Como una parada en el arco del dolor, algunos aficionados del baloncesto han empezado a recoger firmas para promover el cambio de silueta del logo de la NBA. Quieren sustituir a Jerry West por Kobe Bryant. Difícilmente ocurra, pero suena razonable. Hay una diferencia importante. West tiene 81 años y está vivo. Kobe tiene 41 y está muerto.
En la próxima primavera, West doblará en edad a Kobe para siempre, que ya se detuvo. También hay similitudes, una de ellas fundamental. Ambos son leyendas, aunque hay varias leyendas más potentes que ellos. Ambos son Lakers. Fue West, en funciones ejecutivas dentro de la franquicia angelina para ese entonces, quien trajo a Kobe al equipo en el draft de 1996. Y ambos son hermosos de un modo apabullante y radical.
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Es la condición estética lo que hace que el cambio de logo no parezca únicamente una iniciativa impulsada por la frustración y el desajuste de los hechos que provoca una tragedia. La belleza vuelve sensato y asimilable lo que la muerte por sí sola convertiría en exagerado o ridículo.
En el logo actual de la liga, West parece bailar. Es un hombre que se curva, casi desbalanceado. Semeja un filamento que se tensa, un cuerpo aparentemente confuso, que avanza lánguido pero determinado, con una carga encima, que le entra por el costado. Pasados los años, esa carga puede ser vista como la carga del fracaso, pero se trata de una fuerza sugerida, que en el logo no se ve. Era única su forma de desplazarse en la cancha. West disputó nueve finales, ganó solo una. Es un mito, y su apodo es «Mr. Clutch», pero la NBA está representada por la figura de alguien que técnicamente sería considerado un perdedor.
Esa es una decisión magnánima, y también artística, que no toma en cuenta solo los números, sino la gracia inaudita de los movimientos de West. Es una imagen melancólica, hasta cierto punto. No estridente, no victoriosa, no explosiva, y en principio no parece estar relacionada al vigor intrínseco del deporte, o a los ejemplos de ímpetu que el deporte parece destinado a transmitir.
He visto por ahí otros posibles logos no oficiales de la NBA: el momento final de la clavada de Michael Jordan en la que despega desde la línea de libres y rompe la gravedad y le saca a los flashes boquiabiertos de los noventa su lengua verdulera de animal de fin de siglo; e igualmente algún recorte al vacío de cierto porte grave de Lebron James, sin mayor épica que su propia altivez como músculo vivo de dios en la tierra. Uno captura una volcada excepcional, el otro una parada ordinaria, pero un logo no debe estar compuesto solo por una de estas cosas, debe estar compuesto por las dos. La belleza puesta en función de una acción intrascendente, de un paso común.
Creo que driblear receloso al borde del perímetro, en los segundos cargados de pensamiento que anteceden al zarpazo ofensivo, puede ser la acción más atractiva del baloncesto. Una mezcla de reflexión y cadencia dormida, elegancia mesurada, la mano hablando nada con el balón en una caricia áspera, soltándolo y trayéndolo del tabloncillo a los dedos como una rueca de trazos y fintas que hila la madeja de posibilidades antes de que el base o el alero o el escolta le pase a un compañero, o avance y salte con el balón y lo acompañe hasta el canasto, o bien lo deje ir en ese lapso en el que el balón no pertenece ni a la mano ni al tablero ni al canasto, sino al ojo. Sale del ojo exquisito del tirador, lo sostiene en el aire el ojo acuoso del espectador, lo buscan y lo atraen hacia sí los ojos bruscos y atentos de los reboteadores.
Cada hombre tiene una sombra; algunos tienen silueta. La sombra de Kobe Bryant es espesa, pero una sombra no dice nada que no haya sido dicho antes por la expresión rígida del cuerpo. La sombra de un deportista es su estadística. Kobe ganó cinco anillos de liga, fue dos veces MVP de las finales, fue una vez MVP de la temporada regular, anotó 81 puntos en un juego, promedió más de 35 puntos por partido en una campaña, jugó siempre en el mismo equipo.
Es tautológico escribirlo. El que lo sabe, ya lo sabe. El que no lo sabe, no lo entiende. Una característica del número es que pierde emoción a medida que aumenta, pero el número es siempre traducible. La cifra es un dado que se agita para que resuene en él la voz del muerto y nos salga su cara última en el tiro de suerte. Una silueta no es más que la sombra esculpida con el cincel del movimiento. Jerry West es una silueta, Kobe Bryant también. Esa explica por qué la figura de Kobe pudiera convertirse tanto en el logo de la NBA como por qué su muerte sacude de igual manera fuera del perímetro acotado del baloncesto, excede los límites del juego.
