Artículo publicado por VICE México.
El hedor es nauseabundo a cien metros. Algunos cadáveres aún conservan pedazos de pellejo ennegrecidos. El zumbido de los insectos se confunde con el roce de las hojas sacudidas por la brisa: el único atisbo de vida en ‘La Peste’, como se conoce este vértice del Cementerio General del Sur. El abrasante sol caribeño acelera la descomposición de los cuerpos. Puede haber cien, doscientos… incontables. Algunos en bolsas de basura negras, otros descubiertos. Se amontonan en unos huecos de concreto destapados que alguna vez pretendieron ser tumbas, pero terminaron siendo la mayor fosa común de Caracas.
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Una lánguida silueta arrastra sus pies por la pendiente. Johan sube algunas mañanas para custodiar la cima. Adelgazó 20 kilos en los últimos años, ya no recuerda si por la droga o por el hambre. Se tapa nariz y boca con su camiseta antes de hablar:
“Estos son los que zumban (arrojan). Traen 30 o 40 muertos en una furgoneta por la noche. Luego pasan seis o siete meses y traen otros. Así los van subiendo”.
La pobreza y violencia saturan las morgues
En una de esas bolsas se encuentra Wilfredo Hernández, de 47 años, fallecido a finales de mayo de 2017 en los calabozos del comando de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) de El Recreo y trasladado a esa fosa un mes y medio después. Su familia lo reclamó y destapó el caso de otros 28 cadáveres con ese mismo destino. En los hoyos también hay guantes de látex impolutos. Demasiada precaución que difícilmente toma un criminal común.
En la segunda ciudad más violenta del mundo, las morgues se saturan. A veces los parientes ni siquiera reclaman los cuerpos por temor a represalias de los victimarios, o por desconocimiento de su desaparición. A veces se demoran semanas en recogerlos mientras juntan el dinero para un entierro o aguardan turno en la larga lista para acceder a los servicios funerarios públicos. Aunque varios de esos cadáveres ni siquiera pasan por la morgue.
“Aquí los suben por la noche y se oyen disparos. Los ajustician aquí mismito. Es más fácil para no cargarlos”.
Johan señala en el suelo algunos casquillos de una nueve milímetros y cartuchos de escopeta. Algunas pandillas ejecutan a sus víctimas en lo alto de ‘La Peste’.
“Ahora ya uno se piensa dos veces para matar a alguien, porque las balas también se han puesto caras, ya no se encuentran”.
Otro centinela de la loma se ha unido a la conversación, pero prefiere ocultar su identidad. A Johan eso no le importa:
“Aquí mando yo. Ya me puedes llamar: Johan, el malandro”.
Arquea sus brazos e inclina la cabeza al presentarse. Entre la gorra del equipo de béisbol New York Yankees y su nariz ganchuda, sobresale una mirada en blanco. Unos ojos hundidos, impasibles ante la muerte. Tantos muertos.
El hombre camina funámbulo sobre los tabiques que separan los orificios. Si se cayese, nadie lo echaría en falta. Hace tiempo que abandonó su hogar abocado al vicio y al crimen. Tampoco se distinguiría entre los occisos más recientes. Dice tener unos cuarenta y tantos años. Perdió la cuenta. Por su semblante ajado, parece que roza los sesenta.
Un cementerio nido de la delincuencia
Desde esa cumbre Johan vigila uno de los puntos estratégicos para el contrabando. Por abajo serpentea la carretera Cota 905, la ‘zona roja’ con más bandas delincuenciales en activo. Sólo en 2017 se llevaron a cabo 25 operativos de las Fuerzas de Acción Especial de la GNB. El nivel de represión y ejecuciones fue tal que los propios vecinos pidieron su retirada. El gobierno de Nicolás Maduro aceptó declarar la Cota 905 como ‘Zona de Paz’, donde se prohibía el ingreso de policías. La seguridad se dejó en manos de las pandillas, que siguen empleando el sector como lugar de cautiverio de sus secuestrados y de asalto a vehículos.
“Aquí la Policía no se atreve a subir. Esto es candela”.
A Johan se le desencaja ligeramente la mandíbula y deja entrever los pocos dientes que sobrevivieron a la calle. Se le pone la misma expresión cuando al regresar nos topamos con un todoterreno de la Guardia atravesado en el pedregoso camino. Dos agentes veinteañeros empuñan sus armas nerviosos.
“Vea, te dije que era mejor no traer el fierro (pistola)”.
Ambos malandros, también inquietos, se enzarzan en una discusión hasta que finalmente advierten:
“Salid con las manos en alto”.
“¡Estamos acompañando a un periodista!”
El joven conductor susurra para justifica su grito delatador:
“Tengo dos hijos, chamo”.
