Pasé seis años encarcelado en Colombia

Ilustraciones por Daniel Dobleu.

Me tomó cerca de dos semanas quitarme la pintura amarilla de las rastas, pero por más que las lavara, la pintura nunca se iba a ir. Así que finalmente me afeité completamente la cabeza —el corte que tengo ahora— para parecer normal en la grabación de la popular novela colombiana Niche, que se transmitía todos los viernes a las nueve de la noche. La pintura brillante que tenían en mi pelo me la habían lanzado en represalia por mi salida de La Picota, una de las numerosas cárceles de “alta seguridad” de Colombia, ubicada al sur de Bogotá, muy cerca del parque El Tunal.

La persona que me arrojó la pintura fue un demonio celoso, de piel clara y ojos azules (sí, hay un montón de celos en la cárcel, entre otras cosas). Un dominicano cuyo nombre no voy a publicar aquí porque no estoy dispuesto a darle protagonismo. Habíamos sido amigos en una época (“conocidos” es una mejor palabra, pues uno, cuando está preso, más que amigos lo que hace es aliados), pero me alejé de él una vez empecé a sospechar de su naturaleza, de su carácter.

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Había algo extraño en él. Le había dicho a todo el mundo en el patio seis de La Picota, el área para extranjeros y “lecheros” (padres que no cumplieron con la cuota de alimentos de sus hijos), que había estado en el ejército de Estados Unidos (“operaciones especiales”, me dijo). Pero también había rumores oscuros en torno a él: que era de la DEA, un “sapo”, algo de lo que no querrías ser etiquetado en la cárcel. Es cierto que habían cosas que él decía sobre sí mismo que no sonaban reales. Parecía un farsante. Así que me alejé, restringí mi contacto. Él era demasiado cauto, demasiado extraño (su historia seguía cambiando) y tenía un hábito particularmente molesto e irritante que la gente en la cárcel desprecia: le gustaba alardear.

Era un idiota buscando llamar la atención; como un misil en busca de calor, precisando su objetivo, este particular mulato obtenía placer cuando la gente lo miraba y lo adoraba. Estaba desesperado por ello. Por la atención, quiero decir. Era uno de esos tipos que se ponía a hacer posiciones de yoga en el patio principal de la cárcel. Personalmente me gusta el yoga, pero es algo que simplemente no haría en la cárcel, al menos no delante de los otros presos. Es algo que harías en tu propia celda (bueno, si tuvieras la suerte de tener tu propia celda).

Las cárceles colombianas están evidentemente hacinadas y no parece haber ninguna solución a la vista, ciertamente no en un futuro muy próximo. El concepto colombiano carcelario no es diferente de lo que hoy es conocido en Estados Unidos como el Industrial Prison Complex (traducción: encarcelar a las personas es un negocio lucrativo). Sin embargo, a diferencia del sistema de prisiones estadunidense (tan terrible como lo es), los presos en Colombia duermen en los pasillos, en esteras, porque no hay colchones. Mi celda, que tuve la suerte de conseguir y donde viví durante 64 meses aproximadamente, no medía más de 88 cm de ancho, 2.40 m de largo y 2.50 m de alto. Siempre bromeaba con que mi celda no era más grande que la versión horizontal de un vestier en una tienda de lujo (Barney’s o Saks en la Quinta Avenida en Nueva York).

Terminé dándole a este bruto diablo ojiazul el sobrenombre de Special Ops (operaciones especiales), pues siempre llevaba el pelo cortado al estilo militar y peinado hacia el lado izquierdo, como si estuviera entrando a primer grado o algo así. Special Ops, ya sabes, los mismos tipos rudos que entraron y sacaron a Osama. Supongo que el hombre me lanzó pintura por eso, por haberme burlado de él. Y también por no adorarlo. En un momento dado llegué a considerarlo un verdadero psicópata.

En Colombia es costumbre que cuando uno sale de la cárcel, debe ser golpeado con una sandalia o una chancla en el culo. Algo similar a lo que los musulmanes le hacen a alguien para demostrar su disgusto (hubo imágenes de esta misma acción cuando Saddam Hussein fue defenestrado en 2003, muchas fotos en la prensa con hombres iraquíes golpeando el trasero de la estatua derribada de su líder caído y humillado, literalmente).

