Artículo publicado por VICE México.
El mujerón con barba llega como un vendaval a cualquier parte. Hoy estamos en Tenxkotl, una de sus cantinas favoritas en la Ciudad de México. Dos metros de altura sobre tacones del 10, un huipil istmeño de terciopelo negro, falda larga de satín morado, pelo largo negrísimo, el bigote perfectamente recortado y un violín en la mano hacen imposible no verla.
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Se sienta en una mesa del rincón, cruza las piernas como toda una tehuana y con una voz grave y una nota dulce al final, pide una caguama. Agustín y Ponchito, los meseros de siempre, la saludan, le llevan el encargo, ponen tres vasos enfrente —para ella, para la fotógrafa y para mí— y los llenan hasta el borde.
— Pues a chupar, que a eso venimos. ¿O sólo íbamos a hablar de mí?, dice, mientras se acomoda en la cabeza un tocado con flores y mazorcas criollas.
Es física por el Instituto Politécnico Nacional. Es intérprete y compositora de música folclórica mexicana. Es mágica, dice. Es libre y se nota. Es maestro del DIF. Es amante del mezcal. Es una fiesta.
Nacer en medio de un bosque
Ella es Octavio, y al mismo tiempo no lo es. Desde siempre supo que le gustaban los hombres tanto como los instrumentos de cuerda, pero hasta hace siete años decidió delinear el personaje que deja ver en público ciertos días, y que tantos oyentes, historias y empoderamiento le han traído.
La Bruja nació de repente, en una casa dentro del bosque. Fue en una fiesta de unos amigos muy fuera de lo común en Texcoco, Estado de México, a la que Octavio había sido invitado para tocar. Pero apenas llegó, supo que esa noche iba a recordarla toda su vida.
“Un curandero, que era el líder del grupito, me tomó de las manos sin conocerme. Me dijo: ‘a ti te estaba esperando’. Yo me quedé petrificado. Dije: ‘ah, chingá, ¿y eso?’ Primero pensé que estaba bromeando, pero lo vi hablar muy en serio y siguió: ‘tú eres una de mis brujas y viniste aquí por algo’”, cuenta.
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La celebración siguió. Los asistentes eran adoradores de la Santa Muerte: hubo mucho vino, mucha comida, mucha marihuana. Octavio tocó toda la noche hasta la madrugada. Luego, de la nada, una chica cayó como fardo al piso y empezó a convulsionar. Todos se espantaron y el curandero avanzó con una calma y una determinación de espanto hacia Octavio.
“Me volvió a decir: ‘Tú tienes que resolver esto, tú sabes qué hacer. Por eso estás aquí.’ Yo me volví a sacar de onda, pero él insistía y me dio instrucciones. Acepté. Primero cubrí a la chica con mi rebozo, luego le canté una canción católica y, después de mucho copal y mezcal entre los que estábamos a su alrededor rezando, ya estaba como si nada. Nadie lo podía creer.”
Luego el curandero llevó a Octavio bosque adentro y le pidió que repitiera sus palabras: “Yo soy la Bruja de Texcoco y tú, ser maligno —el “se había apoderado” de la chica—, no eres bienvenido.” Otra vez hubo mucho incienso, obscuridad e incertidumbre. Octavio sintió miedo, pero hizo todo lo que el hombre le pidió. Esa fue su iniciación, su presentación con un mundo que nunca le había pasado por la cabeza. Luego volvieron a la fiesta.
“Fue la cosa más extraña que me ha pasado. Además, hasta el lugar estaba medio tétrico. Llegué vestido con pantalón y sombrero y resultó que me fui siendo conocido por todos como otro ser. Me regresé a casa con la misma ropa, pero yo ya sabía que algo en mí había cambiado. Imagínate qué surreal: si yo sólo iba a tocar, a cobrar e irme, güey.”
“Yo voy para adelante y con la cabeza alta siempre”
Al borde de la segunda caguama y de la primera ronda de botanas, La Bruja cuenta que cada que se asoma al espejo le gusta más su apariencia, y que siente que está en un momento de su vida en el que por fin todo se está acomodando como siempre quiso.
