Una tarde caliente y húmeda de finales del 2018, los líderes de la Comunidad de Paz, un movimiento agrario y pacifista, de San José de Apartadó, en el noroccidente de Colombia se reunieron bajo un kiosco grande, con techo de paja, cerca del cementerio de su caserío. El propósito era planificar una marcha de varios días por su territorio, para reafirmar el derecho a la tierra y la vida, de cara a la creciente presencia de grupos paramilitares –Clan del Golfo, Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC)– que está imponiendo un régimen de miedo a las comunidades campesinas de la región. La reunión tuvo un tono solemne: la gente se mostró motivada a seguir luchando. Era inevitable pensar en todos los episodios de horror que han marcado a la Comunidad de Paz desde el 23 de marzo de 1997, fecha en que se estableció.
Germán Graciano, un hombre delgado y alto —en comparación con sus vecinos— se dirigió a los asistentes con tono tranquilo para puntualizar la logística del recorrido. Germán, con su bigote tupido y con su machete siempre al cinto –un “símbolo del campesino”–, según dice, es el representante legal de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó y, actualmente, su figura más reconocida. Su cargo no es cualquier cosa: a la fecha, al menos 12 líderes de esta pequeña comunidad han sido asesinados por dirigir uno de los procesos más beligerantes de resistencia campesina pacífica en Colombia.
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La Comunidad de Paz es un grupo de seiscientas personas que se asientan a algunos kilómetros de Apartadó, una urbe caótica que bordea el Golfo de Urabá, región conocida por la exportación de banano y su alto índice de criminalidad. Este proceso de resistencia campesina se constituyó en medio de una de las regiones más conflictivas del país, bajo el liderazgo de Eduar Lancheros, un carismático misionero laico, pacifista radical y abanderado de la “pedagogía crítica” de Paulo Freire. Influenciada por el famoso educador brasileño, la praxis de Lancheros promovía la conciencia critica del campesinado como el camino hacia una transformación social liberadora.
Así, pese a su pequeño número de integrantes, este novedoso movimiento agrario pacifista se convirtió rápidamente en una “piedra en el zapato” para el triangulo criminal de grupos paramilitares, terratenientes y autoridades corruptas de la región, que lograron despojar a campesinos de miles de hectáreas de tierra en el eje bananero y asesinar a cientos de opositores a su “progreso”.
Lancheros, quien sobrevivió varios intentos de asesinato y, paradójicamente, sucumbió a un cáncer en 2012, es aún venerado como padre fundador en el interior de la comunidad. Sus restos reposan en una especie de mausoleo en el centro de San Josecito, el caserío en el que está parte importante de la comunidad.
“Este novedoso movimiento agrario pacifista se convirtió rápidamente en una “piedra en el zapato” para el triangulo criminal de grupos paramilitares, terratenientes y autoridades corruptas de la región”.
Cansados de las muertes, las amenazas y la constante huida, a finales de 1996 y principios de 1997, un grupo de quinientos campesinos decidió congregarse en San José de Apartadó, que se había convertido en un pueblo fantasma, luego de varias matanzas perpetradas por los paramilitares con la complicidad del ejército. Desde entonces el grupo se autoproclamó una “comunidad de paz” estrictamente neutral frente a todos los autores armados, una estrategia innovadora que buscaba atraer suficiente atención como para disuadir a los paramilitares y al ejército de seguirlos acosando. Los campesinos se comprometieron a implementar un nuevo modelo basado en el autogobierno y la producción comunitaria. Pero a pesar de la esperanza que se generó en ese momento, construir un oasis de paz en el corazón de la violencia en Colombia ha sido una batalla cuesta arriba desde el comienzo.
Los ataques que buscaban aplastar la moral de la comunidad no se hicieron esperar. A lo largo del primer lustro, tres masacres, varios asesinatos, desapariciones forzadas y un sinnúmero de actos de intimidación se perpetraron en contra de los miembros de la Comunidad de Paz. Durante los años siguientes y aún hoy, las cosas no han mejorado. En total, más de 300 miembros han sido asesinados, al menos cinco desplazamientos forzados han ocurrido y la comunidad ha registrado y denunciado al menos 900 violaciones a los derechos humanos.