Pero a diferencia de la costumbre musulmana, en el que es un gesto irrespetuoso, este golpe en el trasero con la parte de abajo de un zapato tiene la intención de comunicar aprobación, porque finalmente vas a volver a “la calle” y a un estilo de vida normal. En prisión no hay nada normal. No es cool. Es un universo paralelo al mundo real. Y no uno agradable. Cualquiera que haya pensado o dicho que la cárcel es cool tiene que estar demente. O lo dice para demostrar que tiene calle. Pero supongo que basta con demostrar que saliste cuerdo de un lugar como la cárcel para merecer algunos puntos.

Como ya lo dije, a mí no me pegaron con la chancla. En cambio, me tiraron pintura encima. Supongo que eso también demuestra lo poco que me querían en ese lugar. Pero no me podría importar menos si les caía bien o no. La cárcel no era para mí un concurso de popularidad que debía ganar. Pasé casi 72 meses rodeado de gente que no hubiera conocido o con la que no hubiera interactuado si no fuera por el simple hecho de estar ahí. Siempre he comparado estar en prisión con tener que vivir en tu casa con compañeros que no elegiste —o no te gustan— pero con los que estás obligado a convivir de todas maneras. Allá solía decirle a los que conocía que no estaba allí para hacer amigos.

La cárcel no se parece ni un poco a Orange Is The New Black (aunque entiendo que la mujer en la que está basada la historia fue a la cárcel por el mismo delito que cometí yo) o Prison Break o The Longest Yard o cualquiera de esa basura que se ve en la televisión o en las películas. Aunque las personas, e incluso los detenidos, la perciben como tal. Algunos reclusos incluso tratan de vivirlo. Todos ellos quieren ser “jefes” o tipos rudos o fanfarrones como ese monstruo dominicano, en vez de solo esperar a que pase el tiempo, volar bajo y evitar el radar, y salir de allí. Yo solo quería largarme de allí, volver a mi vida lejos de esos malditos idiotas. No me importó una mierda aprender español (a menudo recibo reproches por cuenta de eso, provenientes de personas que nunca han pasado tiempo en un entorno como un centro de detención colombiano). Solo quería irme. Volver al mundo real, lejos de cualquier cosa que me recordara esa vida en la que estaba existiendo. No creo que en prisión uno viva, más bien uno existe. Uno existe para el día en que pueda volver a vivir.

En Colombia es costumbre que cuando uno sale de la cárcel, debe ser golpeado con una sandalia o una chancla en el culo. Algo similar a lo que los musulmanes le hacen a alguien para demostrar su disgusto.

Para el momento en que dejara La Picota, yo sería uno de los detenidos que habrían estado en ese ‘patio’ durante más tiempo. Habría vivido en La Picota sesenta y cuatro del total de setenta y dos meses de mi condena completa. Uno puede saber lo “viejo” que es un detenido por su TD o número de identificación; el mío era 56475. Cuando saliera de La Picota, los TDs comenzarían con un nueve. Y aunque la cantidad de tiempo que uno pasa detenido se supone que garantiza un mínimo de respeto, a veces no sucede. De ahí las medidas retributivas del demonio de ojos azules.

No podía esperar para salir de ese lugar, ya fuera con pintura amarilla en el pelo o no, lejos de la monotonía, la rutina, la desidia, la yuca, el arroz y la papa de las comidas sobrecargadas en carbohidratos que servían cada puto día, el INPEC, tener que hablar español y no ser comprendido (y tener que explicar siempre que el inglés es la lengua franca del mundo y que cuando salga de este agujero del tercer mundo, nadie me va a hablar en español, a menos que esté en Miami). Me aliviaba, entre tanto, saber que me iba y que esa basura dominicana que había arrojado la pintura en mi cabello seguiría allí.

Los cuentos con moraleja solo se vuelven aleccionadores después de que algo malo o desafortunado o terrible o malvado ha ocurrido. Como un crimen; algunos creen que un crimen es solo un crimen si te atrapan. ¿Lo es? Mi situación no fue diferente.

Mi propio cuento con moraleja, o pesadilla, ocurrió a finales de octubre de 2008, luego de regresar a casa en Ámsterdam después de un viaje a París. Había ido allí con el pretexto de encontrarme con mi hermana a quien no había visto en un tiempo y que, en ese momento, estaba estudiando en Londres. También había ido a París para negociar el traslado de una exposición de fotografías de una supermodelo y fotógrafa de los años noventa, cuya obra yo ya había curado en Rotterdam en 2007, y de nuevo durante la Semana de la Moda de Ámsterdam en el verano de 2008. Ambas muestras habían sido un éxito y estábamos planeando exhibir las mismas fotos en Nueva York en diciembre de ese año.

