Hay pueblos de cuya existencia nadie estaría enterado si no fuera por sus músicos. Pueblos donde se oyen melodías en vivo a toda hora. Al arribar a ellos cualquier forastero despistado podría pensar que sus habitantes permanecen enfiestados, pero se trata de algo mucho más hondo, mucho más importante: en cada tonada están jugándose la vida.
Se la juegan porque la música es todo lo que tienen para combatir la indiferencia de quienes, desde el Estado, deberían atender sus necesidades básicas. Al cantar les ponen nombres a sus territorios innombrados, documentan su propia historia, amplifican las voces de sus conciudadanos y plantean denuncias, tal y como se aprecia en estos versos de Flaco Flow y Melanina:
Me obligaron a tomar las armas
Se ha ensuciado mi alma
Me felicitan por matar
a un hombre
Por dejar a una madre sin hijo
Así funciona este país
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De modo que reducir su vocación musical a un afán de juerga es insultarlos. Por eso Toño Fernández, el gaitero mayor, andaba siempre en guardia con unas coplas rabiosas:
Yo no canto por cantar
Ni por divertir a nadie
Si te quieres divertir
Que te divierta tu madre
Si no fuera por los músicos, insisto, muchos pueblos seguirían siendo desconocidos para el resto del país. Gracias a las coplas de ellos hemos sentido como propios ciertos destinos que considerábamos ajenos. Antes de la irrupción del vallenato, por ejemplo, el Magdalena Grande era una lejura inalcanzable para el poder central. Toba Mendoza, un viejo profesor de gramática, decía entonces que “la Guajira no le queda a Colombia más lejos de lo que le queda porque la ataja el mar”. En cuanto resonaron los acordeones el sitio dejó de ser inaccesible. Algo similar sucedió en San Jacinto – Bolívar –, en Istmina – Chocó – y en Puerto Gaitán – Meta –: los habitantes se hicieron oír a punta de tiple y trova.
Antes de que existiera el Festival del Porro pocos colombianos, fuera del departamento de Córdoba, conocían la existencia de un pueblo llamado San Pelayo. Era una aldea de calles terrosas que carecía de energía eléctrica y de centro de salud. Gracias al comercio y al turismo generados por el festival, los habitantes construyeron obras que estuvieron aplazadas durante años.
La marimba y el arpa les han servido a los gobernantes para representar a ciertas personas excluidas como protagonistas de un drama anecdótico
Muchos músicos suelen decir que su verdadera patria es la música, pues los incluye además de concederles ocupación y reconocimiento. “Gracias a la música”, me dijo el compositor Leandro Díaz en marzo de 2011, “he podido comprar maíz para amasar mis propias arepas”.
Este no es un artículo acerca de cómo la música les procura beneficios simpáticos a nuestros pueblos olvidados. Es más bien sobre cómo el establecimiento ha usado siempre las fiestas populares para ocultar las desigualdades. La marimba y el arpa les han servido a los gobernantes para representar a ciertas personas excluidas como protagonistas de un drama anecdótico. Gente que escogió su pobre vida del mismo modo en que se elige el cuero para hacer el tambor.
Nuestros músicos populares, más sagaces de lo que creemos, saben eso, y también saben que los poderosos sólo se acercan a ellos cuando hay francachela y comilona:
Si ves un rico comiendo
Con un pobre to’ los días
O el rico le debe al pobre
O es del pobre la comía
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