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Arte: Azuma Makoto  Fotografía por: Shiinok
Ediciones VICE

Chile. El gusto de sufrir

Nos enchilamos hasta llorar pero hasta hoy no sabemos por qué el picante nos gusta tanto. Si somos lo que comemos, ¿qué dice el chile de los mexicanos?

Crecí en una casa donde celebrábamos a quien comiera más picante y donde mi madre, mi abuela, mi abuelo y todos mis tíos acabaron con gastritis. El jardín de mi casa tenía una sola planta: un árbol de chiltepín, una especie de chile pequeño típico del norte de México que le poníamos a todo lo que comíamos. Cada vez que estoy fuera de mi país, busco pimientos o algún tipo de guindilla que pique. Mi madre suele regalarme Miguelitos, Rielitos y Pulparindos, dulces picantes que a nadie más que a un mexicano le podrían gustar. Y uno de mis gustos culposos es comer papas fritas con salsa Valentina, un líquido radiactivo de color naranja que mezcla chiles secos, condimentos, vinagre y ácido acético para conseguir un sabor puramente artificial que ha forjado el paladar de todos los mexicanos desde la infancia. Sea como sea, me gusta enchilarme hasta llorar. Parte de mi identidad se ha construido en torno a la adrenalina que desata la capsaicina, el componente activo de los pimientos picantes. En todas estas experiencias, desde cuando como  xnipec —salsa habanera con limón— hasta jalapeños encurtidos, encuentro una reafirmación de mi valentía, una nostalgia por el hogar y tal vez el único patriotismo tangible que tengo, lo que me une a mis compatriotas: cierto placer en el sufrimiento.

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La dieta mexicana está basada en tres ingredientes de la milpa: frijol, maíz y chile. Este último se ha convertido en un patrimonio biocultural que nos distingue como nación. Un mexicano que no come chile niega ser mexicano, al menos en el imaginario colectivo. El país es un menú pletórico de pimientos picantes, de los cuales se han domesticado por lo menos 100 tipos de la especie Capsicum annum, aunque podrían ser muchos más. No es lo mismo el habanero, de Yucatán, que el costeño en Oaxaca o el amachito y poblano del altiplano. “El chile es nuestra acta de nacimiento. Desde ahí identifican dónde nacimos, de dónde venimos y de dónde comemos”, dice el historiador y embajador de la cocina tlaxcalteca Irad Santacruz.

El chile es un fruto, un vegetal, un condimento, una medicina, un vermífugo, un protector espiritual. Pero desde la academia, los estudios culturales, la gastronomía o la ciencia, realmente se sabe poco de por qué comemos chile y por qué nos gusta tanto, por qué existe, para qué sirve, por qué hay ciertos tipos de chile en México y por qué se usan en ciertas comidas, además de qué factores han hecho posible su permanencia en el tiempo y el espacio. Incluso desde el punto de vista psicológico hay una gran duda: ¿por qué a los mexicanos nos gusta tanto el placer que produce el dolor del picante?

Encuentro una reafirmación de mi valentía, una nostalgia por el hogar y tal vez el único patriotismo tangible que tengo, lo que me une a mis compatriotas: cierto placer en el sufrimiento.

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Araceli Aguilar-Meléndez es posiblemente una de las personas que más sabe de chile en México y aún tiene más dudas que respuestas. La botánica, coautora de Los chiles que le dan sabor al mundo (2019), inició una investigación hace 20 años porque desde 1986 no existía nueva información sobre este pimiento desde el punto de vista botánico ni cultural. Viajó por todo el país para entender de dónde vienen los chiles domesticados. Terminó en la huasteca veracruzana y en Oaxaca, dos zonas con la más alta diversidad de recursos naturales y culturales, donde grupos indígenas como los nahuas, tepehuas y zapotecos aún conservan su lengua, vestimenta y forma de preparar comida tradicional. Si al comer buscamos los sabores que nos conectan con nuestra tierra, el chile nos lleva al origen de todo.

