‘Breath of the Wild’ es la aventura de Zelda que siempre he querido vivir

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‘Breath of the Wild’ es la aventura de Zelda que siempre he querido vivir

Centrado en la exploración y la experimentación, el lanzamiento más esperado para Nintendo Switch se ha convertido en mi favorito.

Imagen de cabecera y capturas de pantalla cortesía de Nintendo.

Este artículo se publicó orignalmente en Waypoint, nuestra plataforma dedicada a los videojuegos.

La mañana que me propuse terminar The Legend of Zelda: Breath of the Wild, inicié mi travesía en un pequeño establo ubicado en una de las regiones más pintorescas de Hyrule, unas colinas boscosas frente al mar del este en las que siempre es otoño. Mi objetivo era descubrir varios secretos antes de emprender la marcha hacia el ruinoso y desvencijado Castillo de Hyrule, en el centro del continente, y enfrentarme al desafío definitivo del juego.

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Sin embargo, mientras recorría una cresta con mi caballo en dirección oeste, algo me llamó la atención en la cima de un monte bajo, al otro lado del valle. Algo se movía allí arriba, algo que no había visto antes. Comprobé el mapa. Un estanque con una forma extraña ocupaba la pequeña planicie que coronaba el monte. Había algo en aquella forma que me resultaba muy familiar y que bien valdría una parada.

Mi curiosidad se vio recompensada: tan pronto como alcancé la cumbre y vi el estanque, recordé que, tal vez unas doce horas antes, en una ciudad al otro extremo de Hyrule, alguien mencionó su deseo de visitar este lugar exacto. Y ahora había dos personas, mirándose fijamente desde orillas opuestas del estanque, y era mi deber… Bien, no quiero estropear la trama.

Estando en aquella cima, otro destello en la distancia captó mi atención. Y desde allí, otro. Un estandarte ondeando al viento entre el polvo, o una espada clavada en la ladera de una colina; un destello entre la hierba que tapiza una meseta; un círculo de estatuas gigantescas y deterioradas, mirándose eternamente unas a otras. Una roca en el sitio equivocado. Dos rocas en el sitio adecuado.

En Breath of the Wild siempre hay algo nuevo aguardando en la próxima colina: cuando llevaba cincuenta o sesenta horas de juego, un buen día encontré por el camino un hombre que vendía plátanos, que había adquirido en un pueblo del que jamás había oído hablar. (Poco después fui directo a visitarlo y no me arrepentí).

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No te culpo si mientras leías lo anterior ibas meneando la cabeza con escepticismo. A lo largo de la última década, muchos juegos han hecho promesas similares: "¿Ves esa montaña? Puedes ir allí". A menudo la promesa no era más que un alarde, una forma de llamar tu atención sobre el hecho de que hay montañas en el juego, sin que hubiera una razón por la que quisieras visitarla.

Por la misma razón, yo también me mostré escéptico cuando Nintendo hizo la misma promesa en su nuevo título. Sin embargo, con el tiempo he aprendido que lo que pretende Breath of the Wild no es solo ofrecer una gran extensión de territorio, sino también acompañar esa inmensidad con emociones y experiencias distintas. En este juego quiero subir a la cumbre de todas las montañas porque en cada una hay algo nuevo que descubrir.

Si bien gran parte de la experiencia se basa en un diseño artístico y ambiental absolutamente brillante, lo que eleva este título a cotas estratosféricas es lo que puedes hacer una vez has llegado a un lugar.

En sus 31 años de existencia, la serie Zelda ha demostrado tanto una faceta increíblemente innovadora como una obstinación extrema por ceñirse a sus propios convencionalismos. Al margen de unos cuantos y satisfactorios experimentos a nivel estructural en juegos "secundarios" como Majora's Mask y A Link Between Worlds, los títulos principales de la saga suelen mostrar un patrón básico bastante similar. Parte de la acción se desarrolla en el mundo exterior, pero casi siempre estarás explorando mazmorras en las que encontrarás algún objeto especial que, a su vez, te ayudará a superar una serie de obstáculos hasta que finalmente te enfrentes al jefe y desbloquees un McGuffin. Y vuelta a empezar. Es un sistema sólido pero predecible.

