Comida

La fe, el ingrediente secreto en la comida gratuita de la ‘Pasión de Iztapalapa’

Bienvenidos a la columna Sazón de Barrio, donde perfilamos a cocineros de calle, cocineros de casa y cocineras tradicionales, mientras comemos los manjares que preparan, para descubrir por qué la sazón es lo más importante de ser cocinero. En esta entrega conocemos a las cocineras que cada año preparan kilos y kilos de comida para alimentar gratuitamente a los participantes en la Pasión de Cristo de Iztapalapa.

Marilú Cano Reyes mira cómo meto la cuchara al bacalao a la vizcaína que me ha servido. Su mirada sigue el viaje que hace el cubierto, rebosado de caldillo de jitomate con aceitunas, papas y pescado desmenuzado, desde el plato de cerámica hasta mi boca. No pierde detalle de mi rostro. Mastico y ella queda expectante. Sonríe. Le comen las ansias por escuchar mi opinión de ese platillo que ella y sus hermanas preparan de manera especial durante la Semana Santa en Iztapalapa, en el oriente de la Ciudad de México.

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“¿Qué tal quedó?”, me pregunta. Ya no puede con la incertidumbre.

Agito la cabeza de arriba abajo. Sonrío. “Está buenísimo”, contesto aún con un poco de la comida triturada y arrinconada en el interior de mi mejilla derecha.

Y no miento. El guiso no está salado, el picante de los chiles güeros es sutil, tampoco deja alguna capa de grasa en la boca. El ligero sabor a aceituna lo hace muy particular.

“¿Verdad que sí? No me lo vas a creer pero esto lo hemos preparado también en Navidad y no sabe igual. Como que le falta. Es que la fe nos da el sabor”.

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Bacalao preparado por las hermanas Cano Reyes en Semana Santa. Foto de Memo Bautista.

Fe y tradición es lo que ha movido por años a la familia Cano Reyes para poner su casa y su comida al servicio de la representación de la Pasión de Cristo en Iztapalapa.

“Y mañana, Viernes Santo, que pruebes los romeritos ya verás”, me dice Marilú. “Esos también quedan bien sabrosos. Ya viste que hacemos desde la pasta del mole”.

Para Marilú, Rutilia, Magda, Meche y Guille Cano Reyes, así como doña Alicia Reyes, su mamá, la Semana Santa es la época más importante del año. No tiene que ver sólo con la fe; para ellas es sustancial la tradición. Por eso cada año cocinan el bacalao a la vizcaína, el pozole de pollo, el bacalao de lonja y los romeritos para alimentar a un centenar de personas entre músicos, personajes bíblicos, gente del comité organizador, uno que otro empleado de la delegación y cualquier persona que les pida un plato de comida.

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De izquierda a derecha: Guille, Meche, Magda, doña Alicia, Rutilia y Marilú. Foto de Memo Bautista.

En 1943 don Martín Cano Juárez, justo cuando se cumplían 100 años de esta representación a la que actualmente asisten casi dos millones de personas, abrió las puertas de su casa, en la segunda cerrada de la calle de Aztecas, para que ahí se ensayaran los pasajes bíblicos. Al morir, su hijo Juan Cano Martínez siguió con el legado de su padre. En la llamada “Casa de los ensayos” se elige a los actores —pobladores de los ocho barrios que comprende el pueblo de Iztapalapa— que participarán en la Pasión; también sesiona el comité organizador, se ensayan los pasajes que narran los últimos días de Jesús, es el camerino donde gente común y corriente se convierte en personaje bíblico y sirve para escenificar la prisión del Cristo. Así ha sido desde hace 73 años.

Uno de los elementos más característicos de esta manifestación, que es Patrimonio Cultural Intangible de la Ciudad de México, es la interpretación de la Marcha dragona, un toque castrense, trágico, compuesto por el militar Isaac Calderón —fusilado por simpatizantes de Villa en 1915—, y que acompaña al Cristo de Iztapalapa durante toda la representación. Es prácticamente su marcha fúnebre. La pieza es ejecutada por la banda regional de Los Hermanos Meraz, uno de los grupos musicales que participa en la Pasión desde hace 60 años.

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Cada vez que Juan escuchaba a la banda tocar invariablemente se llenaba de nostalgia por su papá. Así que un día, hace 25 años, sus hijas, decidieron invitar a comer a su casa a la treintena de músicos que integran esa agrupación que cada año hace el viaje desde Santa María Nativitas, en el Estado de México.

