Ser joven en La Cañada Real, el asentamiento ilegal que quiere convertirse en barrio

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La aclaración siempre llega antes que la pregunta: en realidad, lo que conocemos como La Cañada Real, en Madrid, es una reducción de La Cañada Real Galiana, vía pecuaria que discurre entre La Rioja y Ciudad Real y que se utilizaba en el pasado para el tránsito de ganado. Por su valor histórico, todo el recorrido está protegido contra la edificación. De ahí que lo que solemos asociar con este nombre sea el tramo más mediático: los 14,2 kilómetros que albergan uno de los asentamientos chabolistas más grandes de España, con unos 7.300 habitantes en 2.500 viviendas, según un informe de la Comunidad de Madrid de 2017.

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Dentro de este trecho, el Sector 6 —en la zona llamada Valdemingómez, que linda con varios municipios del sureste de la comunidad— es el que aparece a menudo en las noticias. Una de sus fracciones es famosa por el comercio de droga a gran escala: tras el desalojo de Las Barranquillas, en 2013, gran parte del tráfico de heroína y cocaína se trasladó a este rincón. Se dispensa en casas, custodiadas por clanes y en algunas ocasiones con alguno de los enganchados haciendo labores de ‘machaca’: limpian, ordenan… a cambio de una dosis.

Es cierto que eso existe. De hecho, la rotonda por la entrada más conectada suele embotellarse por los controles de la policía y varias asociaciones trabajan ayudando a toxicómanos. Pero la mayor parte de La Cañada Real no es así. Por su proximidad, es difícil obviarlo o girar la cara. Y nacer o crecer aquí te enfrenta directamente con esta realidad de cartuchos de agua bidestilada por la tierra (ingrediente necesario para mezclarse la chuta) y ajetreo continuo las 24 horas.

También es fajarse a diario con obstáculos impensables en otros lugares, como la falta de transporte, la ausencia de servicios sanitarios o colegios y enormes problemas para conseguir agua o electricidad. O sufrir el olor que expele la incineradora de Las Lomas, una planta de tratamiento de residuos en pleno Parque Tecnológico que libera sustancias cancerígenas como el trihalometano y envuelve el área en una nube fétida.

Las vías de La Cañada Real están sin asfaltar y cuando llueve se embarran totalmente

Una lucha que marca a sus vecinos. La mayoría, con ganas de que esas trochas donde empeñan los días se constituyan como barrio y gocen de los beneficios municipales propios de esta categoría. Desde la Comunidad y el Ayuntamiento no parece haber movimiento por que esto ocurra y la situación de los residentes se cronifica.

No es plato de buen gusto tener que dar la dirección de un asentamiento ilegal donde las escasas tiendas con algún que otro alimento no tienen carteles (ni licencia), las casas se marcan con números pintados en espray y el servicio de correo no llega a ningún buzón. Tampoco, huelga decirlo, entran los taxis (es más, el gremio que trabaja en la zona tiene códigos de emergencia: por ejemplo, si van con alguien dentro y la luz verde encendida es que llevan a alguien que les ha amenazado y le está haciendo el viaje gratis).

Súmenle ser de una de las tres etnias predominantes: marroquí, gitana o rumana. Entonces, el estigma y la marginación se multiplican. Los jóvenes de este espacio de Madrid no están para bromas. Ni para reportajes. No quieren que su rostro se relacione con un contexto tan lóbrego. No quieren hablar de futuro. No quieren tener que explicar cómo es su vida, en definitiva. A otros, sencillamente, no les dejan.

El Sector 6 es célebremente conocido por la venta de drogas

Ante el acercamiento de un extraño, el padre o la madre chista para que no contesten nada. Vergüenza, rechazo o desconfianza son las habituales respuestas que uno se encuentra en cualquier intentona de entablar conversación.

Los profesionales que trabajan allí —cada vez hay más agrupaciones de distintos sectores, pero Cruz Roja, Las Alamedillas, Cáritas o El Fanal comparten un inmueble para actividades extraescolares o cursos— aluden a la imagen que suele prestarse del lugar y a la poca confianza en los medios de comunicación, especialmente la tele.

Por eso, dos de los pocos jóvenes que han participado en la sección lo han hecho a condición de que no se les vea su cara. A todos les pillamos entre las canchas que han hecho las oenegés y la mezquita levantada en un piso trasero. Faltan otros muchos: los que no salen en las noticias porque están estudiando en la universidad o porque se pasan el día trabajando fuera; o los que apenas pisan la calle con la idea de que, el día que lo hagan, sea con una maleta de despedida.