Los imberbes agentes tampoco quieren complicarse el día y, tras un breve registro y un par de preguntas, se marchan. Para llegar a ‘La Peste’ hay que cruzar todo el Cementerio del Sur y un trecho de montaña. Johan saluda a algunos campesinos que revolean su machete entre el zarzal, donde instalaron sus chabolas. Por la trocha de bajada se amontonan entre los arbustos numerosos ataúdes destrozados.
“Estas son las cajas que sacamos para vender los hoyos a otra familia”.
La reventa de sepulturas es uno de los muchos negocios en este camposanto, gobernado desde hace un lustro por la delincuencia. Arrasado cual horizonte bélico. En ruinas. Resulta incluso difícil caminar entre la maleza, los pedruscos de lápidas rotas y los vidrios de los féretros abiertos por donde asoman algunos cráneos. Los saqueadores han profanado la mayoría de las tumbas en busca de joyas y prendas de los difuntos. De un diente de oro. Un trozo de mármol, o hasta huesos.
“Esta es mi calle”.
Johan se detiene en uno de los pasillos, donde vende y se mete sus dosis de creepy —marihuana con químicos—, cocaína base o crack mezclado con tiza y cemento blanco. Lo que haya. Se queja de que antes se vendía mejor el perico (cocaína), pero a la gente ya no le alcanza para eso y se va por lo barato. Debido al galopante empobrecimiento, cada vez se consumen estupefacientes más tóxicos y a edades más tempranas. Johan no pregunta la edad a sus clientes. El narcomenudeo es habitual a plena luz del día en este lugar sagrado.
El temor de velar a sus difuntos
Ante semejante peligrosidad, pocos familiares acuden a velar a sus seres queridos. No se ve un alma por las 246 hectáreas de la mayor necrópolis de Caracas. Algunos han instalado jaulas o alambres para impedir el robo a (de) sus fallecidos.
“Tenemos miedo a que profanen, a los malandros, esto aquí está horrible, feísimo (…) También me daba vergüenza venir y ni ofrecerle un ramo a mi papá”, cuenta Rosa Aguilar, de 58 años, quien trae un arreglo a su padre. Lleva cuatro meses sin visitarlo por no poder pagar unas flores. Otra de las pocas transeúntes apenas carga un par de piedras para colocar sobre la estela de su marido, asesinado recientemente. Por eso prefiere ocultar su nombre.
“Al menos las piedras no las robarán, creo. Aquí revenden hasta las flores. Uno le paga a los malandros para que le limpien la tumba y la cuiden”.
La única opción para evitar el saqueo: la extorsión que les aplican los ladrones ahora dueños del lugar. Los escasos manojos secos se confunden con los matorrales que engullen las losas.
El desolador paisaje diurno abre paso en la noche a los coches con música a todo volumen, rodeados de grupos bailando, y a la prostitución de mujeres —algunas menores de edad—. A esas horas de la madrugada llega al recinto Marcelo junto a otros jóvenes de su barrio. Se pasean un rato palanca y linterna en mano hasta que encuentran una de las pocas lápidas enteras.
“Esta se ve nuevita”.
Entre tres apartan la piedra con esfuerzo, resquebrajan el ataúd y rompen el cristal de una patada. Nada de joyería. En este cementerio ya se han robado todo el oro, a veces incluso extraído por los propios familiares del difunto —como en este caso—, antes de que lo hiciesen los saqueadores. A Marcelo no le preocupa. Le interesan los huesos que venderá a quienes practican el palo mayombe —o palería—, una especie de santería proveniente de los esclavos africanos en Cuba y adoptada en Venezuela en sincretismo con símbolos católicos. Parte de las profanaciones tienen como fin obtener osamenta que se utiliza como ofrenda en los rituales de esa magia negra. Algunos celebran ese rito oscurantista en el mismo camposanto, imbuidos por decenas de velas y humo.
Marcelo niega ser un ratero. En el cerro donde vive los muchachos de 19 años como él —o menores— sacan dinero del secuestro y el atraco violento. A su manera, no hace daño a nadie:
“El muerto, muerto está, y yo necesito comer. Por esta bolsa (de huesos) me dan 50 mil bolos (bolívares)”.
En ese momento, el equivalente a la mitad de un sueldo mínimo: unos seis dólares, que alcanzaban para comprar un kilo de carne. Marcelo entra y sale del recinto como en su casa. Los agentes apalancados en la verja ni se inmutan. El par de patrullas de la Guardia bolivariana y Policía local tan sólo rondan por la zona de la entrada.
“Los tombos (policías) sólo están por las dos o tres primeras calles. De ahí en adelante, que los proteja Dios”.