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Romeritos hechos por las hermanas Cano Reyes. Foto de Memo Bautista.

“La banda venía, pero ya nomás por el Cristo porque se iban a comer a otra parte”, me cuenta Magda, quien fríe en manteca de cerdo el cacahuate que será parte del mole. “Entonces nosotras dijimos: Bueno, si les damos de comer estarían aquí; por eso nosotras, las hijas, decidimos darles de comer. Ellos llegan, comen, tocan, bajan, tocan, se van. El viernes se levantan, les damos de almorzar, tocan, se van, vienen, tocan. Tocan mucho acá en la casa y ése es el motivo por el cual se sentía mi papá y ella, mi mamá, muy felices”.

Don Juan, “reconocido en la república y parte del mundo”, como solía decir de sí mismo, murió hace cuatro años, pero sus hijas continúan con la tarea encomendada por él, quien les encargó no abandonar la Pasión.

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La banda comiendo en la casa de la familia Cano Reyes. Foto de Memo Bautista.

Es lunes por la noche y al fondo del patio central de la “Casa de los ensayos” se encuentra doña Alicia sentada, envuelta en un chal, y cuatro de sus hijas —Meche no está porque fue a comprar algunos ingredientes que hacían falta— alrededor de un anafre con carbón y una cazuela. Marilú y Guille acercan las especias y semillas mientras Magda y Rutilia fríen la nuez, el cacahuate, el piñón, la almendra, la tortilla, el ajonjolí que la propia matriarca limpió grano por grano, así como los demás elementos que lleva la pasta del mole. Doña Alicia dirige las acciones. “Ponle otro poco de cacahuate”, “le falta freír a la tortilla”, “¿la canela?”. Nada se le escapa a esta mujer de 89 años y a su mirada bicolor —un ojo lo tiene negro y el otro azul por un trasplante de cornea—. Las hijas obedecen las órdenes de su mamá.

“¿Cuántas le echo?”, pregunta Magda, mientras agrega a la cazuela con manteca galletas de animalitos con hojas de naranja, que darán el sabor dulce al mole.

“¿Qué?”, responde doña Alicia que por ese momento quita la vista del trasto de barro para ponerle atención a su hija.

“Que cuántas le echo”, Magda eleva la voz, casi grita para que la escuche doña Alicia a quien el oído le está fallando.

“La mitad”.

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Las especias para el mole. Foto de Memo Bautista.

Aquello parece un aquelarre. Las mujeres alrededor de su caldero haciendo una pócima. Todo debe ser preciso: la cantidad de ingredientes correcta para que no domine el sabor de uno sobre otro, el tiempo exacto en la manteca para que salgan bien fritos los elementos, no se quemen y amarguen el mole. Doña Alicia da indicaciones solo cuando algo parece que no se hace como debiera. Sin decirles nada a las hijas, toma una bolsa de plástico, saca un puño de anís y lo vierte en la olla de metal de 40 kilos donde se están acumulando las especias luego de pasar por el anafre.

Doña Alicia aprendió de sus mayores cuando ella era muy joven. Sin embargo, nadie le dijo cómo hacerlo. Ella, como ahora, se acercaba para ver qué cocinaban. Y aprendió bien, tanto que no falta quien le pida que le venda un poco de su mole “porque no hace daño”.

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Magda y doña Alicia cocinando. Foto de Memo Bautista.

“No es negocio, eh”, me dice doña Alicia, mientras le señala a Magda y Rutilia un traste con cebolla y ajo, para que no lo olviden y lo pongan a freír. “Este lo hacemos porque es de aquí, de la casa. Pero hay muchas personas que les gusta este mole, nomás por el simple hecho de que dicen que a nadie le hace daño. Muchos luego desconfían; pero éste va garantizado. No nomás este mole es para acá. Se va para Colombia, para España, para Estados Unidos, para Michoacán, para Oaxaca. Hacen pedidos. No lo vamos a ofrecer. No. Yo no lo hago para ofrecerlo”.

“Tiene amistades que le dicen que se les antojo y que si les puede vender”, interrumpe Guille.

“Se acaba de ir una señora, que su hija vive en Colombia”, interviene Magda sin dejar de mover la cuchara de metal que revuelve la tortilla que se está friendo en la cazuela; el chispar de la grasa es constante, el aroma dulzón del mole ya invade el ambiente. “Tiro por viaje le pedía y se lo mandaba a su hija”.