Convertir el dolor en esperanza
Cuando Germán aún era un niño, Urabá era una zona roja de violencia política y el epicentro del genocidio de la Unión Patriótica, desde donde todo un partido de creciente influencia fue aniquilado por escuadrones de la muerte organizados y patrocinados desde el Estado. Más de 5.000 militantes de la UP fueron asesinados, algunos a plena luz del día en las principales ciudades del país, como respuesta directa a las exigencias que hacía ese partido ante la necesidad de una solución política al conflicto armado. La Unión Patriótica consolidó una serie de propuestas encaminadas a democratizar el sistema económico y político y a empoderar a las clases marginadas del país. Con el transcurso de los años, la responsabilidad del Estado en el genocidio se volvió evidente y actualmente el caso en contra del Estado colombiano está siendo evaluado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Germán nació en 1982 y se crió en la vereda El Porvenir, en las montañas de Urabá, corriendo y escondiéndose de las atrocidades de la guerra, al lado de sus padres y de sus hermanos. De esa época recuerda el movimiento constante, la necesidad de abandonar una casa tras otra para huir de la violencia solo con los ‘corotos’ que podían cargar en la espalda. La familia debía empezar de cero en cada nuevo lugar, hasta el momento en que debían desplazarse de nuevo. Tres primos de Germán fueron asesinados en 1997. Poco después, su hermano mayor corrió la misma suerte. Luego, en 2003, mataron a su padre, Héctor Darío Graciano. El mismo año cayó su tía. Cuenta Germán que, en total, hasta hoy han asesinado a 13 de sus familiares cercanos, la mayoría víctimas de los paramilitares junto con el ejército, pero también algunos pocos por cuenta de guerrilleros de las FARC.
De cara a la desolación, Germán decidió canalizar su luto, convertir el dolor en esperanza y juró no huir de su tierra nunca más. Siguiendo los pasos de Gildardo Tuberquía, uno de los líderes fundadores de la Comunidad de Paz, quien lo apadrinó desde muy joven, Germán comenzó a involucrarse en el trabajo político de la comunidad. Algunos años después, Tuberquía decide hacerse a un lado y le pasa la antorcha a Germán para incentivar un relevo generacional en el interior del movimiento. El joven líder es elegido miembro del Concejo de la comunidad y se convierte en su representante legal. Desde ese momento, Germán toma la determinación de resistir a la presión y a las amenazas de los armados, una posición que, en el Urabá colombiano, corresponde directamente a una sentencia de muerte. De hecho, en 2007, los paramilitares incluyeron a Germán en su lista de “objetivos militares”, y desde ese entonces, sus amenazas e intimidaciones no han parado. El 29 de diciembre de 2017, cuatro hombres encapuchados y armados llegaron a la bodega donde Germán y otros campesinos estaban empacando cacao con la intención de asesinarlo. Unos niños vieron a los asesinos acercarse y corrieron a alertar a la gente del caserío que reaccionó rápidamente, los rodearon y desarmaron justo a tiempo. Así, Germán se salvó de su primer atentado.
Las peregrinaciones de la comunidad
En 2016, cuando los frentes 5 y 18 de las FARC que dominaron la región desde la década de 1970, marcharon hacia sus zonas de concertación y eventualmente entregaron las armas, la disputa territorial entre los paramilitares y las organizaciones campesinas se intensificó. Las guerrillas marxistas dejaron un enorme vacío de poder que fue rápidamente copado por las “Autodefensas Gaitanistas de Colombia”, una organización de extrema derecha cuya génesis está ligada a las élites terratenientes y al narcotráfico, y que ha acumulado a lo largo de los años un amplio expediente de violaciones a los derechos humanos, asesinatos selectivos de líderes y horrendos crímenes. El jefe máximo de las AGC es Darío Antonio Úsuga, alias “Otoniel”, un experimentado “señor de la guerra” que ha logrado sobrevivir más que otros comandantes históricos de los paramilitares y que hoy se refugia en las montañas de Urabá, una estratégica región que él convirtió en su fortín. Bajo el mando de ‘Otoniel’, su ejército paramilitar ha mutado al adoptar una y otra vez diferentes nombres y banderas, para así evadir el escrutinio público y lavar sus capitales de la droga y sus arsenales militares.