También existía la posibilidad de que esta misma serie de fotografías viajara a Japón al espacio de exposiciones recientemente inaugurado por Chanel Tokio. Yo ya había negociado que este mismo survey (un término del mundo del arte para referirse a un cuerpo de trabajo de un artista) fuera a Nueva York, cuando había planeado mi viaje a París. Y finalmente logré que la curadora de Chanel Tokio aceptara llevar la muestra con una fecha tentativa (sería inaugurada en febrero de 2011) y que arreglara que el presidente de Chanel asistiera a la inauguración de la exposición en Nueva York. Todo un éxito, se podría decir. Sin embargo, oscuros pensamientos se arremolinaban en mi mente: yo no tenía el dinero, ya fuera para enviar las casi 175 fotografías enmarcadas y montadas desde Holanda a Estados Unidos ni tenía los medios para viajar.

De ahí mi dilema y mi estado mental elucubrador. ¿Cómo voy a lograr llevar el trabajo de este artista desde Ámsterdam a Nueva York? ¿Cómo voy a llegar yo allí? ¿Sin dinero? ¿Qué putas voy a hacer? Las cartas estaban echadas.

Finalmente sería condenado por el delito de narcotráfico y condenado a ciento veintinueve meses (diez años y medio, para todos los que no pueden calcular rápido). Mi primera vez en la cárcel.

En un artículo reciente en el periódico británico The Economist, el Reino Unido, con una población de diez millones de habitantes más que Colombia, tiene menos personas en sus centros carcelarios: 149 personas de cada 100,000, en comparación con Colombia donde están encarceladas 250 de cada 100,000.

Yo pensaba, antes de emprender este fatídico viaje, que de ser capturado recibiría, como máximo, tres años. Nunca en mis sueños más salvajes se me ocurrió que iba a terminar siendo condenado a diez años por un crimen cometido por primera vez. Tal vez en Estados Unidos, donde la legislación sobre drogas es mucho más estricta, pero yo no iba en un vuelo hacia o desde Estados Unidos

Supongo que esta forma de pensar tenía su origen en haber vivido en los Países Bajos por unos veintipico de años, donde las leyes de drogas son menos estrictas y el poder judicial y el sistema penitenciario, en general, están menos enfocados en encarcelar a las personas. Más tarde me dijeron que si hubiera sido arrestado en Holanda, o en Europa, sin duda no habría recibido la sentencia que obtuve aquí en Colombia (en ese mismo artículo en The Economist, Holanda, que tiene una población de casi diecisiete millones, tiene una tasa de encarcelamiento de solo 75 por cada 100,000 habitantes).

“¿Por qué Colombia?”, le pregunté a mis contactos nigerianos en el Barrio Rojo de Ámsterdam. Yo no sabía nada sobre la legislación colombiana sobre drogas, tampoco conocía su sistema penal o judicial —aunque algunos meses antes, había visto en el programa de la BBC One, Panorama, una entrevista con el entonces presidente de Colombia, Álvaro Uribe, diciendo que cualquiera que estuviera planeando venir a su país con el único propósito de traficar drogas, mejor no lo hiciera. Vaya, cómo me gustaría haber escuchado sus palabras. Tampoco sabía de su corrupción, su pobreza, su disparidad entre los que tienen y los que no tienen. Yo ni siquiera sabía de Botero, Guillermo Spinosa, u Oscar Rodríguez Naranjo, referencias icónicas del arte en Colombia, y cuyo trabajo estuve ayudando a vender en Christie’s, una conocida casa de subastas en Nueva York. Mi conocimiento sobre Colombia y los colombianos se limitaba a su producción de café y cocaína. Solo aprendería todas estas cosas una vez estando aquí, el lugar dónde estaría por los próximos seis años.

