Las graduaciones

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Presentamos #BigSur, una serie de literatura argentina joven en VICE. Hoy puedes leer la sexta entrega, “Las graduaciones” de Julia Kornberg.

Artículo publicado por VICE Argentina

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Me gusta hablar en español. Su sequedad terca, el canto cariñoso en las noches frías. Creo que no hay otra forma de narrar el verano en la ciudad que no sea en español. El concreto duro, la humedad indiferente, los tacos rotos: todos le pertenecen a esa lengua del desplazo.

Así me lo pidió Cruz, así me lo pidió Lupe. Los requisitos fueron el español y la brevedad, para una generación trasplantada y con un margen de atención menor a los catorce segundos que duran sus historias de Instagram. En este limbo eterno entre enseñar una lengua y no pertenecer a sus dominios inmediatos, Cruz y Lupe figuraron como el centro de mis esfuerzos por mucho tiempo, intentando penetrar un idioma que no es mío pero tampoco de nadie más. Fue toda una osadía verlos graduarse en pleno mayo, recibir su diploma en algún arte liberal, generar promedios maqueteados por el carisma y desaparecer por atrás de telones violeta para festejar.

Cruz y Lupe y todo su kibutz se graduaron justo en el centro de la ciudad y partieron desde el pulmón de manzana hacia Ludlow Street y de allí al mundo. Lo hicieron mayormente descalzos, con los tobillos asomándose por los pantalones de vestir parchados. Cuando los conocí, a ellos y a sus seis o siete amigos desencajados, tenían no mucho más que dieciocho o diecinueve años y se acercaban al español o bien con un sentido de pertenencia innato o con una curiosidad latente. Lupe trabajaba para una de esas marcas de ropa que idolatran las bulímicas de turno y Cruz contrabandeaba testosterona reciclada al sudeste de la ciudad. Sus amigos, ese grupo humano heterogéneo al que le decían el kibutz, lidiaban con el tiempo desarrollando negocios de remeras ingeniosas que después fracasarían y generando traducciones piratas de libros que solo a ellos les interesaba leer. Un par de veces me invitaron a sus reuniones en el bar de la KGB, aquél antro apacible donde discutían alterados por cualquier minucia ideológica. Sospecho que todo se me hubiera vuelto más bien aburrido, más bien chato.

En algún momento entre el segundo y tercer año de estudios, cuando las calles de la ciudad empezaron a agolparse de desempleados blancos y jóvenes y ascendió drásticamente el nivel del mar (primero se devoró a los republicanos de Staten Island, después desapareció el Ikea de Red Hook), los chicos del kibutz habían comprendido que el espectro de su universidad se dividía entre aquellos que terminarían en start-ups de Wall Street y los que trabajarían para los últimos, esperando en lobbys impacientes para venderles alguna que otra hormona o para rellenar trabajos part-time. La ciudad estaba ahora marcada por aquellos que compraban cocaína a los inmigrantes para consumirla y los que compraban cocaína a los inmigrantes para revenderla a estudiantes de primer año o chicos del secundario de La Guardia.

El kibutz de Lupe y Cruz había quedado de este lado de la ecuación por virtuosismo de profesores abnegados y abiertos al fracaso o por linajes de académicos que desprecian más a las finanzas que a la pobreza, y cuando la angustia de las graduaciones se les empezó a trabar en la garganta comenzaron a ver cómo se les cerraban las posibilidades de lo imaginable a cada uno y de una forma particular. Atorados por deudas educativas, seguros de salud, problemas de visaje y enemistades transatlánticas, el kibutz comprendió que aquella comunidad que habían gestado hacia el interior de su universo tenía que poder salir al mundo, desligarse de todas las trabas impuestas por la economía americana de papel maché.

Y entonces se casaron, todos para uno y etcétera. Recibieron las libretas cantando canciones italianas de viejo vodevil y durante todo un día en City Hall el kibutz se dedicó a pasarse los pasaportes, las ciudadanías, a compartir burocracias viejas y robarse pasteles mientras relataban uno a uno la historia familiar, los antecedentes médicos, las responsabilidades financieras y las ligerezas nacionales que compartirían en adelante.

La ocasión fue festiva, ante todo. El primero de mayo es el día del trabajador pero también el día más caluroso. Me aventuro a decir: es el primer día sin frío del año. Mis alumnos eran unos idiotas, pero en una era donde todo el resto de su generación es trabajadora por excelencia había algo en su falsedad y gambeta económica que nosotros, los que vivimos encerrados en bibliotecas y reemplazamos todo orificio emocional con trabajo, tenemos que, al menos, admirar. Hubo algo brillante, aunque poco lúcido, en las nupcias satíricas del kibutz.

