VICE World News

¿Por qué tantos judíos ucranianos están huyendo a Israel?

Síguenos en Facebook para saber qué pasa en el mundo.

Es otra tarde polar en el este de Ucrania y una gran blanca furgoneta blanca se detiene frente a un edificio de ladrillos en el extrarradio de Dnepropetrovsk, una ciudad de la convulsa región oriental del país. Una mujer de cara rolliza y ojos oscuros se apea del vehículo. Sonríe nerviosamente y contempla los flamantes centros de acogida para desplazados hebreo-ucranianos que se levantan frente a ella.

El conductor de la furgoneta se baja, camina hacia la parte de atrás y empieza a descargar una serie de maletas baratas de plástico. La mujer del rostro rollizo va acompañada de su madre y de su hija. Vienen de Mariupol, una pequeña localidad situada en el margen más meridional del devastado Oblast de Donetsk. Esta noche dormirán en el centro de acogida. Y mañana por la mañana volarán rumbo a Israel, donde proyectan quedarse a vivir para siempre.

Videos by VICE

“Qué duda cabe, nos entristece mucho irnos y dejar a nuestros amigos atrás”, cuenta la madre. A su lado, su madre se seca las lágrimas con las mangas de su camisa. “Pero nos vamos porque tenemos miedo y porque no queremos que nuestros hijos crezcan en un lugar así. Nos importa su futuro”.

Uno se imaginaría que la mujer de los ojos oscuros y el rostro rollizo conoce Israel. Pero lo cierto es que no ha estado jamás. ¿Por qué ahora? Ella se encoge de hombros. Los ancestros de su marido son judíos, asegura. “Vimos que se nos ofrecía una oportunidad y decidimos tomarla”.

Héctor Arroyo, el español que ha vuelto a luchar a Ucrania desafiando a la Audiencia Nacional. Leer más aquí.

En 2015 alrededor de 7.500 judíos dejaron Ucrania rumbo a Israel. En 2014 fueron más de 6.000. Todos ellos siguieron los pasos de todos los judíos que habían emprendido antes, a cuentagotas, el largo camino que separa Kiev de Jerusalén. La mayoría viajó siempre huyendo de las zonas en conflicto del este del país. Primero rumbo al oeste. Y luego, en dirección a Tel Aviv a través del mar Negro.

Durante su largo periplo, muchos descansan en alguno de los recién construidos centros de acogida para ciudadanos hebreos. Para todos aquellos migrantes que tienen vínculos con Israel estos refugios son lugares fundamentalmente prácticos: se trata de edificios modestos levantados sobre calles aun más modestas donde pueden aspirar a que se les de un techo y algo de comida.

Es más, a veces, en también se encuentran con que se imparten clases gratuitas de hebreo. Para los voluntarios que trabajan en ellos, los centros son algo con una función más precisa; se trata de las necesarias piezas de un mecanismo que se ha propuesto rescatar a los judíos ucranianos — y por lo tanto, y de manera más amplia, en un recordatorio de la razón de ser de la nación israelí, que no es otra que preservar, garantizar y proteger el destino de todos los judíos que se encuentren en peligro.

En algunos casos, estos refugios provisionales han sido financiados por las comunidades de vecinos de origen hebreo de cada zona. Se trata de gestos de solidaridad para con sus correligionarios. El año pasado, sin ir más lejos, el rabino de Kiev Mohse Azman anunció sus planes de invertir 6 millones de dólares en construir un “comunidad de refugiados judíos”, en las afueras de la capital de Ucrania. Azman dijo que el refugio se llamaría “Anatevka” — idéntico nombre al de la aldea zarista donde transcurre el multipremiado musical de Broadway El violinista en el tejado. [En el último acto de la obra de teatro, Tevye, el genial lechero judío, y sus hijas, se ven obligados a huir de Anatevka, puesto que se está procediendo a expulsar a todos judíos de la zona].