Germán Graciano sabe exactamente qué tan alto es el riesgo en esta lucha, especialmente cuando la principal norma que gobierna la filosofía de la Comunidad de Paz es nunca usar la violencia, ni siquiera para la defensa propia. Germán está a salvo mientras no salga del perímetro cercado de San Josecito, porque un atentado allí dentro seguramente se convertiría en una matanza y, por ende, un escándalo internacional. Esto atraería demasiada atención a las AGC y forzaría al Gobierno a militarizar la región, al menos temporalmente. Varios voluntarios extranjeros —italianos, suizos, alemanes— viven por temporadas en la Comunidad, en calidad de observadores garantes. Son pacifistas radicales, dispuestos a actuar como escudos humanos en caso de presenciar un intento de asesinato en contra de Germán o de cualquier otro líder de la comunidad.
Sin embargo, el riesgo es mucho mayor cuando Germán sale del caserío y se interna en la montañas durante las peregrinaciones que hace la Comunidad de Paz para visitar otros asentamientos y veredas —que ellos llaman “zonas humanitarias”— donde habitan otros miembros de la Comunidad. Los líderes piensan que estas peregrinaciones, que se llevan a cabo dos o tres veces por año, son necesarias para reafirmar su presencia en el territorio. Por largas jornadas, bajo el sol intenso o las tormentas tropicales, marchan en grupos grandes, con niños, ancianos, mulas y mascotas, atraviesan selvas, pantanos y riscos de un asentamiento a otro y paran a jornalear en sus cultivos y fincas comunitarias durante el recorrido.
Quince años de caminar contra el olvido
De mañana, dos días después de la reunión de planeación en el kiosco, Germán se embarcó en su primera peregrinación desde que las AGC trataron de matarlo un año antes. Rodeado por otros líderes, un puñado de voluntarios extranjeros y una treintena de miembros de la Comunidad—incluida su hija mayor—, condujo una ronda de oraciones a la entrada principal de San Josecito. “Los jóvenes son la fuerza de la comunidad. Nosotros los viejitos, que ya no podemos caminar hasta muy lejos, nos quedamos acá. Pero sigue la lucha, el apoyo y la resistencia”, intervino entonces María Brígida Gonzales, con voz suave pero determinada. Gonzales, una pequeña mujer de pelo blanco y largo trenzado, con maneras delicadas y el hábito de costura de una abuela de fábula, es una activista veterana y exmilitante de la Unión Patriótica que sobrevivió milagrosamente a varias décadas de represión violenta. Hoy, Gonzales —a quién todos apodan con cariño ‘Doña Brígida’— es un miembro ilustre de la Comunidad de Paz.
Después de las formalidades, las mujeres y los niños emprendieron camino en bestias, mientras Germán y otros líderes jóvenes comenzaron a caminar. El aire mañanero aún se sentía ligero, pero la humedad ya comenzaba a subir. La comisión avanzó por entre las densas plantaciones de teca que bordean el caserío. Desde un claro en el bosque, aún muy cerca de la Comunidad, se vislumbra un puesto de la Brigada XVII del ejército, apostado sobre una colina al borde del río Apartadó —un recordatorio de que el régimen de terror impuesto en la zona por los paramilitares funciona, literalmente, bajo las narices de las tropas oficiales.
“De cara a la desolación, Germán decidió canalizar su luto, convertir el dolor en esperanza y juró no huir de su tierra nunca más”.
Tras un día completo de marcha por las montañas, por pendientes cada vez más empinadas, el grupo finalmente llega a Mulatos, la primera parada en el itinerario del viaje: un pequeño asentamiento de tres estructuras con techo de zinc y un establo de madera, rodeado por una cerca de alambre de púas. En Mulatos no hay electricidad, hay poca agua y apenas suficiente espacio para que todos duerman bajo techo. La gente se organizó pese a las condiciones precarias. Esa noche, una de las estructuras —la escuela abandonada— parecía un Tetris de hamacas, morrales y colchonetas.
Mulatos, el caserío de la Comunidad de Paz más cercano a San Josecito, está decaído y aislado. Algunas personas lo habitan, pero da la sensación de que permanecen allí solo como un acto de resistencia y dignidad. Sin embargo, según comentaban los peregrinos esa noche, alguna vez el lugar fue un pequeño, pero vibrante asentamiento agrícola, donde varias familias producían maíz, arroz, banano y frijol y, además, tenían ganado. Incluso, allí funcionaba una escuela para los niños de la zona.