Hasta hoy no se sabe dónde se originaron específicamente los primeros chiles domesticados, aunque México es el país con más tipos del mundo. Hace 6.000 años que los humanos tenemos relación con esta especie vegetal, originaria del continente americano. Sus primeros usos tal vez podrían ser místicos. Los mesoamericanos lo usaban como una planta sagrada para comunicarse con los dioses. En el antiguo Egipto servía para embalsamar a las momias. En ciertas comunidades indígenas, explica Aguilar-Meléndez, no solo sirve para adobar o condimentar; se utiliza para ahumar la casa y quitar malas vibras, en ritos funerarios o para ahuyentar animales como las víboras y ratones. También funciona como protector espiritual. Cuando  alguien cocina tamales, le ponen a la tamalera unos chiles en forma de cruz para que no “se la haga ojo” a la comida y los tamales se cuezan bien.

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Flores del pimiento. X Ray por Azuma Makoto

En México se suele decir que el chile lo cura todo como si fuera una justificación para comerlo. Se dice que el habanero “no quema dos veces”. Que la michelada —una mezcla de cerveza con limón y salsas picantes— es buena para la cruda (resaca). Que el chile tiene efectos anticancerosos, analgésicos y antimicrobianos, que tiene Vitamina A y C, que es bueno para la piel, que ayuda a destapar las vías respiratorias. Hay leyendas urbanas de que inhalar chiltepín ayuda a mantenerse despierto. “A lo mejor sí hay una invención, una forma de identidad de pensar que tienes que comer chile porque hace bien para la salud, pero es algo más sentimental que fisiológico: yo quiero recordar los sabores de mi casa y si en ellos había chile, eso me cura”, considera Aguilar-Meléndez, quien se apasionó por la capsaicina al ver que era un compuesto químico único que ninguna otra planta u hongo tiene. Algunas creencias sobre los beneficios del chile en la salud, sin embargo, sí están validadas por la ciencia: por ejemplo, que regula el apetito y evita la obesidad o reduce infecciones intestinales provocadas por microbios y lombrices.

El chile se consume actualmente en todo el mundo, aunque en algunos lugares como España no pique. Hay chiles frescos enteros, secos enteros, secos en polvo, enlatados en vinagre o aceite, chiles disueltos en salsas crudas y cocidas, adobos y también hay otros como el masala y el vindaloo de la India y el curry tailandés, el kimchi coreano, el hoisin chino, la muhammara turca. Actualmente China es el mayor productor mundial y sin saberlo, muchas veces los mexicanos comemos chiles importados. El fruto del chile, dice Aguilar-Meléndez, produce algo inexplicable en los humanos. “Ya sea al decir que todos comemos chile o en mi casa no se come chile, es algo que nos define”.

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Pero el picante ni siquiera es un sabor. El chef Ricardo Muñoz, investigador de la gastronomía mexicana y creador de los restaurantes Azul, considera que así como el umami —algo realmente sabroso— es ya considerado por la escuela clásica como el quinto sabor, junto con el amargo, dulce, ácido y salado, el picante debería ser el sexto y no solo una característica más de la comida. Hay toda una ciencia detrás de “lo picante”. Hay una serie de aromas y sabores y combinaciones. Si en México existen unas 100 especies naturales de chile, al combinarlas podría haber más de 160 porque es una planta capaz de transformarse en otros sabores que van desde lo amargo hasta lo dulce. El jalapeño se convierte en chipotle o morita. Cuando se seca, el chile serrano se conoce como chile árbol. El chilaca se transforma en pasilla.

El chile es tantas cosas que vive en un limbo gastronómico, pero desde la antigüedad hemos encontrado formas de describir su pungencia, esa sensación de ardor agudo que provoca. En el antiguo náhuatl se clasificaba el picante por su grado de penetración como cococ, cocopatic y cocopalatic: picante, muy picante y picantísimo. Y actualmente tenemos nuestro propio verbo para describir esta sensación: enchilar. Su significado, así como los chiles, es variado. Puede ir desde condimentar con chile, al picor y escozor en la boca y ojos, hasta irritar o enfurecer a alguien.

