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Juventud colombiana: entre el gas lacrimógeno y la inanición

Jóvenes bloqueando las calles al sur de Bogot´

Cuando los manifestantes muertos ya no se pueden contar con los dedos de ambas manos, la noticia de una oleada de protestas contra un plan de reforma tributaria en Colombia le da la vuelta al mundo. Algunos analistas —quizás nostálgicos de la Primavera Árabe— se apresuran a diagnosticar la posibilidad de un estallido regional, otros sobrevaloran el rol de la pandemia en el descontento general colombiano. Sin embargo, las manifestaciones, que ya completan un mes, no son “Pandemic-related protests”, como las tituló inicialmente el New York Times.

La pandemia sí afiló las contradicciones sociales y produjo un aumento en varios puntos en el déficit fiscal del Estado –7,8% en 2020–, pero la explosión social que sacude al país duró cocinándose por varios años. La crisis se veía venir como las nubes negras que anuncian una tormenta. La creciente desigualdad, la reactivación de la violencia rural, los asesinatos políticos y las masacres, el desempleo urbano y las propuestas neoliberales de reforma a los sistemas de salud, de impuestos y de educación, fueron todas alarmas que sonaban alto y brillaban fuerte. Y lo que precipitó el aguacero fue el Gobierno de Iván Duque, que desde su inicio saboteó la implementación de los acuerdos de paz con la guerrilla, rompiendo así los débiles lazos de confianza entre el Estado y la población, que empezaban a resarcirse después de varias décadas de guerra civil.

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Paro Nacional Colombia
Miles de manifestantes se congregan en el monumento a los Héroes en Bogotá. Fotografía de Ramón Campos.

Antes de Duque, varios gobernantes criollos sacaron pecho por el crecimiento del PIB colombiano, que llegó a triplicarse desde el cambio de milenio. Sin embargo, al hablar de desigualdad de ingreso y brechas de desarrollo regional, Colombia figura, respectivamente, en los dos peores puestos de América Latina, según cifras del Banco Mundial y de estudios como el IDERE-LATAM. La contradicción entre estos indicadores refleja cómo la gran mayoría de la riqueza que se genera en el país queda en los bolsillos de una ínfima minoría de la población.

Así, desde hace ya mucho tiempo, un porcentaje importante de la juventud colombiana navega entre la informalidad y los trabajos sin futuro, y otros tantos – con menos suerte – se declaran “ni-nis”: los que ni estudian ni trabajan. La situación, de acuerdo con varios manifestantes con quienes conversé durante las protestas en Cali, Buga y Bogotá, es insoportable.

Y lo que añade un insulto al agravio son las propuestas de los expertos cercanos al Gobierno actual para reducir el desempleo, cuya cifra oficial para marzo de 2021 fue de 14%. Proponen, por ejemplo, la legalización de la contratación por horas o el pago de solo tres cuartos del salario mínimo a los trabajadores de 18 a 25 años. Esta última modalidad, bautizada por esos expertos como “salario mínimo diferencial” se justifica, según ellos, pues el salario mínimo en Colombia —unos $247 USD mensuales— es “muy alto”. Su receta es combatir la miseria con precariedad.

Las cuentas alegres del establecimiento no corresponden con la vivencia de un país que lleva años sofocándose entre la pobreza y la violencia.

Nada que perder

El Paro Nacional de noviembre de 2019 fue el primer campanazo. Cientos de miles de colombianos salieron a las calles a manifestar su rabia contra el estado de cosas, las mencionadas reformas y un presidente que parecía no ver más allá de su despacho. La respuesta de Duque fue la represión y achacar los desordenes a una supuesta infiltración extranjera. Dio facultades excepcionales a mandatarios locales para restablecer el orden, lo cual desembocó en una agresiva respuesta policial que causó la muerte de tres manifestantes y dejó más de 200 heridos. Las movilizaciones de 2019 fueron las más concurridas de los últimos 40 años en el país.

El mensaje ciudadano pidiendo cambios estructurales fue contundente, pero llegó la pandemia y la mayoría de la población se concentró en lograr sobrevivir. El país quedó en silencio por unos meses, hasta que el descontento se volvió a desbordar en septiembre de 2020. Esta vez, a raíz del asesinato de Javier Ordoñez, un ciudadano del común que fue detenido por agentes en Bogotá y torturado hasta la muerte en una estación de policía. Un video del violento arresto se viralizó en minutos y miles de personas se volcaron a las calles a protestar.

De nuevo, la respuesta del Gobierno fue extremadamente violenta: la policía abrió fuego contra los manifestantes y mató a 13 personas e hirió a más de 50 con munición letal. Y mientras muchos esperaban explicaciones por la matanza, Iván Duque apareció ante las cámaras vistiendo un uniforme de patrullero para enviar un mensaje de respaldo total a la policía. Así, el Gobierno se reafirmó en su altanería, felicitó a la cúpula militar y calificó a los manifestantes de “vándalos” y “enemigos”.