Pero las cosas cambiaron en la mañana del 21 de febrero de 2005 cuando llegó a Mulatos un grupo de 57 paramilitares del ‘Bloque Héroes de Tolová’, junto con unos 300 soldados de los batallones Contraguerrilla No. 33 e Infantería No. 47 de la Brigada XVII del ejército, en una misión planeada y ordenada por el capitán Guillermo Armando Gordillo desde los barracones de la brigada. La “Operación Fénix”, como llamaron los oficiales a esa incursión, tenía como objetivo extraer información sobre el paradero de algunos guerrilleros y, para cumplirlo, se le dio carta blanca a la tropa para usar los métodos que fuesen necesarios.
El primer encuentro de los militares con miembros de la comunidad se dio en una trocha montañosa de la vereda Mulatos, en los límites del Urabá antioqueño con el departamento de Córdoba. Esa mañana, Luis Eduardo Guerra, un reconocido líder de la Comunidad de Paz, iba camino a trabajar en su cultivo de cacao. Lo acompañaban, a lomo de mula, su hijo Deiner, de 11 años y su novia, Bellanira. Al verlos, los soldados los detuvieron y comenzaron a interpelarlos pero, dado que Luis Eduardo no tenía respuestas a sus preguntas, los militares escalaron sus métodos de interrogatorio. La pareja fue torturada hasta la muerte y al niño lo decapitaron con un machete a la orilla del río Mulatos. Sus gritos de dolor retumbaron por las montañas durante largo tiempo. Así lo recuerda un familiar de Luis Eduardo que andaba cerca, pero que logró esconderse en el bosque y huir.
Los soldados y los paramilitares estaban desbocados. Hacia el medio día, el grupo llegó a La Resbalosa, otro asentamiento de la Comunidad de Paz, donde Alfonso Bolívar y cuatro trabajadores descansaban mientras su esposa Sandra Muñoz y sus dos hijos preparaban el almuerzo. Los militares rodearon el área, instalaron un mortero y lo dispararon contra la casa donde estaba la mujer: dos proyectiles impactaron el techo matando en el acto a Sandra, mientras los niños se escondían bajo una cama. Alfonso, que alcanzó a salir corriendo con los otros hombres, decidió devolverse por su familia pese a las suplicas de sus compañeros —uno también herido por un disparo de fusil— quienes le aseguraban que lo iban a matar. Efectivamente, al volver a su casa, Alfonso Bolívar fue asesinado a machete.
Según los testimonios de algunos paramilitares, varios de ellos se inclinaron por perdonarle la vida a los niños —Natalia, de 5 años, y Santiago, de 18 meses—, pero los mandos que lideraban la acción los obligaron a sacrificarlos argumentando que, al crecer, se volverían guerrilleros. Un paramilitar apodado “Cobra” desenfundó un machete y degolló a los dos pequeños. Alfonso, Sandra y los niños fueron desmembrados y abandonados en un botadero de hojarasca de cacao a unos cien metros de la finca.
Cuando la noticia de las muertes llegó a los medios, el gobierno de Álvaro Uribe fue rápido en culpar a las FARC por la masacre y desvirtuar las versiones de la propia Comunidad de Paz. “La Fuerza Pública está tranquila porque no fue ella que cometió este crimen”, declaró una semana después de los hechos Alberto Uribe, ministro de defensa en ese momento. En la misma línea, Francisco Santos, quien entonces fungía como vicepresidente, organizó una rueda de prensa internacional en Bogotá el 8 de marzo del mismo 2005, donde expuso la versión de dos testigos falsos que buscaba encubrir la responsabilidad del ejército y desviar la investigación. Pero, finalmente, la verdad salió a flote: en 2010 el capitán Gordillo fue condenado a 20 años de cárcel y más recientemente, en mayo de 2019, el coronel Orlando Espinosa Beltrán y otros cinco miembros del ejército fueron sentenciados en ausencia a 34 años de prisión por la Corte Suprema de Justicia. No obstante, ninguno de ellos llegó a ser capturado: en diciembre de 2019, la Justicia Especial para la Paz (el sistema de justicia transicional que surgió a partir de los acuerdos de paz) asumió sus casos y suspendió sus sentencias y órdenes de captura.
La horrible matanza de ese 21 de febrero de 2005 se conoce hoy como la “masacre de SanJosé de Apartadó”.