La tortilla es colocada también en la olla de metal así como algunas tablillas de chocolate y galletas María azucaradas. Al otro día las hermanas llevaran todo al molino, junto con el chile, el clavo, la canela, las pasas y la pimienta gorda para hacer la pasta del mole.

Magda se sienta para descansar y bebe un poco de café con piloncillo que Marilú le sirve. La mujer mete la mano a la olla y saca una galleta azucarada para acompañar su bebida. Doña Alicia lanza una mirada acusadora. Magda finge no verla. Si hubiera estado cerca, su mamá le hubiera dado un pequeño golpe a la mano invasora.

“Es que le está quitando el sabor”, reclama la abuelita.

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Bacalao de lonja hecho por las hermanas Cano Reyes. Foto de Memo Bautista.

Al día siguiente, martes, las hermanas comienzan la elaboración del bacalao. Colocan las piezas de pescado seco en agua para que se hidrate. Durante dos días cambiaran el agua unas cinco veces hasta quitarle es sabor salado. Limpiarán la hierba de los romeritos y deshuesarán algunas aceitunas. Marilú dejará por momentos la cocina para atender a los reporteros que cada año le preguntan de las actividades que realizan los actores en la “Casa de los ensayos”. Se acercan los días más abrumadores en su año: el jueves y el viernes de la Semana Santa.

El jueves en la madrugada las hermanas comienzan a cocinar el bacalao a la vizcaína y el arroz que ofrecerán a la banda. Las hermanas se concentran en los suyo en su cocina que es pieza de museo, con hornillas a base de leña, así como la de la casa de Frida Kahlo o la de Dolores Olmedo. Tal vez la de la familia Cano sea la única cocina de este tipo en la Ciudad de México que no está en un museo pero, al igual que aquellas, lleva años sin tener fuego en sus entrañas. Es más práctico cocinar con gas que con leña. Es un acierto que estas mujeres no hayan modificado la antigua estufa con tubos de cobre y demás elementos que le hubieran quitado ese aire pueblerino. Además doña Alicia vive sola en esa casa y sus 10 hijos se van turnado para acompañar a su mamá todas las noches. No tiene caso utilizar una cocina así si no habrá grandes comilonas. Es por ello que instalan un par de hornillas industriales afuera de su casa, en un pequeño callejón contiguo a su propiedad, que luego de ponerle una puerta se ha convertido en un anexo.

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Rutilia cocinando arroz rojo.

En el transcurso de la mañana la casa de la familia Cano se empieza a llenar de gente. Llegan personas del comité organizador de la Semana Santa, los actores principales de la representación, maquillistas y modistos profesionales —algunos trabajan incluso en Televisa— que han sido contratados para que Jesús, María, la Virgen Dolorosa y demás personajes luzcan como si sus cabellos largos, barbas, heridas y demás rasgos para aumentarles la edad sean reales.

Atrás han quedado los tiempos en que casi todos los personajes eran interpretados por personas mayores de 30 o 40 años, a excepción de Jesús, cuyo actor tiene un límite de edad de 33, igual que el Cristo al morir. Ahora casi todos son jóvenes que no rebasan los 30. Ya no ronda por ahí el pulque o la caguama, antes o después de la escenificación, tal como lo mostró alguna vez la película El Elegido. Ahora el agua de jamaica, piña y tamarindo de las hermanas Cano sacia la sed de la gente.

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Sirviendo agua de piña durante la comida.

Marilú, Rutilia, Magda, Meche, Guille y sus hijas comienzan a preparar la planta superior de la casa. Ahí colocan algunos tablones, los cubren con manteles blancos, despliegan las sillas, colocan las jarras con agua y llevan las grandes cacerolas de arroz y bacalao, de unos 30 kilos, a una pequeña cocina donde sólo se calientan los alimentos.

A las 12:30 del día el sonido de las trompetas, tubas, clarinetes y demás metales se hacen presentes en la “Casa de los ensayos”. La Banda de los Hermanos Meraz hace su entrada como desde hace 60 años: los músicos se paran alrededor del patio y esperan la señal de su líder y fundador, Cruz Meraz, un hombre de 90 años que aún tiene la suficiente fuerza en los pulmones para dirigir a su conjunto musical con su trompeta.

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Luego de tocar su llegada, los músicos colocan sus instrumentos en el piso, justo frente a la prisión donde será llevado en la noche el Cristo de Iztapalapa, hecha de madera y adornada con naranjas, sandías, melones, jícamas y mameyes. Los instrumentos reposan como si supieran que una vez que los vuelvan a levantar durante dos días no tendrán un minuto de descanso.

