Por qué no podemos despedir a mujeres embarazadas

Leticia Dolera

Mira que no habrá directores de cine y de recursos humanos que hayan despedido a una mujer por estar embarazada. Y ni nos enteramos. Nos hemos acostumbrado. Pero va Leticia Dolera y, justo cuando se había convertido en la figura más popular del feminismo menos incómodo, se pone a dirigir una serie “feminista” y despide a la actriz principal al enterarse de que está embarazada. Y se le echan encima. Que si impostora y farsante y aprovechada. Que si poco feminista.

Quienes se lo dicen, no son las mismas personas que le mostraron su apoyo cuando contó que un director le había tocado la teta sin quererlo ella, dejando claro que en España también hay Harvey Weinsteins aunque nadie los nombre. Son las que hasta hace dos días la llamaban feminazi.

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Quienes rechazaban abiertamente las ideas feministas acusan ahora de poco feminista a Dolera por hacer lo mismo que ella denuncia (y que ellos hacen). Y lo entiendo. Como entendía que acusaran de burgués a Pablo Iglesias por comprarse un chalé con piscina y como entiendo que —a quienes hacemos alarde de tener conciencia— la gente nos compare, a la primera copa de cava o a la mínima bañera llena, con Maria Antonieta. Porque eso es algo que viene en el mismo pack que la conciencia: la coherencia. Pero que una feminista se pliegue al mercado, no invalida la lucha feminista. Como que un rojo se compre un chalé no invalida la lucha de clases.


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Entiendo que Aina Clotet esté indignada. Porque entiendo que es indignante que despidan de cualquier sitio a una mujer por estar embarazada. Aunque pase todos los días. Y entiendo que Aina Clotet esperara más de una mujer, compañera de profesión y feminista. Porque de otra mujer esperas empatía, de una compañera de trabajo esperas comprensión y de una feminista esperas solidaridad. Si no, estamos jodidas. Y entiendo que haya hecho pública su situación, porque pública es —también— la faceta feminista de Leticia Dolera. Y porque se ha quedado sin trabajo de una forma injusta.

Me voy a poner un poco más puntillosa con la indignación general. Está el mundo lleno de hombres —y de mujeres que les aplauden y les hacen la cena— que dicen que una mujer embarazada es un estorbo, que creen que somos más vulnerables y menos productivas y que por eso se nos puede pagar menos. También hay mujeres que dicen que denunciar la violencia es victimista, que visibilizar la opresión es de vagas y que hacerse feminista da puntos, poder y te hace rica. Por eso hace tanta falta el feminismo. El incómodo, el silenciado, el que —a priori— no te da nada más que problemas. Y promesas. Que serás libre cuando todas lo seamos. Y coges esa promesa tan endeble y te la quedas. Y tiras para adelante con ella.

Porque el feminismo ha sido siempre una lucha de calle, de trabajadoras, de empobrecidas, de estudiantes, de amas de casa. De mujeres que lucharon primero por el pan y por las rosas, luego por el mismo salario por igual empleo y después porque nos dejasen votar, abortar, estudiar, heredar, transitar, porque no se ahoguen nuestras hermanas en las fronteras, porque no nos esclavicen y porque no nos violen y nos exploten recogiendo fresas.

El feminismo no es un club en el que se puede entrar o del que te pueden echar, ni es una religión, con diosas infalibles que tienen boca, pero no se equivocan

Las que han trascendido, las que salen en las fotos, esas de las que recordamos sus nombres, son las que escribieron los libros, dieron los discursos, crearon las palabras o les dieron contenido. Pero las que han conquistado nuestro derecho a trabajar cobrando, a los permisos por lactancia y a decidir sobre la maternidad, son las que gritaron esas palabras en la calle, en la fábrica, en la sección sindical o en clase. Porque el feminismo es un pensamiento político, un movimiento social y una forma de vivir. Y necesita a las que piensan, a las que se mueven y a las que contagian de él su vida. Porque el feminismo no es un club en el que se puede entrar o del que te pueden echar, ni es una religión, con diosas infalibles que tienen boca, pero no se equivocan. El feminismo es una práctica política. Y feminista se hace una, precisamente, practicando.

Ahí es donde se pierden algunas. Creyendo que el feminismo es leer, escribir, hablar o tuitear. Y el feminismo es analizar desde una perspectiva crítica cada una de tus prácticas, revisando en qué medida has sido cómplice de las desigualdades que te atraviesan y hasta dónde has estado cómoda en las posiciones de poder que te privilegian. Y juntarte con otras y debatir y discutir y construir. Y crear alianzas para una lucha colectiva en la que pierdas algo para que ganéis todas. Y estar en la calle y donde se repartan los aplausos, pero también las hostias.

Ser feminista es muy difícil, no tiene demasiadas recompensas y te puede llevar toda la vida. Porque significa ir comprendiendo las estructuras que se enredan para disfrazar las opresiones de normalidad. Significa ir descubriendo en tu vida las obediencias que has confundido con tus propios deseos.

