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Cultură

Aquila non capit muscas – La Zapatilla Cósmica

El lúgubre mundo de la retifilia deportiva juvenil.

Verán, a mi hijo se le ha puesto entre ceja y ceja que quiere unas deportivas Vans, y su madre, que de estas cosas sabe un rato, insiste en que durante una de mis visitas pactadas me ocupe yo del asunto. No puede ser más difícil que pillarle unas Geox o unas de Decathlon, me las prometo. Membrillo de mí, paso por alto un pequeño detalle. El menda tiene nueve tacos, y a los de esa edad, hoy en día, ya les han llenado la cabeza de porquería. Aunque por fuera lo parezca, no es un niño. Es una máquina de gastar. Es un consumidor. Y no en potencia precisamente. En un brinco cuántico que ni el Sinclair QL tendría pelotas de calcular, se ha plantado de los Gormiti y las chuches en el calzado deportivo de marca. No sólo quiere unas Vans, quiere un modelo específico de Vans. Ese y no otro. Innegociable. Una primera tentativa se resuelve infructuosa. O no disponen de su número o se les ha agotado el dichoso modelo, que, me entero, no es otro que el Washed Checker Slip-On, color Charcoal/Black. Con lo fácil que habría sido numerarlo. Pienso por un momento en meterle una trola al chaval, decirle… ¡qué se yo!… que ya no fabrican ese tipo de Vans, que por fin somos independientes en Cataluña y que a partir de ahora solo espardenyas, no, mejor aún, que Hulk Jr. ha pasado antes por todas las tiendas en busca del mismo modelo y que al probárselo ha ido reventando pares hasta acabar con las existencias. Menudo canalla estás hecho, me recrimina la conciencia. Habrá que seguir intentándolo, la apaciguo.

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Rastreo en Internet establecimientos donde proseguir la búsqueda, y entro así en contacto con el Maravilloso Mundo del Fetichismo Adolescente de Zapatillas. De seguir vivo, Krafft-Ebing tendría que reservarle un capítulo en su Psychopathia Sexualis a esta moderna variante de la podofilia. Qué lejos quedan aquellos tiempos en que uno se la pelaba acariciando un elegante zapato de señora. Lona y caucho han sustituido al tafilete, las suelas planas de dos dedos de grosor al estilizado tacón picudo. Nada más áspero y antisexy que unos calcos deportivos. Sin embargo, en la pantalla, descubro todo un universo afectivo en el que chicos y chicas se declaran prácticamente rendidos a sus Vans. Ni que tuvieran vida propia y en vez de oler hablaran. Dicen ser fans de las Vans, como quien lo es de Shakira o de Messi. Las desean. Las coleccionan. Las reifican. Las a-do-ran. Hablan sobre ellas, ¿se dan cuenta?, y lo más preocupante no es eso, sino el que inviertan un tiempo precioso en hacerlo. ¡Por Manolo Munchkin y todos los remendones habidos, sólo son baaaaaambas! Hasta de la posmodernidad se polemiza a cuenta de las Vans: “No voy a descubrir ahora lo que significan unas Vans en los pies de cualquier moderno que se precie”, dice uno. “La democratización de la ropa de deporte, camuflada como ropa urbana”, tercia otro, “ha puesto las zapatillas de toda la vida en el objetivo de todos. Así, lo que en inicio era herramienta de skater, ahora es para modernos o para los que no quieren atar cordones”. Qué aliviado me quedo, sabiendo que mi hijo es más vago que moderno. También ofrecen consejos, de los que tomo buena nota por la cuenta que me trae. Hay una tienda Vans en la ciudad, pero, cuidado. Me las tendré que ver “con una chavalada abrumadora que busca gastarse los cuartos aun pasando sobre tí”  y “unos dependientes que, como saben que no tienen que hacer nada para que se vendan los productos, exhiben una actitud de pasotismo total”. Mon dieu, si yo solo quería comprarle llantas nuevas al niño. Mejor dejar la vantienda para cuando se hayan agotado las otras opciones. Me lo pateo todo. Tugurios skate de la calle Tallers, zapaterías tradicionales de Paseo de Gracia y, haciendo de tripas corazón, antros modernos con encargado pedorro que, convencido de que Le Coq Sportif es lo más, me examina con disgusto cuando pregunto por unas plebeyas Vans. Que te den, moñas. Encamino ya pesaroso los pasos hacia la vantienda cuando El Corte Inglés emerge ante mis ojos como un islote en la ruta errante de un náufrago. Normalmente no pondría los pies en ese espantoso lugar ni amenazado de muerte, de hecho creo que la última vez que estuve allí fue en 1962, cuando se inauguró, y obligado por mi madre. No obstante, la posibilidad de evitar ser inmolado en la vantienda por una muchedumbre de niñatos consumófagos y dependientes con complejo de Bartleby no me deja alternativa.

Una epifanía me estremece, hasta creo vislumbrar una aureola mariana a su alrededor, cuando la señorita que nos atiende regresa al cabo de unos segundos portando una caja en sus manos. ¿Serán las Vans que andamos buscando? ¿Le quedarán pequeñas? ¿Aparecerá un comando de niñatos y nos las arrancará sin darnos tiempo a reaccionar? No quepo en mi de angustia, créanme, hasta que la tapa es apartada. Ha habido suerte. Son ELLAS, le caen de putifá y no hay vanmaníacos a la vista que puedan pegarnos el palo. Benditos sean los hermanos Van Doren e Isidoro Álvarez. Salgo del Corte Inglés con la sensación de haber dado con el Grial. También con sesenta eurazos menos en el bolsillo y una frase pululando en la cabeza: perdón por haber nacido. La dice un amigo mio que está chalado cuando la vida o las personas le desconciertan. Y yo ahora mismo estoy más desconcertado que Dinio en la noche. Dicen que no es fácil ser santo, pero menos aún lo es ser padre cuando, por mucho que hagas para evitarlo, descubres que tu hijo puede que no acabe cura ni yonki, pero sí esclavo de la Zapatilla Cósmica. Esa que nunca se cansa de patearnos el culo para ver cuántos duros cagamos.