Juan Martín del Potro: la Torre de Tandil

Tandil. Por algún motivo todo parecía conectarse. Los amigos de la infancia, las tardes en el Parque Independencia, las jornadas interminables de entrenamiento con el profesor Gómez, las gestas de Mariano Zabaleta, Máximo González y Juan Mónaco como un legado de esas tierras vinculadas con el tenis que estaba llamado a seguir. Y la bola amarilla siendo lanzada hasta lo más alto, a Tandil —palabra usada por los extintos pueblos nómades Het para llamar a las cumbres, pueblos que reinaban ese rincón de Argentina mucho antes incluso que el Mariscal Rodríguez fundara el Fuerte Independencia y con ello la ciudad— para luego ser impactada con furia, justo en el momento en que pareciera que el tiempo se detiene y el dios Cronos da al tenista la oportunidad de asegurar su camino al triunfo con un golpe certero de raqueta.

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Podía ser la cuna y el hogar, un tributo al sacrificio del Cacique Tandil y cuántos otros alcanzados por el hierro conquistador y criollo, o el punto más alto de la bola al ser lanzada en la previa del saque, y también un símbolo de la meta de algún día estar entre los mejores del mundo. La palabra Tandil significa más que un lugar en medio de la sierra para Juan Martín, y probablemente resume todo a lo que le ha entregado su propia vida, y todo lo que se comenzaba a derrumbar como una torre de naipes, cada vez que sus frágiles muñecas no podían soportar el trajín del tenis profesional y le impedían llegar a esa cima que parece llamarlo como si fuese un destino ineludible.

La camiseta de Boca Juniors logrando nuevos títulos y hazañas deportivas eran probablemente el único consuelo para Del Potro, cuando abrumado por la frustración pensaba en dejar de una vez el dolor, no volver a intentar aquello que sólo parecía provocarle sufrimiento, y finalmente resignificar el llamado de Tandil en alguna otra aventura que le deparara el futuro.

Vía Twitter

Parecían abismos insurcables los que lo separaban del vocablo Tandil y toda su resonancia mística, del mágico momento en que la sensación era total y la bola era impactada como una flecha hacia el rincón que trazaba su mirada. Quizás la tarde de ese 12 de agosto de 2016, cuando metía un derechazo implacable que daba un bote rasante y hacía estéril la resistencia del incombustible Nadal, fue un punto de inflexión. Se cerraba la brecha y se oía seco el impacto en el “María Esther Bueno” de Rio de Janeiro. La argentinidad presente en el coliseo explotaba al sentir que su ídolo había retornado del reino de Hades para atacar el Olimpo. Una vez más, Juan Martín había sabido resurgir de los oscuros rincones del dolor y la impotencia, de los días de soledad e incertidumbre, para sentir la pelota, imponer su tenis y transmitir a su gente que podía apalear a cualquiera. Delpo, tras abrazar al derrotado Nadal en la red, estallaba en lágrimas: él mejor que nadie conocía los desérticos parajes que había tenido que transitar para volver a sentir el tiempo empuñando una raqueta. Se desvanecía la posibilidad del oro ante el mecánico relojeo de Andy Murray; el cansancio, expresado en múltiples silces de revés, le pasaba la cuenta, pero quedaba la sensación de que era eso y sólo eso lo que lo distanciaba del oro. El vocablo de los Het había vuelto a resonar en Rio.

Pasadas cuatro rondas de Flashing Meadows, la resonancia del Arthur Ashe —toalla en la cabeza de por medio— parece conectar a Juan Martín con esas infinitas jornadas de infancia pescando en las aguas cafés del Río Salado. En el momento del descanso, su mente es un sereno transcurrir de pensamientos que con liviandad se tocan, pero no se toman. En el clima de Nueva York, una vez más todo vuelve a conectar para Juan Martín y el ambiente se vuelve propicio para detener el tiempo, oír el vocablo, e impulsar la pelota amarilla hacia la gloria del gran retorno.