Said

Uno de estos candidatos a abandonar el lugar es Said Ezziani, de 18 años. Estudió hasta 3º de Educación Secundaria Obligatoria (ESO) en un centro de Villa de Vallecas, distrito al que corresponde su casa. Luego pasó a un curso de electromecánica. “Me dijeron que era mejor que hiciera un módulo”, cuenta. Espera acabarlo y salir del lugar donde ha pasado la mayor parte de su existencia desde que llegó del Rif marroquí. “Se dice que es un barrio malo, lleno de yonquis y gente mala”, reflexiona, “pero somos muy abiertos, nos interesa saber de los demás y que nos cuenten cómo nos ven. Además, si alguien necesita algo, tenemos las puertas abiertas”.

“Somos muy abiertos, nos interesa saber de los demás y que nos cuenten cómo nos ven”

Ezziani ha tratado de permanecer fuera de los lugares “con cosas que es mejor no ver”. “Nunca sabíamos bien qué hay en determinados sitios hasta que crecemos y te avisan de que no vayas por allí”. “Aunque en realidad yo solo he ido del colegio al centro de actividades extraescolares y a casa. Y los fines de semana a jugar al fútbol”, apunta.

Said siempre ha hecho vida en los tres mismos lugares: el colegio, el centro de actividades extraescolares y su casa

Hacer los deberes, estudiar y el deporte son sus tres pilares de ocio. Si se planteaba en algún momento moverse al centro o a algún otro lado con gente y paradas de metro, siempre tenía que ser conducido por su padre o con un mayor que ya tuviera el carnet.

“No me interesa la política. Lo que busco es ayudar a mi familia”

“No se puede hacer nada más. Andando hay una hora mínimo para llegar a algún lado. Y al final me ocupaba de mis siete hermanos —cinco chicos y dos chicas— o me juntaba con los de aquí”, concluye. En los próximos comicios municipales estará entre los nuevos votantes. Pero su papeleta de voto se quedará, probablemente, en la mesa. “No me interesa la política. Lo que busco es ayudar a mi familia, sacarme este curso e intentar irme”, enumera. Sus padres le animan para que aprenda un oficio y pueda cumplir esta meta. “Siempre nos han insistido en los estudios”.

Mohammed

Mohammed también desea marcharse. Y eso que ya tiene hasta un negocio montado. A sus 29 años, este mecánico arregla coches en un taller doméstico, a pie de calle. No importan ni el frío ni la amenaza de lluvia: va en pantalón fino de chándal y camiseta remangada. Estudió en el Tajamar, un colegio concertado (y segregado por sexos) de Vallecas. A La Cañada llegó en 1996 de vivir en varios puntos de la ciudad. Y siempre ha estado aquí, anclado a estas circunstancias. No le explicaron, lamenta, que “para el que no tiene contactos no hay futuro”.

“Pienso en ir progresando, en una mejora gradual, nada del otro mundo”

“Aquí tienes dos caminos. Si eliges el decente acabas sin un puto duro”, ríe frente a un capó levantado. Revisa algunas piezas del coche mientras explica cómo hizo prácticas como programador de sistemas informático hasta que se quedó fuera de la empresa y se hizo autónomo. “Pienso en ir progresando, en una mejora gradual, nada del otro mundo”, concede. A veces tiene hasta tres ayudantes.

A Mohammed le molesta más la mala comunicación y los pocos servicios que la venta de droga

“Cada vez que dices que eres de aquí escuchas un ‘¡hostias!”, relata, porque tiene muy mala fama. A mí nunca me advirtieron mis padres de la inseguridad, y es que si eres de aquí te suelen respetar”, arguye.

“No me molesta la droga, me molesta que no pueda hacer nada”

Mohammed quiere, no obstante, que sus hijos no se críen en este sitio. “Toda la vida he necesitado que alguien me trasladara de un sitio a otro. Si conseguíamos un amigo con coche pagábamos la gasolina a medias y tirábamos al centro. Pero a veces tocaba volver andando, y si hace bueno es relajante, pero cuando llueve no puedes ni caminar”, narra, señalando al suelo, embarrado y lleno de irregularidades. “No me molesta la droga, me molesta que no pueda hacer nada. Prefiero currar 30 horas y que mis hijos salgan que no trabajar y quedarme en este sitio”, concluye. “Y eso que si te crías aquí te haces de piedra”.

Suky

“Si no tienes coche no puedes hacer nada”, coincide Suky, de 27 años. “Yo hasta que no tuve uno no pude hacer vida normal”, añade. Esta chica, madre divorciada con dos niños —uno corretea ladeándose entre sus piernas—, estuvo hasta los 18 años con una rutina marcada por la ruta de ida y vuelta al colegio y al instituto.