Claro que otras veces la financiación llega directamente de Israel — y entonces los centros de acogida también hacen las veces de altos en el camino para los israelitas en su periplo hacia la Tierra Prometida. El refugio de ladrillo de las afueras de Dnepropetrovsk ha sido financiado por la Agencia Judía de Israel: se trata de una organización semigubernamental radicada en Jerusalén, cuyo misión consiste en reconectar a los judíos con Israel, en conectarles entre ellos, con su herencia y con su futuro colectivo” — y que organiza los programas de migración conjuntamente con el gobierno israelí. La agencia asegura haber facilitado la migración de más de tres millones de judíos desde 1929.

A finales del año pasado, viajé al este de Ucrania para reunirme con Natan Sharansky, el presidente de la Agencia Judía, quien había volado desde Israel para supervisar las iniciativas de la organización en la zona. Era un día gélido y condujimos a través de Dnepropetrovsk, una ciudad industrial en la que vive el 15 por ciento de la población judía de Ucrania. Se trata, nada menos que el tercer asentamiento judío más grande de Europa. En la década de 1940 alrededor de 20.000 judíos fueron asesinados en los alrededores de Dnepropetrovsk. Sucedió durante la ocupación alemana de la ciudad, durante la Segunda Guerra Mundial.

Mira el documental de VICE News Huyendo del este de Ucrania: el éxodo judío europeo’ (pronto con subtítulos en español):

A la salida del centro de la Agencia Judía hay un grupo de hombres y mujeres que visten gruesas chaquetas de invierno. Están en parejas. Se les han asignado habitaciones individuales. Allí pasarán sus últimos días y sus últimas horas antes de irse de Ucrania. Muchos de ellos no han salido nunca antes del país.

Según contempla la Ley de Retorno de Israel, cualquier persona que tenga antecedentes judíos recientes — bastaría con que alguno de tus abuelos o de tus abuelas fuera israelí — puede aspirar a reclamar a la ciudadanía israelí.. Y no solo la suya, sino también la de su familia entera. Y según apuntan las estimaciones, alrededor de 200.000 ucranianos podrían resultar elegibles. A los candidatos que sean elegidos se les concederá el estatus de refugiados, una consideración que llega acompañada de una serie de prestaciones. Se trata de beneficios que corren a cargo del bolsillo del ejecutivo israelí, y que incluyen, entre otras cosas, el billete de avión a Tel Aviv, pagas en metálico, recortes en los impuestos y facilidades en las hipotecas.

“Me encontré atrapado en mitad de los bombardeos”, me cuenta un anciano de Donetsk. Está sentado en el margen de su cama, en la habitación número 8. “Vi cómo una mujer explotaba en mil pedazos y cómo moría un hombre, asesinado… Llevaba viviendo allí muchos años. Y de repente: ¡bang!”, cuenta. Dice que no ha estado nunca en Israel. Y que hace muchos, muchos años, su abuela le contaba que Dios había esparcido a los judíos por distintos lugares del planeta. Y que lo había hecho con el objetivo de reunirles a todos de nuevo, en el día de mañana, allí, en Israel.

Una abuela se despide de sus nietos, horas antes de que partan rumbo a Israel.

En otra habitación, una mujer llamada Natasha se balancea agitada. Ella y su marido llevan ya dos meses en las instalaciones del centro, cuenta — sin embargo, Natasha no ha podido probar todavía que lleva sangre israelí en las venas. La Agencia Judía le exigió que presentara una serie de documentos, pero ella no tenía ninguno.

“¿Cómo explicarlo?”, dice Natasha. Y se estira la cabellera, un pelo teñido de un color cobrizo, brillante, y cortado en forma de casco. “Resulta que mis padres no estaban casados. ¿Sabes por qué? Pues porque mi padre no quería que nadie nos tomara por judíos ni que nos tratara como a judíos”. Como consecuencia de ello, Natasha no dispone de un certificado de matrimonio que pruebe que sus padres estuvieran casados y que ella es hija biológica de su padre, un hombre que, según ella, era judío.