A menudo hay fanáticos que en la conversación sobre el mejor baloncestista de la historia mencionan a Kobe Bryant junto a Michael Jordan y Lebron James. Eso es, en rigor, un despropósito, y hay solo un motivo que lo justifica, uno intangible: la belleza. Que es la capacidad física que tiene un objeto o cosa real de convertirse en imaginación. Probablemente no sea siquiera Kobe el jugador más determinante que hubo en la NBA entre los reinados de Jordan y James, sino los regentes Tim Duncan y Shaquille O´Neal, pero sí es suyo el molde original, un estilo que se volvió abstracto, el primer estilo, el rasgo absoluto, la forma principal de la virtud.
Algunos podemos decirnos sin atasco (yo tenía un poster de Michael Jordan en mi taquilla del preuniversitario; Lebron James y Kawhi Leonard son mis jugadores preferidos en la tierra) que los movimientos más lindos que se han visto en una cancha de basket pertenecen todavía a Kobe Bryant. Hay muchas narrativas en lugares perdidos bordadas ilusoriamente alrededor de las jugadas de este hombre. Aún hoy voy yo caminando por la calle y de repente empiezo a driblear y ejecuto algún tiro cualquiera y digo en un susurro, sin saber lo que digo, como un rezago de grabaciones granulosas que hace muchos años veía en casetes VHS, hundido en la tranquilidad del municipio: ¡«Kobe Bryant, unbelievable!»
Los negros magníficos y descalzos de mi pueblo jugaban en la cancha de cemento del barrio Fundición. Una cancha hermosa, despejada, con el cielo azul al fondo y el asfaltocaliente por la caída a plomo del sol justiciero. A un lado, unas gradas de cemento pintadas en los bordes de un color terroso, y detrás la calle rota, inundada por las fosas albañales. Al otro lado, una casa de madera: tablones marchitos y un techo de zinc a dos aguas. Levantada, la casa, sobre las otras gradas, que como norma estaban vacías, pero ejemplarmente dispuestas, construidas de modo gentil para una afición inexistente, una afición de la que jamás tuvimos noticias y que no fue nunca a presenciar los fervorosos partidos callejeros de los basquetbolistas de Cárdenas, siendo así como se llama mi pueblo.
Yo primero me resignaba a mirar, tenía muy poca edad, pero luego, naturalmente, participé, y no había afición, ni premios, ni, que se supiera, futuro alguno, pero había un afán constante de fabulación vertido las más de las veces en la horma Kobe Bryant, como si el magma de supercherías, anonimatos, risotadas febriles e ilusiones truncas que conforman el sopor crepuscular del municipio alcanzara para todos una forma deseada y comprensible solo cuando aquellas jugadas se comparaban o simulaban leerse a través del lenguaje Jordan, a través del arquetipo Kobe, cosas así.
Lo que quiero decir es que nadie se ve a sí mismo desde afuera, y mientras nadie me enseñe un video, yo siempre he sentido que me muevo en la duela con la destreza de los ídolos. Justo ese tipo de engaño candoroso es el que te hace practicar o el que justificaba que te rompieras las rodillas contra el suelo. Tenía un amigo que con canastas decisivas siempre gritaba «Fuck». Le pusieron El Fakiu, y no sé dónde estará ahora, tampoco sé si con los años habrá vuelto a jugar basket de nuevo, pero seguramente la muerte de Kobe Bryant nos puso a ambos a pensar en las mismas cosas por estos días.
No hay ningún otro basquetbolista de este siglo que pueda pisar tan firme, de modo tan extensivo, ni que pueda ser tan ferozmente aplaudido en esa cancha mental abierta. Sospecho que la reticencia que algunos tuvimos en aceptar alguna vez la inobjetable superioridad de Lebron James, el modo en que parece ser el jugador más inteligente que ha saltado nunca a la pista, se debe a ese grotesco vendaval físico de su juego, la contundencia casi involuntaria de un bólido prodigioso e imparable, alguien virulentamente desaliñado que no podía hacer otras cosa que arrollar, lo que lo alejaba del estilo Kobe, porque al cuerpo de Kobe no se le conoce un gesto desobediente que haya podido escapar alguna vez de su armonía general y su presencia apolínea.
Con los años y el desgaste, James ha suavizado el ritmo de sus embestidas, y se ha convertido en un estratega sin par, siempre frente al mapa de operaciones, pero él es su propio molde, uno que no sigue ningún compás o métrica musical íntima. La virtud de Kobe, como jugador envasado al vacío, lo vuelve un antecesor de los ganchos de los setenta, de los triples de los ochenta, de las volcadas de los noventa, de los step-back o euro-stepactuales y de las filigranas de los dos mil.