Paro Nacional Colombia
Una bala de la policía se alojó en el brazo de este manifestante en Buga. Dice que prefiere seguir en las protestas, a pesar de su herida, que volver a la normalidad. Fotografía de Ramón Campos.

Los sucesos del 2020 horrorizaron al país entero. Una cosa es la violencia a la que Colombia está acostumbrada, dispersa en la inmensidad de campos y selvas, donde pocas veces hay cámaras que registren los hechos, y de la cual llega, si acaso, una noticia lejana a la ciudad. Pero el asunto es distinto cuando los pobladores urbanos son abaleados por las fuerzas del Estado ante los ojos —y los celulares con cámara— de todos sus vecinos. La masacre policial del 9 de septiembre de 2020 en Bogotá fue transmitida en tiempo real por redes sociales y emisiones de televisión. El jugueteo discursivo del Gobierno se agotó, el fuego se atizó y la sangre se regó por las calles.

Ese fue el preámbulo del Paro Nacional del 2021. La oleada de protestas que sacude la normalidad colombiana desde el pasado 28 de abril es la continuación del proceso de movilización que empezó en 2019: un movimiento de protesta impredecible, espontáneo y juvenil, sin banderas, “chapas” ni líderes visibles, solo portavoces esporádicos y un mantra común: “no tenemos nada que perder”.

Los que tomamos nota de estos eventos, hemos visto surgir nuevas estrategias de resistencia civil pacífica que en Colombia no se habían visto antes, como la creación de “puntos de resistencia” urbanos: espacios liberados de toda presencia estatal y protegidos por barricadas, donde confluyen distintas expresiones del descontento —desde actos culturales hasta asambleas populares. El más notorio de estos puntos, “Puerto Resistencia”, en Cali, es el destino de un peregrinaje permanente de ciudadanos solidarios con el movimiento, de periodistas y hasta de curiosos.

Paro Nacional Colombia
Miembros de la “Primera Línea” en Puerto Resistencia, en Cali. Fotografía de Ramón Campos.

En los puntos de resistencia por ninguna parte se ven las tradicionales insignias de las centrales obreras o los partidos de oposición, ni tampoco las viejas caras conocidas de la izquierda colombiana. De hecho, se ven muy pocas caras porque los jóvenes que han construido estos espacios han adoptado la capucha como símbolo de hermandad y aguante. Se hacen llamar Primera Línea —emulando a los jóvenes chilenos que protagonizaron épicas batallas contra Carabineros en 2019— y utilizan el bloqueo de calles —el más clásico de los métodos de desobediencia civil— para llamar la atención. A la hora del choque con la policía anti-disturbios, como sacados de una película de Mad Max, van con viejos cascos y gafas de motociclistas, escudos hechos con barriles metálicos o señales de tránsito y guantes de soldador e intentan usar tácticas de autoprotección en bloque heredadas del movimiento autonomista europeo de los años 80.

“Esta es la primera vez que salgo a una marcha”, me comenta ‘El Flaco’ detrás de una mascara de paintball. “Salí a marchar el 28 (de abril) y ya llevo en la calle quince días”. El Flaco, un caleño de 19 años que no ha podido estudiar por falta de recursos, se encarga de la seguridad en “Puerto Resistencia” y se coordina con sus compañeros enmascarados a través de un walkie-talkie. En Cali, para febrero de 2021, la población entre los 14 y los 28 años que ni estudia ni trabaja llegó al 20% de hombres y 34% de mujeres. Miles de jóvenes como ‘El Flaco’ abrazaron con entusiasmo el movimiento.

No dar la espalda

La Primera Línea ha sido protagonista del Paro Nacional, en gran medida gracias a la explosión de la reportería ciudadana en ciudades y pueblos de todo el país. Como en muchos otros países, los medios tradicionales en Colombia dilapidaron su credibilidad al prestarse, durante décadas, a ser alfiles en las batallas discursivas del Gobierno de turno. La tecnología hizo que el noticiero del medio día perdiera su monopolio sobre “la verdad” y la gente se dio cuenta que con frecuencia los grandes medios acomodan su versión de los hechos para apoyar la narrativa de los poderosos. Así, una multitud de reporteros espontáneos apareció para cubrir las protestas y terminó exponiendo ante el mundo el carácter sistemático de la brutalidad policial colombiana. La evidencia de decenas de asesinatos y cientos de violaciones a los derechos humanos de manifestantes hoy tiene contra las cuerdas a los más altos estamentos políticos y policiales.