“Si no tienes coche no puedes hacer nada”

“Entre semana iba y volvía a un centro de Rivas [Rivas Vaciamadrid, una localidad próxima] y los fines de semana metida en casa”, rememora. Si alguna vez se le ocurría salir era cuando sus dos hermanos mayores lograron un automóvil. “Con mis amigos tenía siempre la misma situación: iba con ellos y me ponían una hora para recogerme”, dice.

Suky se considera “muy independiente y responsable”, por eso no le pusieron demasiadas cortapisas. Sabían que quería estudiar y que no se iba a juntar con los que se dedican al trapicheo. “Terminé 4º de ESO y un grado medio de Administración y gestión”, cuenta.

Suky está divorciada y tiene dos hijos

Ahora traba en El Corte Inglés de Goya, justo una de las zonas más nobles de la ciudad. “Mis compañeros saben mi situación y no vienen porque les da reparo. Escuchas ‘La Cañada’ y te da miedo, pero muchos de mis clientes ya te digo que son más maleducados que mis vecinos”, advierte.

“Me gustaría salir de aquí. A Vallecas o Moratalaz, que me mola el rollo obrero y he crecido entre solidaridad”, expone. “Mis padres y mis hermanos están en el paro. Y yo voy hasta la parada cuando llega mi hija para que no camine sola ni 50 metros”, justifica. Ella considera que no nació con una etiqueta. De hecho, vivió en Fuenlabrada (población del suroeste de Madrid) una temporada, antes de mudarse a La Cañada.

“Mis compañeros saben mi situación y no vienen porque les da reparo”

“Es que quiero evolucionar. Mi hija va al dentista donde los yonquis y no me gusta”, continúa Suky, que se ve como alguien que hace una vida “normal” y concienciada. Ha votado cuando ha tocado al PSOE. Sin mucha convicción, eso sí: “Son todos iguales. Solo confiaré en los políticos cuando sepan vivir con el sueldo que cobramos aquí y con nuestras condiciones. Pero, claro, por aquí no pasan”, ríe.

Ayob

A estas cotidianidades se suma la de Ayob Kallouh. Este chico de 18 años cree que criarse en La Cañada Real es “entre difícil y entretenido”. “Hay una imagen de yonquis y gente que roba, pero en realidad hay de todo. A mí me gusta el ambiente”, explica. Estudia electromecánica en un centro cercano y quiere cambiar a un módulo de preparador deportivo. “No me gusta lo que estoy dando, pero a lo mejor me sirve para trabajar”.

“Siempre es lo mismo: al cole, luego instituto y por la tarde o casa o al centro de actividades”

Recuerda su vida de forma lineal. Sin altibajos ni prácticamente diferencias entre estaciones. “Siempre es lo mismo: al cole, luego instituto y por la tarde o casa o al centro de actividades”. El verano se distingue del resto del año porque tiene más tiempo que gastar en los pocos metros cuadrados en los que transcurre su vida. Como está en la misma situación que unos cuantos chavales de su edad, Kallouh ha logrado armar una pandilla.

Ayob se ve en La Cañada toda la vida y no espera que la situación del barrio se regularice

Pero ahora no anda mucho por aquí: “Entre semana voy a las clases y en fin de semana trabajo en un Foster’s Holywood”, suelta con orgullo. Lleva un mes, pero ya hace cálculos de cómo empeñará los nuevos ingresos. “Mis compañeros de aula o de curro siempre han sabido de donde soy y me la suda”, suspira.

“Los descampados están llenos de basura y no se puede ir a ningún sitio”

Él se ve en La Cañada toda la vida. A pesar de que crea que está “como el culo”: “No piso la zona del final, con la droga. Ahora por los caminos han empezado a robar. Apenas me muevo de alrededor de mi casa”, se resigna. No tienen esperanza en que nada cambie ni en que los políticos se preocupen por ellos. Si sintiera tal interés, les pediría muchas cosas (asfalto para las calles, más pistas de fútbol, fuentes…) pero —sobre todo— transporte y limpieza. “Los descampados están llenos de basura y no se puede ir a ningún sitio”.

Rocío

Cerramos la visita con una experta. “Aquí aprendí lo que significa ‘barrio sentido”, interviene Rocío Díaz López, de la Asociación El Fanal, “porque existe mucho arraigo al lugar, aunque la mayoría quiera irse por el estigma y las incomodidades”. Lleva nueve de sus 34 años ejerciendo de trabajadora social en la zona y cree que, aunque han pasado las épocas más duras y los jóvenes están concienciados sobre los estragos de la droga, la mayoría quiere salir. “La identidad es crucial, pero aquí no tienen las mismas oportunidades”, zanja.