Las negociaciones iniciales con mis contactos nigerianos fueron por dos kilos de cocaína, por los que me pagarían 20,000 euros; lo único que tenía que hacer era viajar a Bogotá y traer la droga a Europa. Mi amigo croata, a quien conocí en La Picota, una mezcla entre Charlie Brown y un científico loco, al que solía llamar Bernie P, me dijo que yo nunca iba a recibir esa cantidad de dinero, que el precio pactado era demasiado inflado para ese año. Bernie P. también me aseguró que, contrario a lo que yo llegué a suponer, mi captura en El Dorado no había sido una trampa diseñada para que otros pasaran mientras me capturaban a mí. Por el contrario, los tipos que me habían contratado para el trabajo eran de poca monta y no tenían el tipo de operación como para permitirse el lujo de perder ocho kilos de cocaína con un chivo expiatorio. Las autoridades colombianas eventualmente encontraron 7,8 kilos que iban en mi maleta. La droga venía tanto en polvo como líquida, envasada en botellas grandes marcadas con la inscripción: Drakar Noir. El horror de mi pesadilla apenas comenzaba y la gravedad de mi situación, tan solo empezaba a desplegarse.

Había pasado solo tres días en Bogotá, en la localidad de Suba (como lo quiso el destino, ahí es donde estoy viviendo ahora) antes de que fuera atrapado inevitablemente con la merca. Cuando llegué desde Ámsterdam a Bogotá a través de Atlanta, tuve lo que Oprah hubiera llamado “banderas rojas”, momentos de claridad a los que hice caso omiso. Esto pudo deberse a que yo había estado fumando cocaína una y otra vez durante mis negociaciones con los nigerianos. No fue hasta que aterricé en Atlanta y tomé la conexión hacia Bogotá, que empecé a entrar en posesión completa de mis facultades mentales (aunque todavía estaba un poco desubicado), y entendí cuáles podrían ser las consecuencias de mis actos. Si hubiera seguido esas señales fatídicas como lo que eran, signos para no continuar con esas accidentadas, si no viciadas negociaciones, probablemente no habría sido encarcelado.

Cuando aterricé en el aeropuerto El Dorado esa húmeda y fría noche de martes, en noviembre, estaba lloviendo tan duro que apenas podía ver una mano delante mío y mucho menos mi entorno. Yo nunca había visto llover así, excepto durante la temporada de lluvias en Tailandia. Con el nombre y dirección del hotel en un papel que los nigerianos me habían dado, me acerqué a un taxista, luego a otro, hasta que pronto tuve toda una congregación de taxistas sacudiendo negativamente sus cabezas bajo la lluvia, sin entender adónde se suponía que debía ir. Por último, uno de ellos pareció entender cuál era mi destino. Le tomaría casi noventa minutos, bajo esa lluvia torrencial.

El hotel no era nada de lo que yo había esperado o imaginado. Era un establecimiento deteriorado, uno de muchos en la ciudad donde la gente va a tirar, pero yo aún no entendía esto. Era como una mujer a la que se le ven las pantuflas por debajo de su vestido de diseñador. El lugar definitivamente había visto días mejores. Además de esta mala ilusión, la habitación no había sido pagada y el poco dinero que no me había fumado en Ámsterdam, lo había usado para pagar el taxi. Por suerte, el recepcionista fue muy amable, me llevó a una agradable habitación (había una reserva a mi nombre), aunque más tarde descubriría que no tenía agua caliente (luego descubriría también que a muchos colombianos nos les gustan las duchas calientes), y una vez instalado, llamé a mis contactos desde mi teléfono celular.

Mi contacto, a quien nunca había conocido hasta esa noche, era un corpulento moreno africano, con el pelo al estilo de Grace Jones en los ochenta. Su nombre se me escapa, pues ha pasado mucho tiempo. Llegó pero no me ayudó mucho más allá de las necesidades básicas. Aunque pagó por la habitación (con un día extra), pedirle que hiciera algo más por mí era inútil, como me daría cuenta durante el resto de mi estadía en Bogotá. Arreglamos tentativamente para vernos a la mañana siguiente. Fue entonces que se le salió que tenía que tomarme una foto al otro día con la ropa que usaría cuando fuera a volar de Bogotá, el sábado siguiente.

Mientras todavía me sentía nebuloso por el vuelo y los días y semanas anteriores de fiesta, el comentario de mi contacto africano encendió más alarmas en mi cabeza, dejándome un poco más intranquilo de lo que estaba. ¿Por qué tengo que tomarme una foto con la ropa que iba a estar llevando el día que me iba? ¿Qué pasaba si cambiaba el traje que planeaba llevar? ¿Por qué era necesario todo esto? ¿Qué estaba pasando aquí? Me las arreglé para dormir, pero a ratos.