Pero, sobre todo, significa entender que no puedes luchar solo por tus propios derechos. Que la tuya no es la peor, ni la más importante, ni la más universal de las opresiones. Que las gitanas, las racializadas, las lesbianas, las trans, las refugiadas, las migradas, las precarizadas, las discapacitadas y muchas otras cuyas realidades ni siquiera te permites ver, están atravesadas por las mismas opresiones que tú, y por otras en las que tú no eres, ni mucho menos, la explotada. Y, por eso, Leticia, no podemos despedir a nuestras empleadas por estar embarazadas. Porque tenemos que luchar contra todas las formas de explotación, especialmente contra las que nos dan la posibilidad de ser privilegiadas.

Pero ahora no vale linchar a Leticia por plegarse al mercado. Entre otras cosas, porque es el mismo que la ha puesto a tiro.

La lucha feminista se ha ido construyendo con la fuerza de muchas que, desde hace siglos, han convertido sus inquietudes en discursos colectivos y han canalizado su rabia peleando por lo que consideraban prioritario

La manía de buscar referentes artificiales y darles una visibilidad casi siempre injusta tiene una lógica que tiene más que ver con el consumo que con el feminismo. Porque queréis caras, nombres y fotos. Queréis gente a la que seguir y admirar, a la que preguntar qué opina para adorarla o lincharla. Eso si sois majas. Si sois “políticamente incorrectos”, queréis cuentas de Twitter a las que trollear, mujeres de verdad a las que acosar, con hijas de verdad a las que amenazar, con direcciones de verdad a las que enviar anónimos. Cuerpos reales a los que insultar, vidas normales que analizar, gente a la que vomitar vuestro miedo, vuestro odio, vuestras pocas ganas de cambiar.

Por eso os empeñáis en señalar portavoces, referentes, estrellitas que brillen lo suficiente como para criticarnos a todas a través de ellas. Pero esto no va así, nunca ha ido así. La lucha feminista se ha ido construyendo con la fuerza de muchas que, desde hace siglos, han convertido sus inquietudes en discursos colectivos y han canalizado su rabia peleando por lo que consideraban prioritario. Y que han ido descubriendo —sobre la lucha— que sólo se puede luchar contra todas las opresiones a la vez. Y que se han equivocado y han aprendido. Por eso no tenemos diosas. Porque las figuras individuales de liderazgo, por listas y comprometidas que sean, acaban defraudando. Porque ninguna tiene todas las respuestas ni sobrevive a la prueba del algodón del patriarcado. Porque somos un movimiento que no quieres líderes, que eso de venerar figuras y cambiar unas estatuas por otras ya lo hemos probado y mira cómo estamos.

Tenemos referentes, pero no son las que salen en la tele. Son mujeres con vidas e ideas ejemplares que gritaron, como Sojourner Truth “¡soy una mujer!” cuando las blancas sólo veíamos esclavos. Como Marielle Franco, asesinada por negra, por feminista, por lesbiana, por no querer salir ella sola de pobre. Como muchas otras que no se callaron, o que dejaron de obedecer, o que aprovecharon los pocos espacios que nos permite el sistema para estudiar, investigar, escribir y pensar contra él. Vamos a mirarlas a ellas. A recordarlas a ellas. A admirarlas a ellas. A aprender de ellas. Pero con criterio y sin altares.

Y vamos a pedirnos la misma coherencia que exigimos al resto. Vamos a preguntarnos por qué compramos ropa barata a sabiendas de que ha podido coserla una niña esclava de Amancio. Vamos a preguntarnos en qué condiciones trabajan las mujeres que limpian, sirven mesas, cuidan personas, recogen fresas, hacen mamadas o reparten paquetes a nuestro lado. Vamos a revisar nuestras relaciones personales, sexuales y laborales. Vamos a ver cuántas veces vemos nuestras opresiones, pero se nos escapa usar los privilegios y hacer como que no nos enteramos.

La gente sin conciencia puede cometer todas las incoherencias que quiera, porque pertenecer al grupo ganador es su meta

Y es que tener conciencia es muy difícil. Por eso el traidor de Matrix, cuando negociaba su traición, no quería acordarse de que sabía que la humanidad estaba enchufada a máquinas que les exprimían la vida para usarla como combustible y que las vidas que creían vivir eran proyecciones de realidad virtual en sus mentes inertes. Porque el traidor sabía que “la ignorancia es la felicidad”. Porque tener conciencia es comerte la pastilla roja.

Porque la gente sin conciencia puede comer marisco con refresco y subirlo a Instagram. Puede comprarse un chalé en la sierra y no tener que montar un referéndum por él. Pueden inventarse títulos universitarios, tener abuelos fascistas o serlo. La gente sin conciencia puede cometer todas las incoherencias que quiera, porque pertenecer al grupo ganador es su meta.

Pero, cuando tienes conciencia, sabes que todo lo que haces tiene consecuencias. Y que no es cuestión de pasarse la vida culpándose, pero que no puedes echarle la culpa a la vida de las opresiones y desigualdades de las que, conscientemente, participas. Cuando tienes conciencia feminista sabes que todas las mujeres están en situaciones de opresión, la mayoría peores que la tuya, por cierto. Y que cada decisión que tomas es una elección entre empezar a destruirlas o aprovecharte de ellas. Y eso es lo que define tu práctica política. Así se hace una feminista.

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