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Pero Breath of the Wild se desmarca de esa estructura. Con un par de horas de juego ya habrás logrado equiparte con todos los "objetos especiales". Cuando dejes atrás la primera zona, serás capaz de invocar bombas mágicas, levantar y balancear objetos metálicos con una runa magnética, fijar objetos móviles sirviéndote de un poder paralizante (estasis) y hacer alzarse columnas de hielo de cualquier superficie acuática. También habrás aprendido el funcionamiento de la energía y dominado la escalada; tendrás bastante claro el funcionamiento del combate, la resistencia de las armas, los contraataques y los impactos críticos con el arco y habrás adquirido un conocimiento, aunque sea limitado, de la temperatura y la climatología, factores que no deben ignorarse en Breath of the Wild. Un Link que pasa frío es un Link ineficaz.

Es este nivel de exigencia inicial el que permite plantear al jugador, casi desde el principio, retos increíbles.

Hay cien "santuarios" repartidos por toda la geografía de Hyrule, con rompecabezas y desafíos cuya resolución se premia con piezas de equipo exclusivas y la moneda divina con la que se recupera salud y energía. Los santuarios son a su vez una suerte de tutoriales mudos: uno de los primeros que encontré me enseñó que si uso estasis sobre un objeto y luego lo golpeo, este retiene la fuerza cinética que le has imprimido y se pierde en la distancia, instantes después de agotarse el poder de estasis. Veinte horas después, utilicé la técnica aprendida para lanzar una roca contra un ogro gigante.

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Esa es la magia de Breath of the Wild. Y tengo cien historias como esa:

Una vez estuve más de una hora buscando una espada concreta porque un muchacho con el que hablé en uno de los pueblos más bulliciosos del juego quería ver cosas del mundo exterior. Cuando finalmente la encontré, la espada estaba surcando los aires, descendiendo por la pared de un inmenso precipicio: se la había arrebatado de un golpe a un esqueleto, cuya cabeza pronto voló en pos de la espada. Salté sobre mi escudo, convertido en una improvisada tabla de snowboard, y fui tras la espada. Sin embargo, mi avance se vio interrumpido por otro esqueleto que había recogido la cabeza del primero y se la había puesto. Tras acabar con el segundo enemigo huesudo, me asomé al precipicio. Lo único que alcancé a ver entre la niebla fue el curso de un río. "¿Por qué no?", me dije, e inmediatamente salté. Mientras caía, buscaba con la mirada un atisbo del fulgor de la mítica espada. Nada… Hasta que de repente, entre la hierba, a muy poca distancia del curso de agua que se la habría llevado para siempre, vi su hoja resplandecer.

En un muelle junto al mar fui atacado por un par de hombres lagarto acuáticos y un pulpo que escupía piedras. Pese a que los hombres lagarto podrían haberse acercado, prefirieron atacar desde la seguridad que les ofrecía la distancia. Al no tener línea de visión, decidí retirarme hacia la bahía mientras el enemigo seguía lanzándome ataques a distancia en amplias parábolas. De repente, el suelo se sacudió y una bestia enorme emergió de las entrañas de la tierra. Los hombres lagarto aprovecharon la distracción para acortar la distancia que nos separaba, me rodearon y empezaron a pincharme con sus lanzas. Presa del pánico, dejé caer una flecha de fuego y a los pocos segundos la maleza que había alrededor empezó a arder. Intenté saltar para salir de allí y entonces me di cuenta: el fuego genera calor, y las masas de aire caliente se elevan. Impulsado por ese aire en ascenso, mi paracaídas se hinchó y me alzó a una distancia segura. A partir de aquel día, utilicé este truco en muchos otros encuentros.

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Hay mucho que hacer en Enventide Island… si llegas a encontrarla.

Una vez me enfrenté a un enemigo que pegaba la espalda a la pared para evitar que mi bumerán volviera a mis manos; en otra ocasión, en un momento desesperado en que necesitaba flechas de fuego y no tenía ninguna, comprobé que era posible encender una fogata con pedernal y algo de madera y prender la punta de una de mis flechas normales con las llamas de la hoguera.

