Este artículo aparece en “El número del agotamiento y el escapismo ” de nuestra revista. Subscríbete aquí.
La única vez que fui a Disney World fue en noviembre de 2001. No habíamos planeado ir, pero después del 11-S mi padre supuso acertadamente que podríamos conseguir billetes de avión baratos desde Newark, Nueva Jersey, hasta Orlando. Yo tenía 11 años y no había cogido muchos vuelos hasta entonces, así que no podía comprender realmente: uno, que todo era diferente ―la seguridad, el proceso de embarque, el nivel de miedo palpable― y dos, que mi padre había visto una oportunidad para monetizar una tragedia nacional.
Videos by VICE
El 11 de septiembre fue un momento de cataclismo. Fue, quizá, el primer momento en que la crudeza de la realidad rompió la fantasía de la imaginación de Walt Disney, cuando lo que John Jeremiah Sullivan ―escribiendo en el New York Times Magazine― describió una vez como “la doble alucinación”, parecía que iba a languidecer. Un reportero del Huffington Post que entrevistó a los empleados de Disney después de aquel trágico día reveló que la gerencia había avisado al personal de que no informaran a los asistentes de por qué el parque iba a cerrar temprano esa mañana a menos que se lo preguntaran explícitamente. Y para conseguir que la gente se marchara, los Mickeys y las Minnies y los Goofys se tomaron de las manos y, formando una muralla humana, dirigieron a los clientes hacia la salida. Al parecer, les preocupaba que “Disneylandia y los resorts de Walt Disney World pudieran estar también en la lista de objetivos de los terroristas”.
Todo aquel asunto rayaba lo absurdo, el hecho de que la ilusión debiera ser protegida a toda costa de la infiltración de cualquier cosa procedente de más allá de sus muros. Para el que viene de fuera, Disney World es una recreación de Norteamérica a modo de paraíso. Es una atracción turística que ejemplifica el control y la influencia de la nación como baluarte de la cultura popular, igual que la idea protestante de que cualquiera puede ser lo que quiera ser si lo intenta con suficiente empeño. “Cuando se construyó Disney World”, escribió Sullivan, “encarnaba la idea compartida de Norteamérica como pura fantasía capitalista.
Más tarde, daba igual a qué lugar del mundo te desplazaras, acababas topándote con un asombroso número de personas para las que Orlando era sinónimo de Norteamérica”. Pero leer sobre la historia de Disney World tal y como la ideó el viejo Walt significa comprender que quizá la premisa fuera sospechosa, casi de una forma Trumpiana, desde el principio. El empresario marcó determinadas líneas éticas y morales para trazar su plan, que ampliamente involucraba la participación de empresas fantasma y el engaño hacia los lugareños sobre quién estaba comprando exactamente las tierras que les circundaban (no podía permitir que los precios de las propiedades se dispararan).
Hace poco estuve pensando sobre ese viaje, no solo por nostalgia sino también porque el Orlando Sentinel publicó que alguien había colgado una pancarta en el Reino Mágico el pasado septiembre en la que se podía leer “Reelige a Trump en 2020” (según el periódico, la pancarta recibió una reacción relativamente dividida antes de que los miembros de seguridad la arrancaran: “algunos vitorearon y otros abuchearon”). El ascenso de Trump a la presidencia se ha colado a través de las verjas de Disney. Hasta ahora, pocas cosas habían irrumpido más allá de su fachada aparte de acontecimientos que perturbaran a la sociedad. Sin embargo, es más permeable de lo que podría creerse inicialmente. Desde que Trump asumió el poder, ha dirigido algunos de sus infames tuits semianalfabetos a Bob Iger, CEO de Disney, que dimitió del consejo asesor de la Casa Blanca después de que el presidente se retirara del acuerdo de París sobre el cambio climático en verano de 2017.
El pasado diciembre, un Trump animatrónico fue añadido al Salón de Presidentes. Muchos criticaron la elección de incluir al controvertido líder y no tardaron en criticar la verosimilitud de su rostro. “¿Veis a Donald Trump?”, preguntaba la NPR, “¿o a John Voight interpretando a Donald Trump? ¿O a determinado muñeco de una franquicia de películas de terror?”. El Washington Post hizo intervenir a su comentarista político: “Aparte de la obvia inconsistencia de la complexión, el peinado no empieza suficientemente abajo”. Elle lo llamó la “mejor cosa más espeluznante”. Los medios, entonces, debatían hasta qué punto era fake el Trump-robot y cómo habían fracasado a la hora de conferirle el auténtico aspecto de Donald.
Hemos traspasado un meta-umbral que jamás pensé que trataría de explicar sobre las deficiencias de una inmensa corporación a la hora de retratar las características físicas de un hombre del que resulta difícil de creer que se elevó a través de los rankings de la vida pública galvanizando a toda una población a través de narcisismo puro y duro. (También hemos tenido otras noticias: el pasado mes de marzo, una rama de Planned Parenthood publicó un tuit acerca de crear una princesa Disney “que aborta”, que fue rápidamente eliminado tras una oleada de críticas sobre el tema de meter con calzador problemas de adultos en un contexto infantil. Mientras tanto, en agosto, los trabajadores de Disney llegaron a un acuerdo para percibir un salario mínimo de 15 dólares la hora hacia 2021).
Hemos alcanzado un momento ―nuestra denominada era de la posverdad― en que somos más conscientes que nunca de las flagrantes discrepancias que nos dividen, tanto económica como filosófica y socialmente. El entretenimiento y la política se han fundido hasta tal punto que resulta imposible separarlos. Donald Trump ha salido del plató de su reality show para entrar en el Despacho Oval, y la idea de Disney World como la versión norteamericana del Edén, donde cualquiera puede aplicarle el significado que le plazca, parece haberse abrochado el cinturón ante el inminente desastre.
Empleando una metáfora bastante adecuada, el parque de atracciones se sitúa entre la costa occidental arrasada por el Huracán Michael el pasado octubre y la oriental, que alberga el Mar-a-Lago, la “Casa Blanca de Invierno”, un sueño decadente atascado en medio de una zona de desastre y un club de campo casi mítico frecuentado por los poderosos.
Fue en este contexto semi-irónico, en este ambiente particularmente sobrecargado, en el que enviamos al fotógrafo Chris Maggio a Disney World durante la semana de las elecciones, cuando millones de norteamericanos se dirigían a los colegios electorales (mientras este número iba a la imprenta, los resultados del senador y el gobernador de Florida estaban siendo sometidos a recuento).
Lo que Maggio vio fue Orlando como una distopía surrealista, dado que los seguidores de Trump han acaparado la imaginería de Disney World y la han empleado en sus propios productos clandestinos para ganar votantes. Lo que quizá significaba una cosa en el pasado (como una camiseta del Pato Donald burlándose del presentador de un programa de televisión) hoy significa otra completamente distinta. Han empleado dibujos animados como una prolongación de nuestro clima propio de los dibujos animados. Es un catálogo de nuestro tiempo y para nuestro tiempo, que pide que meditemos si hemos alcanzado el punto en que ya no nos queda adónde escapar. —Alex Norcia
Suscríbete a nuestra newsletter para recibir nuestro contenido más destacado.