Con tal de solucionar casos como el suyo, la Agencia Judía le está facilitando ahora el acceso tanto a ella como a todos aquellos que lo necesiten, para hacerse las necesarias pruebas de ADN — en el caso de Natasha, las pruebas de ADN le permitirían demostrar su lazo de sangre con su hermanastra, que lleva viviendo en Israel 20 años.

“No tengo ninguna queja”, dice Natasha cansada cuando ve que me voy. “Me gusta estar aquí”.

En el edificio contiguo al dormitorio de Natasha, en una pequeña cafetería, un grupo de empleados de la Agencia Judía está sentado alrededor de una mesa. Beben té caliente en vasos de papel. La nueva oleada de migración empezó a mitad de 2014, me cuenta Sharansky — coincidiendo con el momento en que estalló la guerra de Ucrania. Desde entonces más de medio millones de personas se han visto obligadas a dejar sus casas. Son los desplazados del conflicto.

De vuelta a Israel, Sharansky, que nació en Ucrania, decidió que Israel tenía que involucrarse más de lo que lo estaba haciendo. El país estaba lleno de personas judías en peligro, e Israel podría ayudarlas de distintas maneras — como, por ejemplo, construyendo refugios y alentando de manera activa a la migración. De tal manera, en la primavera de 2014, la Agencia Judía inauguró una línea telefónica de asistencia para los judíos ucranianos interesados en aprender más cosas sobre Israel.

Una familia de Mariupol llega a un centro judío en Dnepropetrovsk, en Ucrania.

Hasta ese momento, explica Max Lurye, responsable de la Agencia Judía en Dnepropetrovsk, muchos judíos ucranianos de la zona ni siquiera se habían planteado su judaísmo. “No era algo que les interesara ni que les preocupara… Solo ahora, cuando la situación se ha endurecido de tal manera han empezado a entender que como judíos que son existe un lugar en el mundo dispuesto a protegerles”.

Y aquí viene la trampa. En los últimos meses, los miles de judíos que han dejado Ucrania para viajar a Israel han sido zarandeados por los comunicados de prensa israelíes, que les está utilizando como herramienta propagandística para celebrar públicamente el incremento del número de personas que están huyendo de Europa para regresar a la Tierra Prometida.

Se estima que en 2015 fueron alrededor de 7.500 los ucranianos que desembarcaron en Israel para quedarse a vivir. Se trataría, siempre según los datos de la Agencia Judía, de un incremento del 230 por ciento respecto a las cifras de 2013. El año pasado 31.000 personas llegadas de distintos puntos del planeta decidieron regresar a Israel, lo que representaría un incremento del 12 por ciento respecto a las cifras del año anterior.

Sin embargo, la historia de Ucrania no es extrapolable al resto del continente. Muchos judíos que vivían en Francia y en la Europa Occidental han decidido emprender el Aliyah — el término hebreo que se refiere al regreso a la Tierra Santa — como consecuencia del aumento del antisemitismo, o ante lo que consideran como una amenaza del terrorismo antisemita.

Claro que ninguno de los ucranianos con los que he hablado ha mencionado el antisemitismo. Más bien me han contado que la vida en Ucrania es dura — y que se están desplazando a Israel porque es la única salida viable que ven a su problema. A cambio, las organizaciones israelíes han reconocido esta situación como una oportunidad para promocionarse , y se están asegurando de que no falten los billetes de ida, con todos los gastos pagadas, desde Ucrania hasta el aeropuerto Ben Gurion.

“En 2014 fuimos conscientes de que la crisis para los ciudadanos judíos repartidos por el mundo podía estallar en cualquier momento”, puede leerse en la página web de la Agencia Judía. “A medida que el conflicto al este de Ucrania se complicaba, la Agencia Judía se propuso alentar a las personas judías desplazadas por el conflicto a que volvieran a Israel, y a garantizar que lo hicieran de manera segura”.

España concede la nacionalidad a descendientes de judíos sefardíes 500 años después. Leer más aquí.