A sus 31 años tiene una familia que la quiere; un primer disco que pronto verá la luz; un documental que están haciendo sobre ella y otro que está musicalizando; un montón de amigos con los que frecuentemente se va a beber pulque a Xochimilco y, principalmente, mucho orgullo de ser quien es, de verse como se ve y de soñar hasta donde sueña.
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“Me preguntan mucho si me siento incómoda cuando voy por la calle y la gente me ve raro. Y aunque sí hay ciertas cosas que no me gustan de vestirme así y de que me señalen, la verdad es que no le doy importancia. Es una forma de victimización innecesaria. Las cosas son como son y de una depende cómo se lo toma. Yo voy para adelante y con la cabeza alta siempre.”
La Bruja es música desde los nueve años. Desde entonces, dice, sus padres la mandaban a cursos para aprender técnicas clásicas. Tocaba todo lo que tuviera cuerdas y se le pusiera enfrente: guitarra, violín, viola, chelo y hasta arpa veracruzana. Luego, mientras estudiaba la carrera de Física en el Instituto Politécnico Nacional (IPN), intentó entrar a la Escuela Superior de Música tres veces, pero no la aceptaron. “Pura burocracia.”
Ella no se desanimó, eso le confirmó que lo que verdaderamente quería hacer toda su vida era dedicarse al arte. Siguió dando shows en cuartetos, con quien fuera que solicitara sus servicios; alternando entre uno y otro instrumento, ya fuera tocando huapangos, sones jarochos, o istmeños; haciendo lo que le gustaba en cualquier punto de la República.
“Así fue como llegué a los textiles: dándole la vuelta a México. Cada que viajaba le compraba ropa tradicional a mi mamá. Pero un día, ya siendo La Bruja, decidí que mi imagen debería ser única y por eso empecé a portarlos con todo el respeto que se merecen. En mi vestimenta siempre verás un poco de Oaxaca, de Michoacán, de Puebla. Me gustan los colores y creo que me van bien”, asegura mientras acaricia las flores moradas bordadas en su huipil que combinan con las extensiones de su pelo y las pestañas postizas que trae puestas.
Chiles y más aire
Octavio es un mundo aparte. “Pero es parte de mí, porque soy un cincuenta y cincuenta por ciento. Él es verdaderamente el físico, el que desde hace 11 años le da clases de música a niños de primaria y secundaria, el que tiene que trabajar y vestirse de hombre para mantener los caprichos de La Bruja, el que da la cara con la familia, el que tiene parejas. Esta que ves es pura libertad, canto, violines, chupe, pura gozadera. Él es el serio. Yo no.”
No obstante, dice que ama tanto las dos partes que la conforman, que por eso mismo se deja la barba y el bigote. Octavio le ha enseñado a explorar su feminidad; La Bruja le ha mostrado cuán violento puede resultar eso en México. Por eso dice que necesita de ambos para estar siempre fuerte y en equilibrio.
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Ponchito trae la tercera caguama y, detrás de ella, viene una tanda de tostadas de frijol. La Bruja arremete: les pone salsa macha, alterna con tragos de cerveza, se enchila como nunca, vuelve a sorber. “Ah, cabrón, esto sí que pica”, dice y se seca con el antebrazo unas pequeñas gotas de sudor que le brotan en la sien. Su voz es más suave.
“Yo creo que es momento de que me saquen la foto, mi amor, porque siempre me echo unas dos horas y media arreglándome y a este paso pronto dejaré de verme como una reina. Eso de maquillarse siempre es un desmadre. Admiro un chingo a quienes tienen que hacerlo todos los días.”
Y así, enchilado, el vendaval se levanta y camina hacia el centro de la cantina, justo frente a una ilustración del artista Gabriel Macotela. Se acomoda el violín en el cuello, sonríe con picardía y entonces regresa la voz de entre las cavernas, del interior del bosque que la viera nacer a sus 24 años: “Yo soy La Bruja de Texcoco y les voy a tocar una canción.”