El crossover de Kobe tiene un desconcertante punto de equilibrio entre arrabal y clasicismo, entre slang de guetto y jerga victoriana. No era Allen Iverson ni Jason Williams, medía 1,98 metros. No podía agacharse demasiado, los ojos fijos, una lentitud congelada antes del amague. Las bandejas las depositaba con extrema suavidad, como quien trae un cristal entre las manos y recogiera el gesto a última hora.
Kobe explotaba en las volcadas, fue campeón de un Slam Dunk, pero contrario a cualquiera de los jugadores explosivos de hoy, esa explosividad no lo dispersaba, sus esquirlas caían parejas. Le fue dada la distensión y la velocidad del elástico, la distancia de lo que se estira y se recoge sin quebrarse. Si uno ve a Russel Westbrook, si uno ve a Draymond Green, si uno ve al viejo Derrick Rose, si uno ve, incluso, a James Harden, va a notar que esos cuerpos de algún modo se descoyuntan después de la clavada. Una mano sale para aquí, otro pie cae por allá, las partes van llegando al suelo por tramos, y esa caída los desequilibra.
Hoy el jugador más elegante de la NBA se llama Paul George, y eso se debe a que pertenece como nadie a la escuela estética de Kobe Bryant. El otro tipo de elegancia total indiscutida, es decir, alguien que domina con técnica magistral y mano grácil cada una de las facetas del juego, le corresponde a Kevin Durant, pero su altura y sus largas extremidades lo vuelven un jugador prístino, mágicamente empolvado, que remite a Wilt Chamberlain o a Kareem Abdul Jabbar, como si Durant jugase en blanco y negro o fuera un disco de acetato allí donde todos entran a la arena con audífonos Beats y dispositivos de Apple.
Kobe fue siempre, como Jordan, una banda en vivo, y si Jordan no fallaba en el momento definitorio, a Kobe no le importaba fallar o no, el tiro era igualmente suyo. Tracy McGrady ha declarado que años atrás, antes de convertirse en padre, Kobe le decía que quería ser mejor que Jordan y que quería morir temprano. Ese era el gusano blanco de la ambición royéndole el hueso intacto de la juventud. Lo que tiene Kobe es que fue «absolutamente moderno», y aún lo sigue siendo, cuando buena parte de los productos de la globalización que llegaron como él a cada latitud posible ya no solo parecen obsoletos, sino emocionalmente inservibles, reciclados para la nostalgia paralizante.
Kobe entra por la derecha, ataca el aro pasado y se voltea de nuevo para encajar el balón y mirar de frente su volcada. La pantaloneta ancha, la camiseta levemente holgada, la sudadera amarilla en el antebrazo derecho. Parece haber muelles tímidos en sus pies, algo que le acolchona la furia y le atempera sus fuerzas.
En el jumper, Kobe se suspende, la línea general de su cuerpo se curva y es perfecta, el tiro sale cuando él viene cayendo, casi como si no fuera a salir, casi como si él no fuera a caer, el dedo índice es el último punto que entra en contacto con el balón, lo dirige desde la costura, lo encamina, lo acompaña hasta donde puede y lo despide, ese dedo índice en algún momento se va a lesionar, el arco vuelve a erguirse, Kobe da unos pasos atrás, como también los da en los triples con parábola alta o luego de sus coreográficos amagos en el poste, como los dan, en realidad, todos, porque todos son excelsos en esa liga, pero él los da como si no hubiera nadie más alrededor.
Y esa es, al cabo, la razón final de la belleza. Kobe está en función del juego, del resultado, del deporte, pero uno también puede vaciar la cancha, el auditorio, y mirar desde un hueco a Kobe Bryant pasearse solo por ahí, como un logo imbatible que se mueve por su cuenta, algo diseñado a cada paso, constantemente pulcro.
Ahora baja el balón con la izquierda, como una extensión del cuerpo. Se apoya en el talón izquierdo, el pie derecho tendido hacia atrás, abiertos los cinco dedos de la mano derecha, lleva una media púrpura en ese brazo, la boca apenas una mueca, el cuello firme, ya rapado al cero, ya sin corte afro, avanza en diagonal como todo hombre astuto, la mirada panorámica enfocada en el resto de los jugadores, a quienes tendría por delante y que, sin embargo, no se ven, porque no se pueden ver, en un logo el jugador va contra el Uno, va contra el absoluto.
Parece un animal en una pradera que por lo pronto busca tranquilo alguna cosa prometida, sin rivales, sin compañeros, sin banquillo, sin entrenadores, haciendo lo suyo con un foco encima durante los 48 minutos que dura una función de baloncesto, persiguiéndole cansado el ojo acuoso, tal como se persigue en vano una estela fantasmal.
* Carlos Manuel Álvarez nació en Cuba, en 1989. Es periodista y escritor. Fundador de la revista El Estornudo. Ha publicado los libros La tribu (2017) y Los caídos (2018). Puedes seguirlo en Instagram (@cm_alvarez89).