Me preguntaron recién si los últimos acontecimientos en Cuba —las protestas ciudadanas, la represión política, la crisis social, el encarcelamiento de artistas que al mismo tiempo son amigos— polarizan los intereses del escritor, y he dicho que sí, naturalmente, son momentos que te absorben, sobre todo porque, contrario a Lezama, que frustrado en lo esencial político se refugió en cotos de mayor realeza, yo no tengo ningún otro lugar en el que refugiarme. Mi conocimiento viene de la ignorancia, mi plenitud de mis limitaciones, y la calma de la furia. Lo que me gusta y lo que no me gusta está a la misma distancia, y me incide de la misma manera lo que conozco y lo que no.
Me parece que en situaciones de ese tipo, donde se establece una nueva jerarquía de intereses y hay un quiebre del tiempo político convencional, por decirlo de alguna manera, pretender que lo que está sucediendo no te ocupe la atención es un ejercicio de cálculo muy típico de la posmodernidad, plaza en la que se levanta un monumento al cinismo en cada esquina y donde constantemente se intentan diluir las cuestiones políticas, es decir, las cuestiones públicas o colectivas, en formas tediosas de la diversión. El momento «tiempo-ahora», como llama Walter Benjamin a la ruptura de la linealidad histórica, significa justamente una ampliación de la conciencia individual, y eso es lo que he experimentado cuando me he involucrado en cuestiones de esta índole.
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La libertad, a fin de cuentas, no es otra cosa que la multiplicidad de la experiencia, de ahí que la lectura y el ejercicio imaginativo de la resistencia sean las principales rutas de acceso a esa fiesta íntima de los sentidos. La configuración afectiva que establece las relaciones sexuales como una forma de amistad entre los cuerpos, y la relación entre amigos como una mermelada lujuriosa comprometida con la virtud conjunta de la posesión y la entrega. A su vez, la escritura, la familia y la competencia profesional, o sea, el merecimiento de la institución, son siempre en algún punto manifestaciones de esclavitud.
Para que un texto sea literario tiene que producir básicamente lo mismo que produce la libertad trabajando en el individuo, un desajuste temporal que se expresa como una leve taquicardia, como un tic en el párpado o como un gesto discreto de ansiedad, características todas de los muertos que parecen vivos y de los vivos que parecen muertos. William Saroyan lo dijo así: «Nunca he sabido gran cosa, pero siempre supe, desde el principio, que algo vibra continuamente». De un texto lo peor que se puede decir —y se dice mucho— es que es muy contemporáneo. Lo interesante de la literatura, la libertad y el sexo son sus manifestaciones últimas de oficios anacrónicos. Si uno establece un pacto con lo leído, si uno está dispuesto a asumir lo que lee, uno inevitablemente va a colocarse en una zona de desobediencia civil. Una de las cosas en la que puede ayudarte la literatura es en el sostenimiento de la incomodidad, puesto que evidentemente hay razones para que estemos constantemente molestos.
A pesar, o gracias a cualquier apunte, creo en el poder transformador de la palabra. Leer a Isaak Babel: «Sobre la ciudad vacilaba la luna sin patria», y entender ahí, por ejemplo, que no quería convertirme en el vocero cómplice de una dictadura. Me fui de Cuba dos años después de graduarme de la universidad, con sus cinco largos cursos de Periodismo. Una carrera que, en La Habana, significaba sobre todo asustarte. El panfleto, la propaganda, la ideologización partidista del lenguaje. Llegó a irritarme la gente, la televisIón, la radio, el mar, el sol del mediodía, y es aquí donde, en la persecución de la libertad, asistimos a una reivindicación del odio como máscara beligerante y sustancia exquisita del delirio.
Aterricé entonces en Ciudad de México, uno de esos sitios en los que te puede parecer que no solo estás instalado en un país o en una cultura o en una civilización específica, sino que vives directamente en el corazón del mundo, ahí donde algo importante que tiene que ver con todos está siempre a punto de suceder. Yo no descubrí en México una verdad literaria que no hubiera aprendido antes como lector, y que aprendí, por demás, encerrado en las noches de calor de un pueblo de provincias. ¿Qué verdad? Bueno, la verdad transparente de Rimbaud. Que uno tiene que volverse absolutamente moderno.
Lo que México quizá propició es que esas noches de aprendizaje, que por sí mismas no eran nada aún, sino un ritual de iniciación, se convirtieran luego en noches de libertad y no de encierro, noches de municipio que más tarde trabaron relación con una ciudad vertiginosa y perdieron su color local y despreciaron la queja nacional como categoría estética.
La forma particular de la palabra que me fue dada por pertenecer a una cultura como la cubana adquiere parte de su peso específico a través de mi vida en el extranjero y de una tensión nueva con un campo más vasto de la lengua. Es como que la palabra se ensanchó y al mismo tiempo entró más en sí. Esto es importante, porque como escritor uno tiene el deber de manejar una lengua que pueda desbordar el terreno de lo real que está contando, un mapa que amplíe el territorio. De lo contrario, uno es solo un notario. La lengua no puede ser menor al hecho, ni limitarse a él.
A partir de ahí, me deslicé por distintas ciudades como si me desplazara sobre una pista de baile, intentando encontrarle un ritmo a la música del caos, el rastro de una danza. Regresé a Cuba porque había gente —negros, mujeres, gays, el reguetón de fondo— que estaban inventando un país extranjero dentro de la isla. La libertad ha sido, como ven, la dispersión alrededor de un centro vacío: intuición y reguero, permanencia en la fuga.
La manifestación física más potente de esa gravitación la viví hace unos meses en La Habana, cuando acompañé a unos amigos artistas que, como forma de protesta política límite, se refugiaron en el coto plebeyo de la huelga de hambre. Gente rabiosa que buscó por todo el país una comida que le gustara, pero como no encontraron nada en ninguna parte, y la libertad solo se encontraba en ellos, empezaron entonces a comerse a sí mismos.