Y no es que la guerra de Ucrania esté exenta de antisemitismo. A fin de cuentas es un territorio de Europa del Este, donde la historia es caprichosa y en donde los conflictos bélicos modernos han visto rebrotar según qué desfasadas percepciones sobre el papel y la influencia de los judíos. De hecho, es sabido que los dos bandos enfrentados en la guerra de Ucrania han coqueteado con las referencias antisemíticas y con el simbolismo nazi — y que, al mismo tiempo, han acusado al bando contrario de usar a los judíos como chivos expiatorios. No contentos con ello, y de forma totalmente paradójica, ambos bandos también se han reivindicado como los auténticos protectores de los judíos ucranianos.

Poco después de que estallaran las manifestaciones del Euromaidán, en 2013 — que provocaron que miles de personas se echaran a las calles de Kiev para protestar por las concesiones cada vez más insoportables que el régimen del entonces presidente Viktor Yanukovych le estaba haciendo a Moscú — los observadores internacionales detectaron la perturbadora presencia de instigadores neofascistas extraoficiales entre los presuntos manifestantes prodemocráticos. Estos se habrían concentrado específicamente alrededor del partido Svoboda, una formación que ha sido descrita como neofascista y como nacionalista radical — y cuyos partidarios habrían llamado la atención por haber ondeado su antigua bandera, que recuerda bastante a la esvástica nazi.

Entonces muchos temieron que la revolución prodemocrática se transformara en una protesta extremista — y que en la cumbre de la reivindicación patriótico, muchos terminaran, inevitablemente, dirigiendo su odio contra los judíos, una historia que la historia parece empeñada en repetir. Sam Sokol, periodista del Jerusalem Post recuerda un incidente acaecido en Kiev en 2014. Sokol caminaba por las calles de la capital cuando se encontró con una bandera de Slovoda en el suelo, la recogió y se la llevó a modo de souvenir. En un momento dado, se olvidó de que la llevaba consigo. “Entré sin percatarme en la oficina de una organización judía y la secretaria empezó a gritar, convencida de que mi presencia allí era el preámbulo de alguna clase de matanza”. La popularidad de Svoboda ha disminuido desde entonces.

Más recientemente, se han escuchado proclamas antisemitas en algunas manifestaciones celebradas al oeste del país. Además, durante una protesta contra el gobierno celebrada en Kiev, en noviembre, uno de los organizadores se lamentó de que Ucrania estuviera siendo devorada por una “conspiración sionista mundial”. Se trata de la enésima teoría de la conspiración, en este caso, de una que denuncia que el presidente actual del país, Petro Poroshenko sería judío, aunque lo mantiene en secreto. Otro de los oradores, el activista Alexander Borozenets, acusó a Israel de estar intentando “desplegar el estado de Israel en Ucrania”.

‘Aquí no hay trabajo. Aquí no hay nada’.

Muchos ucranianos que viajan a Israel no han salido nunca antes de la exrepública soviética.

Desde el principio de la guerra, un puñado de comunidades judías se han organizado para denunciar la llegada de una contraofensiva antijudía. Así, en febrero de 2014, el rabino de Kiev, Moshe Azman hizo un llamamiento al pueblo judío “para que abandonara el centro de la ciudad y, a ser posible, también el país… No quiero tentar a la suerte”, proclamó. En septiembre de aquel año, varios centenares de judíos abandonaron la ciudad costera de Mariupol, fletados por autobuses.

Sin embargo, también es verdad que gran parte de la población judía de Ucrania se ha sentido completamente ajena a la oleada de pánico antisemita que pareció desatarse — en gran parte porque ellos jamás se habían sentido judíos.

Hace ya varias décadas, durante el gobierno del comunismo, Ucrania había abolido toda práctica religiosa. Entonces las confesiones estaban prácticamente extinguidas. El estado soviético se había propuesto fundar un estado que fuera exactamente así, formado por una sociedad desprovista de religión. Entonces las administraciones religiosas fueron nacionalizadas y las concentraciones creyentes fueron desmanteladas. La comunidad judía ucraniana — que se había pasado años sometida a la discriminación estatal y a las persecuciones y matanzas callejeras —enseguida se pasó a la clandestinidad. Paralelamente, muchos judíos ucranianos se casaron con parejas que no eran judías, y abandonaron su fe con el paso de los años.

