‘Sopear’ el café o el chocolate con una dona, galleta o bolillo no es nada extraño para nosotros. Pero en Francia, remojan el maroilles —un queso apestoso pero muy popular— en sus cafés matutinos. O al menos eso solían hacer.
En definitiva se trata de un gusto adquirido: las personas de otras regiones han rechazado esta especialidad local del norte, zona más relacionada con la clase trabajadora empleada en las minas de carbón que con la alta cocina por la que Francia es famosa. Y el hecho de que el queso tenga cierto eau du calcetines no ayuda mucho.
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Pero a medida que los franceses —particularmente los parisinos— se están interesando cada vez más en las especialidades regionales, el queso maroilles está ganando terreno.
La cocina francesa trascendió por primera vez las fronteras durante la Segunda Guerra Mundial, gracias a que los soldados compartían recetas y aperitivos caseros entre sí. Pero fueron los millennials franceses quienes empezaron a interesarse por la comida “auténtica”. Los platillos regionales, ignorados durante años, se convirtieron en una opción tentadora para los comensales con paladares aventureros.
En el caso del maroilles, no sólo la producción se ha duplicado en los últimos 20 años, sino que el queso consiguió la etiqueta de origen AOP en 1996, convirtiéndose en el único producto de toda la región que goza de ese privilegio. Igual ayudó un poco que Dany Boon, un famoso comediante francés, destacó el lugar especial que el queso maroilles tiene en el corazón —y tazas de café— de la región con su película Bienvenue Chez les Ch’tis, misma que lo convirtió en el actor mejor pagado de la historia del cine europeo en 2008 y misma que ganó el César francés al mejor guión original en 2009. La escena con el maroilles muestra a un provenzal desplazado que intenta —y fracasa— disfrutar el clásico desayuno de clase obrera: una rebanada de pan, con el famoso queso encima, sumergida en café de achicoria.
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“El maroilles está escrito en el ADN de la cultura francesa del norte”, dice Marwen Amor, copropietario del bar Parisian Vache dans les Vignes, y su ambiente de clase trabajadora ya no es un elemento disuasivo.
Mientras que algunas fuentes afirman que los reyes desde Felipe II a Francisco I eran fans del queso maroilles, el antropólogo culinario Georges Carantino señala que los quesos fuertes, al menos durante todo el siglo XIX, eran generalmente dominio de los pobres.
Y el maroilles no es una excepción. Si bien un queso con ese nombre ha existido en la región desde antes del año 1000, eso no significa que haya sido el mismo queso anaranjado, un tanto pegajoso y apestoso que tenemos actualmente. Dado que las recetas de queso francés quedaron asentadas a partir del siglo XIX, es probable que el maroilles haya adquirido su hedor en ese momento, cuando la clase trabajadora del norte desarrolló un gusto por los quesos fuertes, no solo el maroilles, sino también el vieux boulogne, considerado el queso más oloroso del mundo según investigadores de la Universidad de Oxford. La razón detrás de este gusto por la comida fuerte, según Carantino, quizá tenga que ver con otro producto local: la cerveza.
“Los quesos fuertes obligan a la gente a beber”, explica Carantino, señalando que el maroilles marida muy bien con licores fuertes como Dutch Jenever o la cerveza. Si bien el resto de Francia es famosa por el vino, en esta región colindante con Bélgica, el licor de enebro y las cervezas estilo Abbey son más populares. Por otro lado, la reputación de la cerveza como bebida de la clase trabajadora no hizo nada por mejorar la situación del maroilles.
De manera que durante años, los lugareños se contentaron con la tradición: a diferencia de los aristócratas de París, quienes comían desayunos dulces con pan y mermelada, los norteños comían de manera abundante con carne y queso. El maroilles era un componente clave.
Pero los tiempos cambian. El interés por el queso Maroilles ha llegado al dominio de los ricos e incluso, explica Carantino, un queso tradicional como el Maroilles es muy apreciado actualmente.
El experto en quesos Alexandre Gravez de La Ferme du Pont des Loups señala que pocos lugareños todavía sumergen sus maroilles en café, y Amor incluso añade que un maridaje más común es el champán seco; al parecer la mejor forma para que yo lo pruebe.
Después de comprar una cuña de queso (envuelto no una, sino dos veces para contener el olor), decido probarlo como sugiere Gravez: ni para el desayuno, ni para la merienda, sino a la hora del cóctel.
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“Todos los aromas salen, porque tus papilas gustativas están alerta”, dice.
Como acompañamiento a un aperitivo de champán, descubro que a pesar de su aroma, desarrollado a lo largo de un mínimo de 35 días de añejamiento, el maroilles es sorprendentemente suave en sabor: a nuez y ligeramente dulce, con un toque campestre que resulta agradable. El sabor final dura bastante, casi resulta adherente, lo que convierte al champán seco en el mejor acompañante. El sabor del champán, ligero y etéreo, no domina la sutileza del queso, pero quita gran parte de su peso.
A la mañana siguiente, es hora de probar el método tradicional. Aunque he vivido en Francia durante 10 años, siempre me han gustado los desayunos generosos, pero liberar el aroma punzante del maroilles en la cocina a primera hora de la mañana sigue siendo un desafío. Sin embargo, persevero y lo sirvo sobre un pan, junto a una taza de café negro.
Por un momento, sólo disfruto de los dos, por separado. El queso adquiere un nuevo sabor, casi como si compitiera con la amargura del café. Pero también puedo percibir una dulzura más profunda, tal vez porque mi café no tiene azúcar.
Y luego, aunque parezca extraño, tomé la decisión: sumergí la rebanada de pan con queso dentro de mi café y di un bocado.
Mientras que el pan absorbe un poco más líquido del que me habría gustado, la nueva textura del queso —cremosa en los bordes y más seca al centro— demuestra que los trabajadores del norte sabían exactamente lo que hacían.
Si bien no me queda ninguna duda de que el queso maroilles se ha ganado su lugar junto a la copa de champán, tengo que admitir que tengo una nueva debilidad por —me atrevo a decir— la forma auténtica de consumir este queso.