados en la hierba, había cientos y cientos de cadáveres abotargados en descomposición.
“El primer recuento fue aproximadamente de 400 cuerpos y ningún superviviente”, recuerda. “Pero cada día, el número crecía porque muchos estaban encima de otros… el comando siguió subiendo la cifra de 400 a 500 y luego a 700”.
Los primeros intervinientes, como David Neterville, apenas recibieron información de lo que era Jonestown o de lo que había pasado. Solo se encontraron con la tragedia y la terrible labor de tener que llevar los cuerpos sin vida de todos esos ciudadanos estadounidenses de vuelta al país.
El nombre de Jonestown ha pasado a la historia e incluso a la cultura popular con bandas como The Brian Jonestown Massacre. Pero ver en las fotos la cara de la gente que está a punto de cometer un suicidio colectivo es muy duro. Te das cuenta, de nuevo, de lo terrorífico que fue todo.
Como muchas otras sectas, el Templo del Pueblo comenzó con una doctrina sobre la igualdad que parecía muy bonita. Era una mezcla entre el pentecostalismo y el comunismo que se hizo popular en la California de finales de los 60 —pero, también, al igual que muchas otras sectas, sus enseñanzas quedaban eclipsadas por la debilidad que sentía su líder, Jim Jones, por el poder y las anfetaminas—. A principios de los 70, se enfrentó a varias acusaciones por abusos sexual, lo que probablemente desencadenó la decisión de trasladar la secta de San Francisco a Guyana.
En el verano de 1977, unas 900 personas vendieron todas sus posesiones y siguieron a Jones a una remota jungla al norte de Guyana, donde levantaron un campamento y lo llamaron “Jonestown”. Estaban constantemente bajo vigilancia armada y solo se podía acceder al lugar por avión o por barco —un viaje que duraba unas 19 horas—. Siempre hacía calor y tenían que lidiar con plagas de mosquitos, con escasez de agua y con los sermones pregrabados de Jim Jones, que reproducían constantemente en los altavoces del campamento.
A finales del 77, Jones se había vuelto cada vez más inestable y llegó un punto en el que comenzó a preparar simulacros para un suicidio en masa. Le dijo a su congregación que el FBI estaba preparando una ofensiva y para evitar que los internaran en campos de concentración tenían que sacrificarse.
En octubre, durante uno de estos simulacros, Jones les ordenó que se tomaran una bebida a base de zumo de frutas comercializada como Flavour-Aid, a la que, según afirmaba, había añadido cianuro. Todos hicieron lo que les pidió y cuando vieron que no pasaba nada, Jones reveló que era mentira. Pero, en ese momento, supo hasta dónde estaban dispuestos a llegar.
Unas semanas después, en la tarde del 18 de noviembre, Jones les pidió que volvieran a tomar el zumo y 917 hombres, mujeres y niños consumieron una sustancia que esta vez sí llevaba cianuro. A Jones lo encontraron con una herida de bala en la cabeza, aumentado el número total de muertes a 918.
Muchas de estas fotos fueron tomadas más tarde por Clarence Cooper, un piloto de helicóptero del Ejército estadounidense que fue uno de los primeros intervinientes. Él, junto con un número indeterminado de médicos, agentes del FBI y periodistas, pasaron tres días registrando todo lo que había pasado y aerotransportando todos los cuerpos a Estados Unidos.
Naturalmente, fueron los guayaneses los primeros que descubrieron la masacre y avisaron a la policía, que alertó al Ejército, que decidió que Jonestown era un enclave estadounidense lleno de cadáveres estadounidenses y por lo tanto era un problema de los estadounidenses. No fue hasta el 20 de noviembre, dos días después de la masacre, que el primer avión de Estados Unidos llegó para llevarse a los muertos.
Al principio, los comunicados del Ejército guayanés decían que habían muerto unas 400 personas, lo que sugería que alrededor de 500 estaban o escondidas en la jungla o en la necesidad inmediata de atención médica. Por esta razón, las primeras patrullas pensaban que iban a una misión de rescate.
Según el médico Jeff Brailey (al que enviaron en un principio para administrar antídotos a los supervivientes), en el lugar imperaba un silencio espeluznante que incluso espantó a los carroñeros.
“Solo se puede especular sobre la ausencia de buitres y ratoneros”, decía Brailey en su último libro, The Ghosts of November. “Quizás las aves se dieron cuenta de que los hombres, las mujeres y los niños habían muerto por ingerir veneno… pero su ausencia contribuía al surrealismo de la escena”.
Otro primer interviniente, Wayne Dalton, describe el silencio y la quietud del poblado. “Una de las cosas más inquietantes era que todo estaba muerto: los loros en las perchas, el gorila que tenían, los perros. Todos muertos”.
Sin embargo, en todos los testimonios e informes, desde los de los agentes del FBI, hasta los de los militares que se encargaron de recoger los cuerpos, y los periodistas que más tarde llegaron para fotografiar el lugar, lo que más destacaba era el olor.
Con el calor tropical de Guyana, los cadáveres pronto se abotargaron y llenaron de larvas. A los dos días, muchos de los cuerpos no se podían levantar en bolsas porque se rompían por su propio peso. Para los reclutas, que apenas habían recibido información, transportar 900 cuerpos sin refrigerar desde Guyana hasta San Francisco fue una experiencia terrible y traumática.
“Vi como el último helicóptero que salió de Jonestown tomaba tierra”, escribe Brailey sobre el último vuelo el 23 de noviembre. “Me quedé mirando mientras que unos soldados estadounidenses fatigados y estresados comenzaban a recoger los últimos restos. Los movimientos robóticos repetitivos de aquellos hombres y mujeres mientras cogían las bolsas del helicóptero, caminaban seguidos de cerca por un tractor y depositaban el cargamento humano, estaban acentuados por la falta de expresión en las caras, exentas de cualquier tipo de emoción. Los uniformes estaban empapados en fluidos corporales y sudor, con daños irreparables”.
Sin embargo, sorprendentemente, no todos los miembros de Jonestown habían muerto. Algunos habían conseguido escapar, como Vernon Gosney, un joven de 25 años que se había marchado unas horas antes de la masacre. Pronto, al igual que el resto del mundo, se enteró por los periódicos de lo que había pasado en Jonestown. Para él, las imágenes capturaban algo tan oscuro que se escapaba a la razón, aunque él había vivido ahí y había participado en los simulacros de suicidios colectivos.
“Un psiquiatra vino a la sala del hospital y me mostró un periódico” nos cuenta en nuestro podcast Extremes. “Vi las fotos y me derrumbé por completo. No podía creerlo”.
Hoy día, también podemos imaginar lo que alguien como Vernon pudo haber sentido al enterarse de la tragedia. Esta es la realidad de Jonestown y, viendo las imágenes, caes en la cuenta de hasta qué punto podemos llegar por una mala idea o un semidiós trastornado. Es un aspecto trágico de la naturaleza humana que es fácil ignorar o, quizás, en este caso, simplemente olvidar.
Click si quieres escuchar a Vernon Gosney describiendo su fuga en el primer episodio de Extremes
Este artículo se publicó originalmente en VICE Australia.