Me desperté a la mañana siguiente, sintiéndome perturbado, ansioso, todavía incómodo con el hecho de tener que tomarme una foto. Pero accedí. Me vestí con la camiseta de Obama del diseñador Shepard Fairey que había comprado en Ámsterdam unas semanas antes y había sido un gran éxito en la fiesta de la lujosa casa italiana de diseño, Fendi, a la que asistí en París tan solo unos días antes de hacer los arreglos para venir a Colombia. Pero en el carro, de camino a tomarme la foto, le pregunté a mi guía por qué era necesario hacerlo. Comentó que era para la gente en el aeropuerto que estaría trabajando el día que estaba destinado a viajar; así podrían saber cómo era yo, quién era yo. Su explicación me pareció clara, pero no aligeró mis preocupaciones. Al contrario, me hizo sentir aún más incómodo con lo que estaba a punto de hacer.

El día en que viajaba, en la mañana, el africano me llevó a comprar una maleta. Cuando eres negro tienes que viajar con un tipo de maleta que te dé algo de estatus. Pero la que terminamos comprando no era precisamente una Louis Vuitton. Se la llevó con algo de mi ropa para envolver la mercancía y a las tres me recogió nuevamente en el motel.

En el terminal de transporte un hombre con un niño de unos seis años nos entregó la maleta completa. En el carro hacia el aeropuerto, el africano me indicó que debía envolver la maleta en vinilpel y me entregó cerca de 150 dólares para el viaje. Entré solo a El Dorado y seguí las instrucciones.

No suelo ser de los que llegan tres horas antes al aeropuerto, pero esta vez tuve matar el tiempo haciendo pasarela por los puestos de comida y entre vitrinas, sin pensar demasiado en el asunto. En el Duty free me compré una crema facial Elizabeth Arden (fabulosa para la piel) y como aún me restaban noventa minutos para abordar, aproveché para tomarme un par de cervezas en el bar.

El alcohol en la cabeza desató mis nervios. Fui el primero en la fila cuando escuché la orden de abordaje, lo único que quería era salir de allí. En la última requisa, una mujer me preguntó si podía echarle un vistazo a mis equipaje de mano, y luego me condujeron a un cuarto a unos 50 metros de allí donde me pasaron por un escáner. Accedí confiado, finalmente no llevaba nada conmigo.

De vuelta en la sala de espera recibí la llamada del nigeriano preguntándome si ya estaba en el avión. Mientras le decía que sí para que me dejara en paz, el mismo hombre que me había escaneado me hacía señas para que me acercara a él. Me preguntó en inglés cuál era mi maleta, señalando un grupo de equipajes a sus pies. Reconocí ese horrible bolso del que creí haber salido cuando lo entregué en el counter.

Vi mi vida pasar ante mis ojos en cámara lenta: mi carrera, mi familia, mis ‘amigos’ (aunque ese tema sería lo suficientemente claro para mí, con el tiempo). Y ni hablar de la apertura de mi muestra en Nueva York, que debió haber tenido lugar unas pocas semanas después. ¿Saldría a tiempo? ¿Esta pesadilla terminaría para entonces? ¿Vería luz del día en Tokio?

Pronto aprendería que andar con más de cinco kilos de cocaína en Colombia te da automáticamente ciento veinte meses en la cárcel, así que teóricamente podría haber sido arrestado con diez toneladas de cocaína y pagar un año por cada tonelada, por lo que estaba arruinado en el momento en que abrieron la maleta en el aeropuerto. Aunque luego escuché de cómo a veces disminuye la cantidad inicial de cocaína incautada, cuando se repiten las mediciones, en mi caso no tuve esa suerte.

Como he dicho, si hubiera sido más perceptivo, si hubiera escuchado o seguido mi intuición, muy probablemente no habría pasado muchos meses de mi vida en una prisión colombiana. Pero tal vez era mi destino. Yo todavía no sé si tiene que ver con eso. En todo caso, habría estado detenido mucho más tiempo si el actual presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, no hubiera firmado la ley 1709, que básicamente acorta la cantidad de tiempo que un detenido debe pasar físicamente en prisión (inicialmente el tiempo tenía que ser dos tercios de una sentencia antes de poder obtener lo que se conoce aquí como “libertad condicional”. Con la aprobación de esa ley en enero de 2014, el tiempo se redujo a tres quintos).