A principios de diciembre fui a visitar a una familia que había corrido esa suerte. Tatyana y Pavel vivían juntos en compañía de sus seis hijos en el pequeño pueblo de Polohy. Polohy es una aldea minúscula y anodina — donde el pasto de las casas se ha convertido en una hierba seca y marrón más parecida al tabaco que al césped, un aldea plagada de árboles desnudos, y de calles salteadas por charcos de petróleo. A mi llegada la familia salió a recibirme. Se concentraron en la puerta rígidos e inexpresivos.

Me invitaron a entrar. Tatiana había desplegado una selección de alimentos en la mesa de la parte posterior de la casa. Había salchichas y pan blanco, mandarinas maduras y algunas tabletas de chocolate con leche. Las maletas de plástico estaban apelotonadas en la habitación contigua. En el sillón del comedor, la abuela se secaba las lágrimas con un trapito.

La familia estaba ultimando los preparativos de su viaje a Israel. Ninguno se había subido antes a un avión. “Estamos preocupados y nerviosos”, me comentó Pavel. Sostenía a su hijo en brazos.

Ninguno de los hijos de Pavel y de Tatyana había viajado nunca a una distancia superior a las tres horas en coche desde la pequeña aldea en que vivían el este de Ucrania.

Recuerdo preguntarle a Pavel si creía que iba a estar más seguro en Israel. “Digamos que, en términos generales, lo cierto es que allí también están en guerra”, me respondió suavemente. “No hay nada que me de miedo de las guerras. En realidad nos vamos por nuestros hijos, para que puedan tener un futuro. Aquí en Ucrania, en los próximos 10 o 15 años seguirán sin tener nada parecido a un futuro por delante. Aquí no hay trabajo. Aquí no hay nada”.

Osé preguntarles si alguna vez se habían sentido judíos. Tatyana me contestó con cautela. Me contó que uno de sus abuelos era judío — y que gracias a aquel remoto vínculo toda su familia tenía derecho ahora a exigir el pasaporte. Claro que ellos no eran judíos. “Somos religiosos. Vamos a misa. Y siempre tenemos una Biblia en casa”, me explicaba — y añadió que si en su aldea hubiese habido una sinagoga, pues que ella también hubiese ido.

Unas horas después del encuentro, la familia recogió sus cosas, las cargó en una gran furgoneta, y condujo hacia el aeropuerto de Dnepropetrovsk. Poco antes de que se fueran, algunos vecinos se acercaron para despedirles. Algunos de ellos se pusieron a llorar. Y entonces, de manera espontánea, prácticamente instintiva, se abrazaron los unos a los otros y se pusieron a susurrar una oración cristiana.

En los últimos meses ha brotado algo parecido a una pequeña industria de las cabañas en la zona. Parece que su razón de ser es, precisamente, dar servicio a esta precisa clientela: a ucranianos con raíces judías que llevan años sin practicar el judaísmo, si es que lo llegaron a practicar alguna vez — y también a todos aquellos que necesiten recabar evidencias sobre la procedencia de sus parientes. Evidencias que les permitan entrar en Israel. El año pasado se abrió el llamado programa Shorashim, cuyas oficinas están en Dnepropetrovsk y en Kiev. Este se fundó para asistir a los ucranianos en la búsqueda de sus raíces judías: ya sea en los remotos desvanes de sus casas o en polvorientos archivos del estado; incluso hasta en los registros de la Cruz Roja de la Segunda Guerra Mundial.

Tatyana y su hija se despiden de sus vecinos en Polohy, al este de Ucrania.