Participaron de cuatro ceremonias en una tarde. Parecía un festín griego. Los pausaría a todos ahora y se dejarían ver en poses similares a las de cuadros antiquísimos enmarcados, montados cada uno en su caricatura particular, colgados encima del MET Breuer. Traficando ciudadanías como quien se pasa las respuestas en un examen.

Lupe y Nina se casaron para que Lupita se pudiera quedar en el país. Lupe pasaría a ser americana y Nina renunciaría a su ciudadanía en aras del mexicanismo exótico que los besos de Lupita le habían presentado; los viajes al sur, el paseo por Oaxaca. Nina nunca más iba a financiar la guerra en Yemen y no tenía que pagar sus préstamos estudiantiles. Argumentarían que había sido todo mentira, que los había tomado otra Nina antes de convertirse al comunismo y al sur. Celebraron las bodas tomando lento de cinco botellas de cerveza diferentes, Nina riéndose porque había manufacturado la gratuidad de su educación y Lupita pensando en qué haría ahora que tenía que votar a los demócratas o a los republicanos. En su ceremonia se pintaron la una a la otra los cachetes con el brillo haloscópico antes de decir que sí, que querían.

Sascha y Beirut se casaron un piso más abajo del ayuntamiento de la ciudad, en algún lugar donde se casan los chicos gays para cerrar las grietas entre dos países lo más posiblemente distanciados entre sí. Sascha era judío por vocación y Beirut no era del Líbano sino más bien de Palestina: las fotos iban a desperdigarse pronto por el Village Voice y Sascha y Beirut iban a comer hummus gratis en todos los delis de la ciudad pregonando haber terminado con aquel conflicto imposible inventado por el siglo 21. Nina esa tarde le metió a Sascha veneno dulce adentro del falafel convencida de que todo se solucionaría pronto porque el de Beirut era el mejor seguro médico de todos. Sospecho que después de eso Sascha siguió enfermándose y lastimándose solo para poner su milagro medicinal en práctica. Años después, un bulldog inglés le iba a arrancar un dedo de la mano y Sascha se volvería el primer Palestino, cosmopolita y sin raíces, con una mano mitad cyborg.

A Rosa, Cruz la salvó de su vida inestable, del sentimiento de abandono que provoca no tener un Estado ni una ciudadanía tangible, real. Revistiéndola de una nación inestable pero existente como la Argentina, del vaivén de su economía frágil, de los altos y bajos del fútbol y el rock nacional, la princesa comunista quedaba en clara oposición con su tierra desaparecida, intervenida, reciclada. Rosa a Cruz le podía dar todo el petróleo del mundo o los eslóganes socialistas con un ideal de lo más refinado, vacaciones en la polinesia, amigos masones en cantidades. Pero Cruz estaba bien así, afirmó varias veces: la mera anécdota del juego y su perfo entretenida valía la pena. Cruz pasaría a contar su divorcio con la heredera Gorbachov en todas las fiestas y cenas, en todas las reuniones y todos bautismos. En algún lado del mundo siempre se puede encontrar a Cruz en repeat contando la historia de su casamiento falso, de lo apócrifo de su estatus marital, de su plata de mentira.

Sergio y Timo se casaron porque sí. Lo dos iban a terminar con cuatro nacionalidades cada uno: todos ganaban y les resultaría fácil si cualquiera decidía ser espía o diplomático, explicaron después sobre el whisky japonés y panqueques etíopes.

Las ceremonias sirvieron como una coronación no tanto de su amistad sino más bien de su desenfado personal, del desdén que se tenían uno por el otro. Sirvió para que Sascha se describa como el último sionista de la ciudad y para que Nina pudiese llamarse a sí misma performer. En los años que vendrán, el divorcio colectivo va a ser agonizante y Cruz literalmente morirá antes de tener que enfrentarse a esa burocracia — para no afrontarse a esa burocracia—, argumentará Lupe. Ese primer día de verano, con los pechos casi al aire y los pies desnudos y los quince millones de lúmpenes viéndolos desfilar por la ciudad, el kibutz de ocho graduados socialistas inútiles y sin futuro puso en escena una fiesta solo suya. Terminaron descalzos junto a algún puente del lado oeste de la ciudad, haciéndose leer las palmas y las cartas natales,,tomando cerveza justo antes de desvanecerse, como en una conspiración colectiva.


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