El territorio, la muerte y el camino
Al amanecer, antes de dejar Mulatos para avanzar en la peregrinación, Germán y sus compañeros de viaje recogieron flores y fueron en silencio hacia un semicírculo de piedra y concreto que resguarda una delgada cruz de madera con los nombres escritos a mano de los asesinados en 2005. La comunidad erigió ese monumento de apariencia medieval en el lugar exacto donde Luis Eduardo Guerra y su familia fueron masacrados. Así también, se construyó otro monumento con una estructura similar en La Resbalosa, sitio donde Alfonso Bolívar, su esposa e hijos fueron abandonados por sus asesinos. Ambos se han convertido en paradas obligadas de las peregrinaciones.
Visitar estos lugares le revuelve la memoria a Germán. Se le nota: su mirada se torna sobria y lejana y la sonrisa que siempre lo acompaña se borra de su cara. Una noche durante el recorrido, Germán confió uno de sus recuerdos de esos traumáticos días de febrero de hace quince años. “Cuando nos llegó la noticia, salimos corriendo a buscar otras familias que no aparecían. Algunas personas quedaron atrapadas después de la masacre; tuvimos que caminar durante días por el monte, con los helicópteros del ejército sobrevolando, desesperados y con el miedo de encontrar más muertos.” Durante el recorrido ubicaron algunos miembros de la Comunidad que llevaban varios días escondidos en una zanja detrás de un cultivo y los ayudaron a salir.
El cuarto día de la peregrinación, tras varias caminatas de ocho y nueve horas, los extranjeros se veían exhaustos, mientras Germán, Gildardo y los demás campesinos apenas sudaban. Los miembros de la Comunidad de Paz mantenían la buena energía; avanzaban por las interminables trochas llenas de barro como si se tratase de una excursión de amigos por la montaña. Entre los peregrinos se comentaba la posibilidad de encontrarse con los paramilitares en cualquier momento, algo que, en lugar de miedo, generaba expectativa por la posibilidad de documentar la presencia de actores armados en el territorio —la Comunidad de Paz de San José de Apartadó lleva un registro meticuloso de cada agresión, amenaza, asesinato, invasión a su tierra y demás violaciones de las que ha sido víctima desde su fundación.
“La horrible matanza de ese 21 de febrero de 2005 se conoce hoy como la “masacre de SanJosé de Apartadó”.
Durante este recorrido en especial, este grupo de caminantes de la Comunidad logró recaudar buena evidencia de la actividad paramilitar en la región: un campamento desocupado a un lado del camino, varios testimonios de pobladores que han sido intimidados recientemente por las AGC y un encuentro fortuito con dos paramilitares vestidos de civil, que se escondieron en una casa abandonada al ver a los caminantes acercarse. Todos estos elementos constituyen pruebas valiosas para la Comunidad en su pretensión de probar que la estructura paramilitar de control territorial y social en el noroccidente de Colombia sigue intacta, lo contrario de lo que asegura el Gobierno.
Gracias a testimonios de los lugareños que marchaban, se estableció, por ejemplo, que, tras la firma de la paz, las AGC coparon todo el territorio dejado por las FARC al salir de la zona. Los paramilitares cooptaron las Juntas de Acción Comunal y ordenaron a los campesinos “duplicar el tamaño de sus fincas” hacia lo alto de la Serranía de Abibe, que inmediatamente produjo un aumento dramático de la deforestación en la región. “Todo eso pelado que ve allá, hace menos de un año era puro bosque”, le contó un campesino a la Comisión, señalando la larga cara de una montaña donde apenas comenzaba a crecer el pasto recién sembrado. A los paramilitares les interesa que los campesinos tengan más ganado, porque por cada cabeza les cobran $20.000 pesos mensuales y los que no pueden pagar, son presionados a venderles sus fincas a los testaferros de las AGC —una táctica de desplazamiento a cuentagotas que no se cuenta en ningún noticiero.
Al caer la noche, en la vereda Arenas Bajas, todos durmieron hacinados en un par de casas de tabla, con docenas de hamacas colgadas en torno a una columna, dispuestas como los rayos de un rin de bicicleta. Antes de dormir, a la luz de las linternas, las señoras pasaron platos con plátano frito, mientras los veteranos contaban historias de la lucha para distraer así el cansancio, el hambre y la sed.