En mi caso, yo tenía que haber pasado por lo menos cincuenta y ocho meses antes de poder salir de ese agujero. Tenía todos los requisitos necesarios, descuento, buen comportamiento, toda esa mierda. Pero esto no significaba que en realidad fuera a salir a algún lado, incluso si la ley lo dice. La ley aquí se presta a muchas interpretaciones. Conozco a un joven a quien enseño inglés, que estudia Derecho en la prestigiosa Universidad de Los Andes. El muchacho me dijo que no le gustaría ejercer el derecho penal aquí porque es “demasiado peligroso”. En cambio, ha optado por estudiar derecho internacional. Lo que importa en Colombia es cuánto tienes en el bolsillo. Lo que impera es el todopoderoso peso (o el dólar o el euro). El dinero habla. Bullshit absolutely walks (y parece que hay mucho de eso aquí, pura habladera de mierda, especialmente cuando se trata del sistema judicial).

Muchos de los juzgados (jueces) en Colombia tienen su propio concepto de cómo esta nueva ley debe aplicarse, aunque explica, muy clara y específicamente, cuáles son los beneficios para los detenidos (la capacidad de irse una vez que uno ha alcanzado las tres quintas partes) y lo más importante, cuáles son las consecuencias para los jueces que no apliquen la ley adecuadamente. Sin embargo, los jueces en Colombia hacen lo que quieren hacer porque saben que nada les va a pasar. Saben que no serán perseguidos por no seguir la ley al pie de la letra. Ellos están, en muchos casos, por encima de la ley.

Lo que importa en Colombia es cuánto tienes en el bolsillo. Lo que impera es el todopoderoso peso (o el dólar o el euro). El dinero habla. Bullshit absolutely walks.

Y así, muchos de los detenidos languidecen en las prisiones colombianas por esa misma razón. Como he mencionado antes, las cárceles están llenísimas, casi tan llenas como las de Estados Unidos. De hecho, los dos sistemas penales son muy similares en tanto que ambos parecen prosperar en la medida en que metan más gente a la cárcel. En ninguno de los casos se busca intentar alguna otra forma de rehabilitación o reparación (a diferencia del sistema holandés que parece procurar no enviar a la gente a la cárcel). Colombia sigue el ejemplo de sus amigos gringos, aunque odian admitirlo (he descubierto que los colombianos —al menos los que conocí en prisión— parecen tanto amar como odiar a los estadounidenses, con un énfasis hacia el odio).

Me negué a dejar que alguien se enterara de dónde estaba durante los setenta y dos meses que estuve en prisión, a excepción de algunos amigos más ‘queridos’ (y no había muchos de esos, déjenme decirles). Mi consumo intermitente de drogas recreacionales me ayudó a cortar muchos lazos. No podía decirle a mi familia dónde estaba porque no tenía (ni tengo) ese tipo de relación con ellos.

Para ser sincero, estaba demasiado avergonzado para decirle a alguien dónde estaba. Había estado por mi cuenta desde que tenía quince. ¿Cómo podía entonces a mis cuarenta y cinco (la misma edad en que Nelson Mandela, ese gran hombre, entró a la isla Robben), llamar a mi madre y decirle que estaba encarcelado en Sudamérica? ¿Cómo podía llamar a la supermodelo-fotógrafa noventera a decirle por qué no me había aparecido por Nueva York para la/su/nuestra inauguración? ¿Cómo podía explicarlo? ¿Para qué molestarse? Las únicas visitas durante todo el tiempo de mi encierro fueron de las embajadas estadounidense y holandesa. Pero fue la holandesa la que realmente me ayudó. Sin su apoyo financiero habría languidecido (recibí de los holandeses una mesada, que aún recibo mientras esté en Colombia). Y a pesar del apoyo ‘moral’ de los americanos, rara vez hacían alguna mierda, aparte de traer libros y revistas (por los que estaba agradecido) y artículos de aseo como jabón y champú que rescataban de la basura de algún hotel (aunque, para darles crédito, las cosas están cambiando de a poco en la embajada respecto al cuidado de sus connacionales, por lo menos a los detenidos en Colombia).