Los músicos suben a comer. Rutilia y Magda sirven el arroz y el bacalao mientras Marilú, Meche, Guille y sus hijas pasan los platos a la mesa donde ya están sentados los 33 músicos. Son generosas en sus porciones; con un plato de arroz podrían comer dos personas. Pero eso a ellas no les interesa. Esas porciones son las necesarias para la gente que no comerá en unas ocho horas o más.

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La cocina de la casa de la familia Cano Reyes. Foto de Memo Bautista.

Marilú no deja de estar atenta a los comensales: “Pásenme su jarra para servirles más agua”, “¿no quieren una cervecita?, ¿otro poquito de bacalao?, ¿más tortillas?”.

Los músicos casi no hablan. Comen bien porque ya no probaran nada. Si bien les va, comerán algo pasadas la 10 de la noche, cuando el Cristo se vaya hacia el Cerro de la Estrella, que ese jueves se convertirá en el huerto de Getsemaní. O sino hasta que Jesús sea encarcelado en la “Casa de los ensayos” por ahí de las dos de la mañana del viernes. Para entonces las hermanas Cano los esperarán con unas tortas de jamón de pavo con frijoles refritos y aguacate.

En cuanto la banda abandona la mesa, toman asiento algunos del comité que no han desayunado, hijos y nietos de la familia Cano y uno que otro extra que participa en la representación. Los actores principales siguen en los últimos detalles: arreglar la túnica ya puesta para que no esté chueca, aplicar el maquillaje que cubra el borde de la peluca, poner la pestaña a las doncellas romanas, dar de beber agua en un popote a Judas Tadeo para que no se le manche la barba. Y mientras todo eso sucede la banda toca de nuevo y doña Alicia no deja de recordar a su marido.

Mientras unos dejan la mesa y otros se sientan a comer, llegan a caballo el rey Herodes y otros dos personajes bíblicos. Las mujeres Cano se acercan a ellos con el retrato de don Juan. Los Clarines de Iztapalapa, otra de las bandas de aliento que tocan durante la representación, vestidos como soldados romanos, interpretan la Marcha dragona. Doña Alicia y sus hijas no pueden contener el llanto. La banda calla y entonces habla el rey:

“¡Juan Cano Martínez!”

“¡Presente!”, contesta la concurrencia.

Así tres veces se hace el pase de lista como un homenaje a este hombre que le tuvo tanto cariño a la tradición de su barrio, que antes de morir pidió que los Cristos de Iztapalapa cargaran su caja.

“Eran más de 15 Cristos”, recuerda Guille aún sorprendida. “No dejaban a mis hermanos cargarlo. Lo metieron en al santuario, así como se hace con el Jesús y la banda se quedó afuera tocando. En el panteón también. Haz de cuenta que fue como esto, como la Semana Santa”.

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La hora de la crucifixión en Iztapalapa. Foto de Anita Valerio.

A las 2:30 de la tarde sale la procesión encabezada por Ariel Rodrigo Luna Estrella, el futbolista de 18 años y empleado de una fábrica al que este año le tocó llevar en la espalda los 173 años de esta tradición. En cuanto la casa queda vacía, las mujeres Cano vuelven a la cocina. Hay que preparar las tortas para la cena, capear los trozos gordos de pescado para el bacalao de lonja y remojar el maíz para el pozole blanco que se dará en el desayuno a la banda, entre siete y ocho de la mañana del Viernes Santo.

En este pozole la estrella es la pechuga de pollo. No hay nada de grasa en él, pero eso no merma en el sabor. La familia Cano guarda la regla católica de no comer carne roja durante esos días. En esta casa al pozole se le agrega orégano, cebolla y rábano picado, lechuga, aguacate y chile, ya sea en polvo o una salsa picosa que las hermanas preparan. Por supuesto hay que acompañar con tostadas untadas con crema.

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La mesa lista para comer pozole de pollo. Foto de Memo Bautista.

En cuanto la banda desayuna las hermanas ponen manos a la obra. Marilú y Meche preparan unos 325 litros de agua de tamarindo y jamaica, naturales, que distribuyen en dos botes parecidos a los que se utilizan para almacenar la ropa. Después asisten a sus hermanas encargadas de los platos principales. Guille también apoya, además de lavar los trastes sucios. Magda comienza a cocinar los romeritos con papas, camarón seco y el mole que ellas mismas hicieron unos días antes, y Rutila a sazonar el caldillo de jitomate con rodajas de plátano macho, camote y julianas de piña para el bacalao de lonja. Doña Alicia está siempre presente, mira el proceso de los guisos, absorbe los vapores de cada cacerola cuando le quita la tapa, prueba con una cuchara.