En el último tramo de la peregrinación, el quinto día de marcha y luego de un largo y empinado ascenso, el grupo hizo una parada de descanso en la finca de la madre de Germán, una casa grande, de tabla, levantada cerca al lomo de una montaña más alta que las otras. Doña Rosa Poso, la madre de Germán, vive con algunos de sus hijos en un paraje remoto de la vereda El Porvenir, a varias horas de camino del pueblo más cercano. El lugar se siente aislado y olvidado por los dioses, como si la familia hubiera llegado allá para escapar de todo y de todos.
A diferencia del calor sofocante que marcó el resto del recorrido, allá arriba, las ráfagas de viento gélido hacían que la ropa mojada por el sudor se sintiera como un abrazo de hielo contra la piel. Alguien preparó una jarra de limonada y la distribuyó en vasitos de plástico entre los jadeantes peregrinos. Germán y su hermano ‘Ticho’ aprovecharon la oportunidad para inyectar medicina a un caballo enfermo y flaco que estaba amarrado a un poste detrás de la casa. Su madre les agradeció. Dada su situación de seguridad, hacía casi un año que Germán no había subido a visitarla y a ayudarla con los quehaceres de la casa.
Cuando algún acompañante de la expedición le preguntó a doña Rosa si estaba orgullosa de su hijo y de todo el trabajo que él hace por su Comunidad, la madre contestó entre dientes: “Me da pesar verlo porque tiene muchos problemas y no puede estar conmigo.” Sus ojos se llenaron de lágrimas, mientras Germán caminaba fuera de la cocina. El grupo continuó la marcha de vuelta a San Josecito.
Algunos meses después de la peregrinación, a mediados de 2019, Germán fue a Bogotá a encontrarse con otros líderes sociales y salir en una gira de derechos humanos por Europa, durante la cual expondría pruebas de los ataques y los riesgos que hoy sufren cientos de comunidades campesinas a lo largo y ancho de Colombia.
Pese a su corta estadía en la capital, antes de salir hacia el aeropuerto, Germán aprovechó para visitar la exhibición fotográfica de Jesús Abad Colorado, un reconocido fotógrafo del conflicto en Colombia que, durante varios meses, alimentó la conversación sobre memoria y justicia en el país. Cámara en mano, Abad Colorado fue uno de los primeros foráneos en llegar a San José de Apartadó luego de la masacre en 2005 y toda una sección de su exposición estaba dedicada a imágenes del desplazamiento de la Comunidad de Paz tras la matanza.
Al entrar, Germán se paró frente a las enormes fotografías en blanco y negro, con un gesto inmóvil, estoico. “Yo conozco a esos niños”, murmuró para sí. De hecho, Germán conocía a toda la gente en los retratos; él estuvo ahí, y lo vivió: familias huyendo de la violencia más brutal, mujeres montadas en mulas, los hombres andando a su lado, cargando lo poco que habían alcanzado a agarrar antes de salir corriendo. Rostros cansados, ojos hinchados de llorar. Las imágenes en blanco y negro, aunque infinitamente más dramáticas, guardan cierto parecido con las peregrinaciones que Germán y sus compañeros hacen aún hoy en día.
En este 2020 se cumplió un quindenio de la masacre y la gente de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó sigue deambulando por entre las trochas montañosas de la Serranía de Abibe. Ahora caminan más empoderados y determinados que nunca, sin embargo cargan ese sentimiento inquietante que se rehúsa a abandonar sus corazones. Sus vidas han sido un incesante juego del gato y el ratón entre la muerte, que permanece cercana, siempre acechando desde la vegetación que bordea los caminos y su aguerrida insubordinación a esa idea de la muerte inminente y potencialmente horrible. ¿Por qué no se rinden? ¿Acaso no le tienen miedo a la tortura, al asesinato?
La lectura que hace la Comunidad de Paz de la muerte, lejos de ser reducida a la naturaleza transitoria de nuestro paso por este mundo, es poco ortodoxa y está anclada al núcleo de la filosofía y de la acción política en su proceso de resistencia. Ese día, en camino hacia el aeropuerto El Dorado luego de visitar la exposición, con su mirada sobria y lejana contemplando el frío cielo bogotano desde la ventana de un taxi, Germán destiló ese transcendental entendimiento en unas pocas palabras: “Estamos convencidos que así nos asesinen esta lucha no acaba. Eso nos llena de tranquilidad: hacer parte de esta Comunidad de Paz, representar esa memoria, a esas personas que han caído. Sabemos que estar aquí como líderes es ofrendar la vida por los demás y morir por los demás para nosotros es ganancia. Por eso estamos aquí.”
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