Mi experiencia en las cárceles colombianas (estuve en tres en total: La Modelo, desde noviembre de 2008 hasta marzo de 2009; Chiquinquirá, desde marzo de 2009 hasta agosto de 2009; y La Picota, agosto de 2009 hasta diciembre de 2014) no fue, como ya mencioné, lo que uno observa en ‘Orange is the New Black’ de Netlflix, una serie que aún veo (curiosamente fue un visitante de la embajada de Estados Unidos quien me empujó a ver ese show en agosto de 2014). Fue una experiencia aburrida, peligrosa, agotadora (y a veces desesperada); una que, extrañamente, he identificado como buena y mala. ¿Por qué buena, podría estarse preguntando el lector? Porque aprendí quiénes son-eran mis amigos (la mayoría están más en Facebook que cuaqluier otra cosa), sin embargo, dicho esto, gané un mejor amigo, un colombiano, cuya familia me ha recibido en su corazón y hogar –cursi, lo sé, pero es verdad– y me ha perdonado mis culpas. Lo segundo es que en realidad aprendes lo que es importante en la vida. Yo tuve 72 meses para descifrarlo. Y creo que lo logré.

Mucha gente cree que la salud es lo importante, pero yo en verdad creo que la libertad es más importante. Por ejemplo, ¿puedes imaginar estar tan enfermo que no puedas ir al hospital? ¿que eres incapaz de ir al médico, a una clínica o a una farmacia? ¿que no lo llevarán al hospital? ¿que no puedes obtener la ayuda o el tratamiento o la medicina que necesitas, porque no puedes conseguirla por tu propia cuenta? A menudo ese es el caso en una cárcel colombiana. Muchas veces, si estabas enfermo, no había un personal médico en servicio. O si había alguien trabajando, te deban una inyección de algo y te enviaban de vuelta a tu celda (si, como digo, tenías suerte de conseguirla). Durante mi estadía en La Picota vi, solo en mi patio (que, se suponía, era un ‘buen’ patio), a cuatro extranjeros morir solos, por falta de atención médica. Muchos otros mueren en las prisiones colombianas cada día, por las mismas razones.

Otro hombre, un colombiano de nombre Ricardo Pulido, moriría de sida, justo frente a mis ojos, mientras las autoridades carcelarias, encarnadas y envalentonadas en el acrónimo INPEC (muchos detenidos colombianos dicen que esta sigla significa Instituto de Payasos Entrenados para la Corrupción), veían la Copa Mundial 2014 (eventualmente declararían a la prensa que su muerte fue causada por una pelea, una herida de arma blanca en el patio. Mentiras). Si no hubiera llamado a mis contactos de la embajada holandesa (quienes llamarían posteriormente a la directora de la fundación nacional de sida aquí en Bogotá), no habrían movido al señor Pulido del patio cuando lo hicieron.

La libertad es una de esas cosas que todos damos por sentado. Yo lo hice. Ni en un millón de años me habría imaginado que estaría en una prisión en Suramérica, mucho menos tener a alguien diciéndome que me quitara mis calzoncillos para ver si tenía una sim card o un porro (aunque no fume) escondido en algún lado. Como la salud, no puedes ponerle un valor monetario a tu libertad. Doy gracias al universo cada mañana por estar fuera de esas situaciones de mierda. Y por más malas u horribles que sean las prisiones colombianas, debe ser diez veces peor en lugares como Venezuela o Brasil o cualquier lugar de Centroamérica. China. Tailandia (cualquier lugar en el Sudeste Asiático, supongo). Mi único consuelo era leer. Con la lectura, podía escapar, salir de la rutina diaria, monótona; escapar a algún lado, a cualquier lugar y olvidar en dónde carajos estaba.

Fue por una huelga judicial que pasé otros cinco meses más de los que debía en prisión. El año pasado, los jueces colombianos se fueron a paro. Los extranjeros y algunos de los colombianos estaban consternados por sus demandas de incrementos salariales. En Holanda, a la mayoría de los jueces se les paga un salario de cinco mil euros al mes, en bruto. ¿Me pregunto si Ruth Bader Ginsburg del Tribunal Supremo de los Estados Unidos se iría a huelga por unos dólares de más?

¿Cómo describir ese periodo durante el cual sabía que podría salir, que se suponía que debía estar afuera, pero no podía salir? Creo que sería algo similar a estar rodeado de alimentos que realmente disfrutas (o disfrutabas) comer y tú estás como muerto del hambre, sin comer por semanas, meses, pero tus manos están atadas a tu espalda y no puedes agarrarlos. De hecho, esos últimos cinco meses –de julio a diciembre de 2014– fueron los más difíciles de cumplir que los anteriores que ya había pasado (y pasé en los tres centros de detención, juntos).