Por todas esas razones, Breath of the Wild parece un digno descendiente de títulos como Far Cry 2 y Dragon's Dogma. El juego ofrece una libertad para experimentar que recuerda las mecánicas de creación de hechizos de Morrowind, y premia la capacidad de predecir los comportamientos del enemigo y el entorno como lo hacía Shiren the Wanderer. Que conste que no hago estas comparaciones a la ligera. Breath of the Wild no solo aspira a ser como esos títulos de mi canon personal de favoritos, no solo me recuerda a ellos, sino que forma parte ellos.

Durante aproximadamente sesenta horas, Breath of the Wild me dio libertad para ejecutar toda clase de planes (sinceramente) patéticos sin llegar a aburrirme en ningún momento. Genera esa clase de historias retroalimentadas que consiguieron que me enganchara al mundo de los videojuegos. Y lo mejor es que, después de tantas horas, el juego seguirá sorprendiéndote.

Pese a todo, Breath of the Wild tiene algo que ninguna lista detallada de las características, los sistemas o las mecánicas del juego va a poder reflejar. Algo muy difícil de transmitir con palabras y que va a mantener ocupados a críticos y fans durante buena parte del próximo mes.

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He aquí mi aportación: tras unas pocas horas de juego, me dirigí al este, hacia los dos enormes macizos montañosos conocidos como Dueling Peaks. En la distancia, entre el suave tamborileo de la lluvia y el murmullo del río cercano, oí una melodía, y poco después divisé varias luces entre la densa bruma. Subí a una colina para tener una mejor perspectiva y desde allí vi claramente una enorme cabeza de caballo de madera que sobresalía por encima de una pequeña estructura. A medida que descendía, la música se hizo más fuerte y a ella se sumó el murmullo de varias voces.

Un perro ladró, y al mismo tiempo el sol se abrió paso entre las nubes, iluminando el establo y los campos, las ruinas y las extrañas máquinas que había en las cercanías. Decidí terminar mi primera sesión de juego en aquel establo. Alimenté al perro y probé a cocinar nuevas recetas que había aprendido. Charlé con los personajes que allí se encontraban y me reí de sus chistes (y a veces, también, de sus egos). Contemplé relajadamente el paso de una tormenta en la distancia. Fue la primera vez en que realmente he sentido que verdaderamente vivía el descanso del aventurero.

Es precisamente ese efecto, ese placer que produce simplemente estar ahí, lo que permea cada minuto de juego en Breath of the Wild. Y por muy mágico que parezca, no deja de ser el fruto de muchas horas de trabajo duro impecablemente ejecutado y de grandes dosis de talento. Breath of the Wild pone mucho mimo en el paisajismo, la expresividad de sus personajes. Sus creadores diseñaron la hierba para que se meciera al viento y atrapara la luz de una forma deliciosa. Sus guionistas y localizadores amasaron una historia ya conocida una princesa, un héroe y un enemigo hasta convertirla en algo extraordinario e inquietante, en una historia de profecías no cumplidas y de arrogancia.

Nintendo ha calificado este juego de "aventura al aire libre", una descripción paraguas bajo la que se engloban infinidad de juegos japoneses de bajo presupuesto. No pude evitar poner los ojos en blanco al leer esa descripción. La industria de los videojuegos ha ido mermando progresivamente el poder de la palabra "aventura" a base de tanto usarla. Afortunadamente, y por una vez, Breath of the Wild honra el término y lo eleva a su esplendor perdido. Por primera vez en muchos años, no tengo la sensación de estar simplemente matando enemigos o buscando tesoros. Por primera vez siento que realmente estoy de aventuras.

Y todavía queda mucho trecho por recorrer. En Breath of the Wild no es posible hacer un "viaje rápido" a unas ruinas, un pueblo o un lugar concretos, sino al santuario más cercano. Esto implica que, cada vez que llegas, siempre vas a ver tu destino final frente a ti, en el horizonte, ya sea una vibrante ciudad en la cima de una colina, un oasis en pleno desierto, un laberinto en medio del mar o una pequeña aldea de pescadores con árboles tropicales. Siempre hay un camino que viajar.

Traducción por Mario Abad.