Sin respeto a lo sagrado
Ni siquiera el centenar de personalidades históricas enterradas en el cementerio se libran de la profanación. Forzaron los portones de acero del Mausoleo de Joaquín Crespo, expresidente a finales del siglo XIX. Sus paredes y baldosas desconchadas. Unas polvorientas escaleras conducen a los sarcófagos del caudillo y su esposa, con los vidrios rotos, vacíos, al igual que los nichos de alrededor. En medio, la estatuilla dorada de un ángel que en sus brazos sostiene una impoluta tira con los colores nacionales.
“La bandera sí que no la roban porque no hay dónde venderla. Mírala, ahí está intacta”.
Marcelo toma la tela y se la coloca emulando una banda presidencial:
“He decidido aumentar el salario mínimo”, se jacta de esa frase que Maduro ha repetido decenas veces desde su llegada al poder en 2013.
Le divierte el tétrico escenario. Se siente cómodo.
“Aquí estoy más seguro que en mi barrio. Hay que sobrevivir, hermano”.
Joaquín Crespo ordenó construir su propio mausoleo en ese cementerio inaugurado en 1876 por su antecesor, amigo y entonces presidente, Antonio Guzmán Blanco. El autócrata y uno de los mandatarios más destacados de la historia venezolana da nombre a la avenida que circunda el camposanto, más conocida ahora como Cota 905.
Muchos de los asesinados en ese sector y en el resto de la capital llegan al Cementerio del Sur los martes y miércoles. Son los días más movidos, cuando la morgue entrega a los fallecidos por hechos violentos especialmente durante el fin de semana. En la entrada se reúnen los familiares mezclados entre los ‘buitres de las tumbas’ que revolotean a la caza para ofrecer sus servicios clandestinos.
La capilla ni siquiera cuenta con luz y baños propios. La lúgubre situación se debe al abandono institucional, denuncia el capellán del cementerio, Germán Machado, quien mantiene su fe. Pese a esos problemas, se esfuerza para que los difuntos puedan tener un ‘adiós’ digno.
“El lugar da la posibilidad de sepultar los seres queridos de las familias que no tienen recursos suficientes para contratar un servicio funerario privado”.
A diario se celebran de 10 a 12 entierros, con picos de hasta veinte. La gratuidad del sepelio desborda la lista de espera. Por eso cada vez más parientes optan por la cremación. También porque cuesta la mitad que un entierro privado, sin contar luego con el mantenimiento del sepulcro. A finales del año pasado el precio de la incineración rondaba los 12.000 bolívares —unos 30 dólares en tasa paralela—, casi tres salarios mínimos. Una decisión aun así costosa y sobre todo dolorosa en una sociedad tan católica. A veces ni siquiera pueden cremarlos durante días debido a la escasez de combustible. Eso, en el que fuese el mayor productor de petróleo del mundo y el país latinoamericano con más reservas de gas natural.
La mayor fosa común desde el Caracazo
El Estado sólo hace acto de presencia en ese cementerio cada 27 de febrero, cuando grupos chavistas se congregan para homenajear a los ‘mártires’ del estallido social de 1989. A la frustración y desigualdad social de la época se sumó una subida de precios del gobierno de Carlos Andrés Pérez.
Las clases populares bajaron de los cerros, como se temía, para rebelarse contra un presidente —y una élite— que les había traicionado, “cuando todos esperaban la llegada de un Mesías populista que empezara con el reparto imposible”, como describió el periodista José Comas en su crónica de esa jornada.
La dura represión policial causó unas 300 muertes (oficiales) o 3.000 (extraoficiales). Las autoridades lanzaron a muchos de los manifestantes asesinados en el Cementerio del Sur, en un terraplén que desde entonces lo apodaron como ‘La Peste’ por el fétido olor que atufaba desde la distancia.
Aquellos disturbios se conocieron como el Caracazo, germen del intento de golpe de Estado en 1992 encabezado por Hugo Chávez, presentándose como ese Mesías que añoraba la clase humilde. Luego lo elegirían presidente dando lugar a veinte años de chavismo.
Los parientes de las víctimas han exigido desde hace años la búsqueda de sus cuerpos. A comienzos de los noventa se exhumaron 68 cadáveres. En septiembre de 2009 la entonces fiscal general, Luisa Ortega Díaz —hoy líder opositora exiliada—, impulsó la extracción de los restos de 127 personas.
Tres décadas después del Caracazo, en la considerada la mayor fosa común urbana del mundo vuelven a arrojar cadáveres: esta vez víctimas de la espiral de violencia o del abandono por la asfixiante pobreza. ‘La Peste’ emana de nuevo ese vomitivo hedor, pero los familiares ya ni siquiera reclaman sus almas.