“El chile es nuestra acta de nacimiento. Desde ahí identifican dónde nacimos, de dónde venimos y de dónde comemos”.

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El chile es una contradicción. A diferencia de los sabores que degustamos normalmente con las papilas gustativas, el picante se percibe a través de los nociceptores o vías del dolor, terminales nerviosas que responden a algún daño o irritación. Al digerirlo, nuestro cuerpo libera endorfinas y eso nos hace sentir contentos. Esa sensación de bienestar incluso genera una pequeña adicción en el cerebro. Siempre queremos más. No se trata solo de una patología dramática, hay una relación fisiológica inmediata entre el dolor y el placer.

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Collage por Azuma Makoto

El historiador Irad Santacruz afirma que el chile no se come para sufrir sino para saborearlo, para tener sabores exquisitos. “Lejos de ser un sufrimiento es un regocijo como mexicano. No lo entenderían en otros lados. Para nosotros, el chile se pinta solo”, comenta. Cuando uno entra en contacto con el picante, agrega Santacruz, empieza a salivar y esto limpia el paladar. La capsaicina ayuda a digerir mejor platillos que siempre llevan la grasa intrínseca. “La comida mexicana es inteligente. Hay una complicidad entre el picante y los platillos, un maridaje perfecto”. El chile siempre acompañará un “excelso platillo” como la cochinita pibil, que aunque es muy condimentada no tiene picante en su preparación y solo se le acompaña con una salsa.

La tradición cuenta que en algunos pueblos de México cuando un hombre pedía matrimonio a una mujer, los padres de la novia preparaban una salsa extremadamente picante que el novio debía acompañar con la comida sin llorar para demostrar su fortaleza y valentía mientras declaraba sus buenas intenciones. Comer chile es un acto de fuerza y resistencia. Es común hacer concursos para ver quién aguanta más. Se suele decir que el “más macho” come más picante y que “el que come chile es porque es valiente para enfrentar a su mujer”. Aguilar-Meléndez y Santacruz coinciden en que las sensaciones que provoca el picante han marcado un orgullo nacional que en muchas ocasiones es también asociado al machismo. La hombría suele ser representada con un hombre comiendo un chile serrano a mordidas.

“La comida mexicana es inteligente. Hay una complicidad entre el picante y los platillos, un maridaje perfecto”.

“El chile debe entrar a las entrañas”, dice Santacruz, quien menciona al chile de campana que “cuando entra pica y cuando sale repica”. La “venganza de Moctezuma”, una expresión que se refiere a la diarrea que tienen los extranjeros cuando comen nuestra comida resume ese orgullo de aguantar más y una superioridad estomacal sobre cualquier otra nación. Aunque el término surgió en realidad por el maíz crudo que ingirieron los españoles durante la Conquista y que derivó en miles de muertes, hoy lo asociamos más a la incapacidad del viajero para comer picante. Como dice el escritor Juan Villoro, “hemos hecho de la diarrea una forma de patriotismo”.

Cuando nací, en 1986, un picante fue la mascota de la Copa Mundial de Fútbol. Se llamaba Pique y era un chile con bigote, sombrero de mariachi y un balón de fútbol. El chile no nos hace mexicanos pero se adapta como ninguna otra comida a nuestro carácter. Comerlo es  igual de dramático y placentero que una canción de mariachi en medio de una fiesta. Es igual de adictivo que la telenovela de las siete, donde todos los personajes aguantan un sinfín de agravios y traiciones en busca de un final feliz. En un país que celebra como nadie en el mundo el Día de Muertos, donde la pérdida se convierte en festejo, el chile resume esa contradicción que nos caracteriza y nos hace quienes somos. Es muy probable que cuando veas a un mexicano llorando en una mesa, sean lágrimas de alegría o que simplemente está enchilado.

Este artículo hace parte de la sexta edición de Vice en Español, Planta: Latinoamérica desde la raíz, en la que tratamos de entender las relaciones que como latinoamericanos tenemos con estas plantas maestras. En los enlaces puedes leer las historias sobre peyote, amapola, tabaco, coca, cacao, ayahuasca y marihuana.