Desde que comenzó el paro, el flujo de información alimentó la rabia de la población en lugares como el sur de Bogotá, donde cientos de personas se reúnen a diario en el Portal de las Américas, un lugar neurálgico para el transporte de la ciudad. Personas de todas las edades, a veces familias enteras, prenden fogatas y bloquean la avenida pacíficamente. Luego, cuando cae la noche, los jóvenes se enfrentan con el escuadrón antidisturbios, que llega con orden de levantar los bloqueos. Todos comentan que le perdieron el miedo a la policía: ya no se esconden, solo se retiran unos metros mientras se disipa el gas lacrimógeno y, al cabo de unos minutos, vuelven a intentar tomarse la calle. Entre los vecinos que observan la contienda tras las rejas de los conjuntos residenciales, la hostilidad contra los agentes es total y la solidaridad con los muchachos enmascarados es absoluta.

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Una bala del grupo anti-terrorista GOES de la Policía colombiana le atravesó la pierna a Angely, frente a su casa. Los agentes reprimían una manifestación al sur de Cali. Fotografía de Ramón Campos.

“Estamos ayudando como enfermeros de primeros auxilios a la Primera Línea. Les estamos aportando con los “neutralizadores”, y si a ellos o a algún ciudadano lo hieren, estamos aquí para atenderlo”, —me dice un paramédico voluntario y anónimo que viste una bata azul cielo y un casco blanco. La entrevista improvisada se ve interrumpida por una lluvia de gases lacrimógenos que cae alrededor. La gente corre en todas direcciones y el paramédico grita “¡No den la espalda!” mientras levanta personas paralizadas por el gas y rocía leche y vinagre sobre sus caras. Un chico de la Primera Línea es arrastrado hacia la retaguardia por sus compañeros; una granada de aturdimiento lanzada por la policía le aterrizó en el rostro, reventándole el globo ocular. El juego del gato y el ratón sigue hasta entrada la madrugada y las calles amanecen llenas de moscas que desayunan en los charcos de leche rancia.

En medio del caos, Iván Duque, el joven político que el expresidente Álvaro Uribe designó para reparar su legado languidecente, permanece engolfado en una explicación lunática de lo que ocurre. Duque culpa a Cuba, a Venezuela, a Rusia, a la guerrilla, a los narcos, al político de oposición que derrotó en las urnas hace tres años —todos son responsables de este desastre, todos menos él.

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La “Primera Línea” se defiende de la policía anti-disturbios con cohetes navideños. Fotografía de Ramón Campos

“Duque culpa a Cuba, a Venezuela, a Rusia, a la guerrilla, a los narcos, al político de oposición que derrotó en las urnas hace tres años —todos son responsables de este desastre, todos menos él”.

El partido de gobierno (el uribismo) ha rechazado de plano la construcción de una versión imparcial de la historia reciente del país, no ha querido tener en cuenta a las víctimas ni reconocer la participación —en muchos casos, incuestionable— de sus prosélitos en hechos criminales. Y ahora, durante el Paro Nacional, la figura de Álvaro Uribe ha estado en el centro de una agria polarización entre una minoría uribista, cada vez más marginal y agresiva, y el resto del país.

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Munición utilizada por la policía contra los manifestantes. A la fecha más de 50 personas han muerto durante las protestas, según organizaciones de DDHH. Fotografía Ramón Campos.

Ya en el ocaso de su vida, Uribe no esconde la angustia que siente al caer en el basurero de la historia, junto con otros tantos caudillos latinoamericanos de estirpe comparable: Pinochet, Bordaberry, Fujimori, Videla —un destino compartido. “El deterioro de mi reputación, que reconozco y me entristece, no me aparta de pensar en el presente y en el futuro de Colombia, en el riesgo de la extrema izquierda o de las mentalidades permisivas (sic)”, tuiteó Uribe el pasado noviembre.

El humo del Paro Nacional del 2021 aún está lejos de disiparse, pero más allá de los triunfos inmediatos —mantener a raya un “paquetazo” neoliberal y forzar la salida de un ministro—, el costo de herir el orgullo uribista ha sido intolerablemente alto. Más de 50 personas fueron asesinadas en menos de un mes. Jóvenes que nacieron para vivir y para soñar, con sus familias, en sus barrios, y no para volverse mártires en una confrontación a la que la arrogancia de un puñado de dirigentes condujo a todo un país.

Me atrevo a decretar la muerte cultural —que no política— del Uribismo. Entrada la cuarta semana de protestas, la encuestadora Invamer reveló que la desaprobación de los colombianos frente a la gestión de Iván Duque llegó al 76%, el nivel de rechazo más alto a un mandatario en los 30 años que lleva este sondeo. Queda el despertar político de una generación que, a empujones, tuvo que elegir entre el gas lacrimógeno y la inanición. Pero ninguna consigna vale cincuenta vidas, Colombia pagó demasiado cara su dignidad.

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