Las Petroleras de ‘La Güera’: el ícono de la glotonería callejera en Azcapotzalco

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Artículo publicado por VICE México.

Las Petroleras son el alma simbólica, y mejor servida, del norte de la Ciudad de México. Esta especie endémica de la gastronomía citadina, a medio camino entre un enorme huarache y un enorme sope, ha definido desde hace 25 años la hora de la comida en la zona, así como el concepto de gigantismo en todo aquel que las conoce.

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Su anatomía es un desafío al orgullo personal de cualquier comelón con sentido común. Una base de tortilla frita de 40 centímetros de diámetro y uno de grosor, así como una cama de manteca, frijoles refritos, tres capas de guisado y carne, una montaña de quesillo deshebrado, queso blanco rallado, crema y una corona de salsa, las convierten en reto de más de un kilo de peso.

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Y aunque ya hay varios lugares en en la ciudad donde las venden, las de La Güera, en Azcapotzalco, son la más legendarias. Y quizá también las de mejor sazón.

Su historia se remonta al año de 1991. En ese entonces, a una mujer llamada Raquel se le ocurrió que era mejor hacer una fritura de dimensiones suficientes como para que sus comensales sólo se enfocaran en engullir lo que tenían enfrente, sin necesidad de estar ordenando varias cosas a la vez.

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Así fue como La Güera, la genia honoraria de la colonia San Andrés, empezó a construir el emporio de garnachas que hasta el día de hoy no necesita un letrero que lo anuncie, para ser conocido y venerado por absolutamente todos.

La dueña es de esas mujeres que alimentan con generosidad, sin distinciones. Pero es hermética cuando se le pregunta sobre la historia de su negocio. Simplemente se abstiene de hablar de ello. No da entrevistas, no le gustan las fotos. Se limita a preparar su especialidad de la casa y a preguntar si va o no con picante.


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Sus cocineras, a quienes ha de preguntárseles todo muy entre líneas para poder averiguar algo, aseguran que lo hace por la inseguridad de la zona. “La señora es buena gente, pero por acá uno nunca sabe cuándo le van a madrugar”, dice una de ellas.

Pero a Las Petroleras la gente no va a hablar de historia. Va a comer. Y eso se nota desde que uno llega a su fachada naranja y sin anuncios. Ahí adentro, el hambre desafía a los principios más básicos de la física. Aunque el espacio no rebasa los 30 metros cuadrados de superficie, alcanza para albergar una plancha para freír la comida, un área de amasado, otra para picar los ingredientes, un refrigerador lleno de refrescos, una barra larga para los comensales y sólo diez bancos para sentarse.

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Y siempre está lleno. El lugar tiene sus horas pico, pero es común ver a cualquier hora por lo menos a 15 personas de pie. Todas, atentas a los movimientos sobre el comal que desembocan invariablemente en petroleras, huaraches de 50 centímetros y sopes de tamaño más razonable.

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Según cuentan quienes crecieron entre idas y venidas a ese número 75 de la calle Cedros, el menú ha cambiado muy poco a lo largo del tiempo. Siempre han sido los mismos tres tipos de antojitos, embadurnados con chicharrón prensado, carne de pollo, picadillo, champiñones, deshebrada y queso. Siempre, la misma salsa roja que pica mucho, y la verde con trozos de tomatillo tatemado. Siempre, el hábito de pedir lo sobrante para llevar.


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El hecho irrefutable de que todos los días, de lunes a sábado, se utilicen y acaben entre 30 y 40 kilos de masa de maíz, habla del éxito del principio básico del sitio: compartir. Aunque en el cuadro de honor de la gula esté enlistado un hombre insondable que se acabó tres petroleras al hilo, los comensales regulares aceptan su humanidad de antemano y llegan mentalizados a repartir entre varios ese símil grasoso del cuerpo de Cristo.

La Güera ya hizo historia. Al menos, en los corazones de sus fieles seguidores. Aunque muchos opinan que su menú es más obsceno, que nutritivo, sólo quienes han esperado diez minutos mientras ven transformarse una bolita de masa en una garnacha digna de concurso de belleza, saben que hay algo en esa comida que va más allá de los triglicéridos.

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De pronto, hasta resulta innecesario que alguien relate la génesis del lugar. El radio viejo empotrado en la pared, y las paredes llenas de cochambre que son parte del paisaje en Las Petroleras, avalan que ahí el tiempo no ha pasado en vano. Demuestran que no importa que no nos cuenten la historia. La historia se cuenta por si misma.


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