Artículo publicado por VICE México.
“Rutúa guieguí naxhi”, anuncia en zapoteco una mujer, desde el corazón del mercado tradicional de comida más importante del estado de Oaxaca: Tlacolula. En su lengua, dice que vende nieves. Ella es Francisca Cruz, tiene 58 años, es originaria del pueblo de San Bartolomé Quialana, bilingüe y vendedora de nieves artesanales en ese mismo punto desde 1975.
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Frente a ella, cinco personas vacían lentamente el contenido de unas copas de cristal con varias bolas congeladas de colores. Nadie habla. Están absortos en su meta de llegar al fondo del recipiente y quizá pedir más. Alrededor es una verbena. Es domingo, el día de plaza. Basta echar un vistazo para encontrarse a pocos pasos de distancia con puestos de jitomates criollos, repisas de pan de yema recién horneado, niños vendiendo chapulines en los pasillos y un hombre tocando la trompeta sin tregua.
“Rutúa guieguí naxhi biloloí, biduni, niidxi”, insiste la mujer indígena. “Vendo nieves de limón, tuna y leche”, explica en español a una pareja que se queda pasmada ante lo indescifrable de su anuncio. Ellos sonríen. Se sientan y piden dos combinadas con todos los sabores.
Francisca ha trabajado en lo mismo desde que tiene 15 años, porque en el pueblo donde nació las nieves son una tradición que ha pasado de generación en generación. Quialana —a una media hora en transporte público de Tlacolula— no es caluroso. Más bien es templado, pero las nieves son un legado que no desacata ni al más contestatario.
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Su abuela le enseñó cómo hacerlas. Luego falleció y Francisca se empleó como ayudante de una madrina suya para tener un ingreso extra en casa. El lugar al que llegó fue el local 162, donde desde 1930 está la Nevería Mary, al que se le quedó el nombre de la dueña original, pero donde actualmente ella es la cabeza.
Pasaron 43 años y ella se acostumbró a pararse todos los días a las seis de la mañana para extraer el zumo de los limones, hervir la leche, pelar las tunas e ir por los huevos para saborizar el sorbete. También se hizo experta en puntos de congelación, en las medidas exactas de salación del hielo, en el número óptimo de vueltas a las tinajas de metal para lograr la consistencia que identificaba el trabajo de su madrina Mary.
“Ella siempre fue muy paciente y me enseñó todo lo que sabía. Así aprendí a tratar bien a mis clientes, a hablarles más en español para tener más ganancias, a entender sus críticas y hasta sus estados de humor. La nieve es un postre, o un antojo, y para que funcione así una debe ofrecerla y servirla con mucho amor”, asegura.
Su local juega un rol específico en cualquier visita al mercado de Tlacolula. La gente normalmente va ahí y viaja horas desde los lugares donde vive —el sitio está a poco más de una hora de la capital de Oaxaca— sólo para comer, comprar artesanías y pasear frente al siempre soleado atrio de la iglesia con una nieve en mano.
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Puestos de ellas hay muchos, pero eventualmente todos van a la Nevería Mary porque hasta los turistas saben que se trata de uno de los más antiguos y conocidos a la redonda.
“Me asombra y me pone muy feliz que me visite gente que viene todos los domingos desde hace años. Cuando les pregunto qué les gusta de mis nieves, me dicen que no saben: que algo tienen que simplemente están muy ricas. Yo creo que porque ofrezco los sabores más tradicionales de esta región de Oaxaca. No me gusta hacer nieves raras, sólo las recetas originales de nuestros viejitos”, cuenta ella.
Después de media hora de romería sin ley, el hombre de la trompeta ha vuelto. Ahora toca El Rey, de José Alfredo Jiménez y, por alguna razón, ahora todo parece en orden. Los comensales de Francisca siguen en sus posiciones, ahora con vasos distintos. Ella habla en español con su nuera y su hijo que le ayudan a vender, y les dice que ya se acabaron los cinco litros de litros de nieve de limón y los tres de nuez.
“Ya sólo hay de estas”, le dice a una chica que llega con cámara en mano a asomarse a la barra donde atiende. La zapoteca abre, una a una, las tapas de aluminio que cubren sus tinajas. Le regala pruebas en pequeñas cucharas a la visitante. “Cuesta 35 pesos la copa con tres bolas”, continúa.
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Detrás, el hijo de Francisca llena un vaso grande con agua fresca y lo corona con nieve de tuna. El líquido se pinta de rojo: acaba de preparar un aguanieve. Un anciano que vende mezcal en garrafas de gasolina espera por él del otro lado; le pasa un billete y le da un sorbo a la bebida.
“Es que hace tanto calor, que ni el mezcalito ayuda, mijo. Dios te bendiga a ti y a tu mamá”, le dice el viejo. Lejos, de nuevo, vuelve a chirriar una trompeta, vuelve a pasar un vendaval con olor a molienda de chocolate. Bienvenidos a la Nevería Mary. “Rutúa guieguí naxhi.”