Sobre el terreno, podría pensarse que programas como estos hacen que la ayuda que propone Israel parezca, de algún modo, arbitraria y caprichosa. Lo cierto es que, a menudo, en un solo pueblo, solo existe una familia que reúna los requisitos necesarios para poder reclamar el estatus de refugiado israelí — una oferta que llega de la lejana y extraña Jeruslaen, esmerada en preservar un linaje que, en muchos casos, ni los propios ucranianos sabían que existía. La ayuda es tremendamente bienvenida por aquellos que están en posición de reclamarla. Claro que para aquellos que no son judíos no hay necesidad de aplicar.

Le pregunto a Max Lurye, de la Agencia Judía de Dneproptrovsk, si se encuentra con casos de personas que se hacen pasar por judías con la esperanza de conseguir meterse en un avión que se las lleve de aquí. “Pues sí, tal que así, tienes razón”, cuenta. “Sucede de vez en cuando”.

La guerra de Ucrania estalló hace un año y medio. Desde entonces los alto el fuego se suceden en el este del país. Algunos se derrumban tan pronto como se declaran, y otros parecen detener las explosiones. Y mientras ello sucede, los números de ucranianos que vuelan de regreso a Israel, no paran de crecer. Varios ucranianos me han contado que preferirían probar y vivir en un lugar en perpetuo conflicto como el que azota a Israel, que quedarse a expensas de una guerra imprevisible en su país de origen.

Lo cierto es que sus posibilidades de elegir son, inherentemente contradictorias — claro que lo mismo siempre sea más estimulante viajar a un lugar en conflicto donde el cielo esté libre de bombarderos, que quedarse en otro expuesto a la irrupción de cazas entre las nubes. Por no hablar de los incentivos económicos que ofrece el gobierno del estado hebreo.

A finales del año pasado, la Agencia Judía organizó una velada de charlas en Dnepropetrovsk. Fueron organizadas para informar a un grupo de judíos ucranianos indecisos: estos no sabían si volver o no a la Tierra Santa que nunca habían conocido. Las sesiones se celebraron en el centro Menorah de la ciudad, un inmenso complejo de 22 plantas y 450.000 metros cuadrados de superficie, conocido por ser la casa comunal del pueblo judío más grande de Europa.

El mastodóntico complejo fue parcialmente financiado por el multimillonario ucraniano Igor Kolomoisky, el mismo individuo que estaría apoyando a la resistencia del precario ejército ucraniano, famoso por su falta de medios, en su batalla contra los rebeldes financiados por el Kremlin. El periódico israelí Haaretz describió en su día el centro Menorah como “el dedo corazón que separa a los comunistas y a los nazis que intentaron exterminar a sus respectivos vecinos judíos”.

Sharansky, que era el orador principal, tenía aspecto de estar muy cansado. Había volado muy temprano aquella misma mañana y se había pasado el día de reunión en reunión. Claro que habló con la tranquila autoridad de un presidente que se expresa en modo piloto automático: interpeló sin problema a un público de varias decenas de profesionales judíos [o lo suficientemente judíos].

“Quiero entender una cosa”, proclamó entonces un hombre de unos treinta años. “Teniendo en cuenta todo lo que está sucediendo en las fronteras de Israel con Siria, Egipto, el Líbano, por no hablar de Palestina… ¿Cómo afecta eso a los israelíes? Me refiero al hecho de estar rodeados por tantas guerras…”, se preguntó.

“Lo que allí sucede son los ataques terroristas. Pero no tiene nada que ver con lo que sucedía hace 12 años. Entonces se detonaban autobuses llenos de gente”, respondió el ilustre ponente. La muchedumbre asintió.

En las paredes, revistiendo la sala de conferencias, distintos brillantes dosieres publicitaban la vida en Israel. “Simplemente pensad en cuantas generaciones ha habido antes que vosotros”, comentó Sharansky de manera contemplativa. “Ellos soñaron, rezaron e invocaron el día en que esto sucedería. Y ese día ha llegado”.

Todas las imágenes por VICE News

Sigue a Katie Engelhart en Twitter: @katieengelhart

Sigue a VICE News en español en Twitter: @VICENewsES