Cuando finalmente conseguí la orden de salida, no lo podía creer, no podía imaginar que abandonaría ese universo paralelo que había sido mi realidad por setenta y dos meses (no dejaba de pensar que algo saldría mal, que ellos prepararían alguna otra condena o delito para mantenerme allí, o que el juez o las autoridades harían algo y no me sería permitido salir de allí). Había visto a otros que debían salir y no podían o no lo hicieron. Y es aún más raro por qué el gobierno colombiano no expulsa a los extranjeros detenidos del país, una vez hayan completado su sentencia o, como yo, están en libertad condicional. ¿No sería más rentable enviar a esas personas (y me incluyo) a casa? ¿Para qué mantenernos aquí? ¿Cuál es el propósito? Eso no tiene ningún sentido.

Pero muchos de mis amigos no saldrán. Mi chico, Bernie P, aún sigue allí. El mismo crimen que cometí, mula, pero en su lugar fue condenado por ser narcotraficante, algo que no es. Bernie P tiene la desgracia de tener muy mala suerte, pobre (por eso lo llamo Charlie Brown).

Su jueza inicial, conocido como la ‘Dama de Hierro’, rechazó su solicitud de libertad condicional en dos ocasiones. Él apeló y le negaron nuevamente (por otro juez que, por desgracia, se apoderó de su caso). No saldrá en libertad hasta que tenga treinta y tres (otros tres años), cuando comience su edad de Cristo. Fue él quien me dijo que saldría antes que él. Todos los días pienso en él y en su bienestar. Y en el lugar de mierda en el que está.

Me hice amigo de otro chico conocido con el nombre de Chocolatina (aquí, chocolatina es un dulce, un chocolate que en realidad es muy popular donde estaba, y al chico le gustaba coleccionar las estampas que traía. Sé que odia que lo llamen así, pero sé que aprecia que no utilice su verdadero nombre). Fue arrestado y enfrenta, en serio, la condena de su vida en prisión por, bueno, robar chocolates. Su historia es una de muchas que escuché sobre personas detenidas en cárceles colombianas. Cuando me fui, en diciembre de 2014, estaba enfrentando 112 meses (hagan cuentas, amigos) ¡por robar chocolates!

El concepto colombiano carcelario no es diferente de lo que hoy es conocido en Estados Unidos como el Industrial Prison Complex (traducción: encarcelar a las personas es un negocio lucrativo).

Mientras termino este artículo me enteraría por Bernie P. que mi mencionado amigo Chocolatina, ha acumulado (ahora) cerca de 200 meses (16 años), ciertamente una sentencia de muerte para un hombre saliendo de sus cuarenta, a quien le esperan más diez extraños años en la cárcel (en el mismo artículo sobre las cifras relacionadas con el número de detenidos en Reino Unido, Colombia y Países Bajos, se afirmó que la investigación llevada a cabo por el gobierno británico ha demostrado que las personas que cumplen sentencias de servicio a la comunidad, son menos propensas a cometer crímenes que los individuos liberados de periodos cortos de detención o de encarcelamiento de largo plazo).

Entre tanto, mientras el mundo gira, Chocolatina ya no es el niño favorito de la prensa para mostrar los problemas del sistema judicial y penal de Colombia, o sobre cuán insultantes y jodidas están las cosas adentro (al cierre de esta edición, se ha producido otro escándalo en Colombia, un país que escatima en ellos, y envuelve a la Corte Constitucional, que asumo es como la Corte Suprema de los Estados Unidos, en el que al parecer los legisladores supremos de este país, son ahora los principales infractores de la ley).

Hay muchos casos en los que los jueces parecen haber perdido su rumbo y arruinado todo. Nadie sabe por dónde empezar, a dónde acudir. A menudo me sentía como un periodista infiltrado en prisión, documentando, observando, grabando, mirando; esperando a que las bombas caigan sobre mí.

Sin embargo, mi desprecio por las cosas colombianas ha disminuido. Y estoy seguro de que mi odio por este país en conflicto surgió debido al lugar en dónde me encontraba y por lo que había estado atravesando (y todo mi odio enquistado por el INPEC). Salí de esos lugares: Modelo, Chiquinquirá y Picota, ileso. En gran medida, mi mayor desgracia fue tener esa pintura amarilla sobre mí. Pero en palabras de Martin Luther King: gracias a Dios todo poderoso soy libre al fin. Y ahora sigue la última tarea de reconstruir mi destrozada vida.