“Le hace falta un poco más a los romeritos. Hay que agregarle chocolate”, le dice a Magda que de inmediato obedece. A Rutilia solo le dice que va bien. Su guiso pasó la prueba.

Mientras ellas están con la preparación, por ahí de las 11:30 de la mañana el Cristo de Iztapalapa y su Ángel dejan su camerino y se coloca en el interior de la celda afrutada. Durante dos horas la gente desfila delante de ellos para mirar al Jesús moreno, tomarle una foto con el celular y la infaltable selfie antes que comience su tormento y muera en la cruz.

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La celda afrutada. Foto de Memo Bautista.

Pasada la 1:20 de la tarde, la familia Cano, algunos miembros del comité organizador, el Ángel, Ariel el Cristo, sus papás, abuelos y algunos de los actores que les tocará martirizarlo, entran a una recámara en donde está el altar donde al final se coloca la corona de espinas que usa el Mesías durante su camino al Calvario. En total son unas 20 personas. Nadie más entra y no cualquiera puede participar de esa breve ceremonia.

“Ariel, lo vas a hacer muy bien. Lo has hecho muy bien hasta a ahora”, dice uno de los organizadores. “No estás solo. Nosotros te vamos a acompañar”.

El muchacho se coloca al centro. Después de rezar un Padre Nuestro habla y expresa qué tanto pasa la cruz que va a cargar.

“No tengo miedo, lo vamos a hacer por el Señor de la Cuevita. Vamos a salir adelante con nuestra fe”.

Después se acerca su papá, vestido de romano para estar todo el tiempo al lado de su hijo, para darle la bendición. No puede contener la emoción y las lágrimas mojan su cara. Pasa su mamá, la abuela y después doña Alicia, la matriarca de las Cano, a santiguar al Cristo de Iztapalapa. Al final el resto de las personas los abrazan y le desean lo mejor.

Un reloj viejo, de péndulo, colocado en una de las paredes de la sala toca una campanada.

“Es mi papá que le da la bendición a Ariel”, me dice Marilú.

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En la casa de los Ensayos. Foto de Manuel Hernández Yáñez, cortesía de VICE.com.

En cuanto sale de la habitación el Cristo comienza a ser jaloneado de un lado a otro por su martirizador. El Cristo no puede controlar uno de los jalones y cae de bruces. El golpe suena seco contra el piso. Nada pudo detenerlo pues tiene las manos amarradas. Se levanta como puede y así se lo llevan al Jardín Cuitláhuac, donde será juzgado y condenado.

Las hermanas Cano le dan un último vistazo a su comida. Ya está hecho. Solo hay que dejarla con lumbre muy bajita para que permanezca caliente. Eso les dará tiempo de ir a ver un poco de la representación. Después regresaran para comer algo antes que llegue la banda, los actores y demás personas.

El caldillo de bacalao de lonja es dulce sin llegar a perder el toque de sal que lo convierte en un asado. En cada cucharada están presentes la piña y el plátano macho. Es extraño, no domina ninguno y al mezclarse con el pescado aparece un sabor cremoso, como si uno lo hubiera bañado con una de esas salsas que se inventan los chefs de manteles largos. Es inevitable recordar una de las frases de Rutilia cuando cocina: “Me encanta el perfume de la comida”.

El mole de los romeritos no es picoso a pesar del chile. El dulce extra que sugirió doña Alicia compensa lo salado de los camarones secos. No hay ninguna sensación terrosa, señal que las hierbas recibieron un buen enjuague.

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La Pasión de Iztapalapa. Foto de Anita Valerio.

Mientras comen, las mujeres están atentas de la televisión. Por ahí siguen la ruta del Cristo de 18 años. Como buenas conocedoras del evento dan su veredicto al trabajo del muchacho.

“Lo hizo bien. Llegó entero”.

A las cinco de la tarde el Cristo muere. Marilú y su hija ya han puesto las mesas de nuevo en la parte superior y de a poco están subiendo las cacerolas con la comida. Pronto llegará la banda hambrienta. Seguramente el Cristo, los apóstoles y alguno que otro colado también. Para todos hay. No importa que ellas, y nadie más, sean las que aportan todo el presupuesto para los alimentos; no importa que durante el año se abstengan de un antojo para ahorrar lo más que puedan para la Semana Santa. A nadie la negarán un plato de comida, de buena comida.

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