Me consta que llorar en el curro es algo común. Me consta porque en varias ocasiones he visto a gente llorar durante su horario laboral, ya sea en fábricas de metal o en oficinas de telemarketing. El llanto de oficina no entiende de clases y se llora en los bufetes de abogadas de El Putxet y en la cocina de un fast food de La Maquinista. La gotas saladas nos unen a todos en una especie de baile existencial precioso y delicado.
¡Qué diablos! ¿A quién pretendo engañar? VAMOS A MOJARNOS. Yo mismo he estado al borde de uno de esos llantos de oficina, esa vez que me rompieron el corazón con un mensaje de WhatsApp que decía: “No puedo más, creo que deberíamos dejar de vernos”, que contesté con un diplomático: “Si quieres podemos quedar menos”. Y luego, silencio. Ahí, delante de mi ordenador, con mi cuerpo débil acurrucado en la silla derrumbándose por dentro para que no se notara por fuera, gestionando mis emociones y mi tristeza para que no se abriera la presa de lágrimas. Dejando caer solo un hilo lagrimoso de medio milímetro de ancho, una aguja acuosa. En fin, articulando una extraña mueca en mi rostro que estoy seguro denotaba algún tipo de problema fecal.
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A todos nos pasan mierdas en la vida y es imposible evitar que estas mierdas colisionen con nuestras obligaciones y amenacen con destruir nuestra idiosincrasia, como tender la ropa, bajar a comprar el pan o ir a trabajar. Tender la ropa o ir a comprar el pan entre lágrimas aún es aceptable —nos la suda si un vecino o un panadero de dedos gordos llamado Carlos nos ve llorar—, pero en el curro es distinto, en el curro no podemos mostrarnos tan frágiles.
En el curro se da una lucha interna para contener y no sucumbir al poder de los sentimientos, rellenando un Excel como si no pasara nada mientras nuestro cerebro está navegando una y otra vez en una espiral de información deprimente y autodestructiva. Gente manteniendo la compostura cuando por dentro están en llamas. “Sí, Laura, ahora te paso el informe de pagos”, pronuncia con una voz un poco más débil de lo normal después de carraspear y frotarse un poco el ojo. Trabajar insuflado de tristeza es lo peor.
Cuando tengamos ganas de llorar pero no queramos que nos vean porque estamos en el trabajo, por mucho que nuestros llantos sean lícitos y justos, tenemos varias alternativas. Está el clásico de llorar en el baño, ahí podemos estar un buen rato, pero sin pasarnos, porque, si no, podemos llamar la atención. Ahí mismo podemos lavarnos la cara y fingir que “todo va bien”. Incluso, para añadir la guinda del disimulo, al salir del baño podemos hacer esa pantomima de subirnos la bragueta del pantalón como si hubiéramos meado.
Nadie se dará cuenta y no sucederá eso tan incómodo de que se acerque la “persona más sensible de la oficina” a preguntarte: “¿Estás bien?”. Como mucho, la peña se limitará a seguir con la mirada vuestro recorrido por la oficina y luego seguirán trabajando. Todos pensarán que estás bien, que estás de puta madre, que es nuestro objetivo. Aquí no ha pasado nada, nadie descubrirá que estamos emocionalmente destruidos al haber recibido la primera nota de rechazo de nuestro primer guion titulado Follar con la muerte, el trabajo de cinco años que creíamos que catapultaría nuestra carrera como prestigiosos guionistas de cine; “el nuevo Kaufman”, pensábamos.
También podéis “bajar a fumar” o ir a compraros “un bocadillo para desayunar” y aprovechar para llorar en la calle, incluso gritar. Otro truco que siempre me funciona muy bien cuando lloro en la oficina es lo de fingir que estoy riendo por una cosa muy graciosa que acabo de ver en internet. Busco un YouTube cachondo para justificar “la risa” y me pongo a llorar soltando alguna risa forzada por ahí. Se trata de mezclar el llanto y la risa, como un cubata indigesto; buscar ese punto en el que ambos actos se confunden. Esto requiere un nivel de profesionalidad extremo porque si pillan que realmente estáis llorando pensarán que estáis completamente desquiciados.
Pero lo mejor es aguantar estoicamente, fingir una tranquilidad que se mostrará rara a ojos de los demás. Tragándonos nuestro propio aullido con estoicidad, totalmente hundidos y destruidos pero con dignidad, como el que se peina antes de tirarse de un precipicio y matarse, ese gesto inútil. Sobreponernos a las lágrimas y llorar por dentro, hacia el interior de la cabeza, mojar la parte de atrás del ojo hacia las entrañas de la cabeza para que nadie descubra que estamos hundidos, todo esto mientras rellenamos un Excel en el curro. Y, claro, al ocultar todo este terror dentro solo generaremos un monstruo que se traducirá en traumas, enfermedades y visitas nocturnas a mazmorras BDSM. Llorar solo al llegar a casa y hacerlo en el suelo en posición fetal justo al cruzar la puerta.
Pero también se puede estallar delante de todo el mundo. Evidenciar el llanto como el plumaje de un pavo real. Hay personas para las que esa idea de “aguantar” no entra en su lógica, seres que no han podido soportar el peso del drama.
De repente, sin un prólogo informativo que haya puesto al día de sus penas y miserias a sus compañeros de trabajo, el contable se echa a llorar. Se oye un grito raro a lo lejos. Los compañeros se miran, extrañados. “¿Pero qué pasa?”. Se levantan y comentan cosas en el chat interno de la empresa. Luego Gloria viene corriendo y dice: “Es Miguel, de contabilidad. Está llorando”. Entonces, a ojos de los demás, Miguel se torna un ser inestable, débil, frágil, incapaz de controlarse y mantener un mínimo de formalidad de oficina.
Para unos es un ser roto del que uno no se puede fiar —y menos las cuentas de una empresa con sedes en varios países—, una persona que no sabe gestionar sus emociones; para otros, de repente, ese contable, se convierte en un SER HUMANO. Deja de ser un compañero de oficina para ser una persona, con su vida íntima y sus mierdas. Un ser tierno que sufre y no puede contener sus emociones. Pero a ojos de un empresario, esta debilidad e incontinencia podría causar un despido o un toque de atención. “Ya no podemos fiarnos de Miguel, sus problemas personales pueden obstaculizar su rendimiento”.
Es que ahí ya se ha roto algo, no se puede uno fiar del todo de un ser que llora en la oficina, de alguien incapaz de distinguir y alzar un enorme muro entre la vida privada y la profesional. A partir de este momento, todo dios estará pendiente de a ver cuándo el contable vuelve a llorar. La gente le hablará con cuidado, como intentando desactivar una bomba de relojería. Si el pobre la caga en algo será porque “está mal”. Si alguien se queda encerrado en el baño todos pensarán que es el contable, que el tipo se está suicidando. Este tipo de prejuicios, ya sabéis.
La disputa entre la sobriedad protocolaria de un espacio de trabajo y el derrumbamiento de las torres que sustentan nuestra estabilidad emocional, estos momentos de sufrimiento contenido en la oficina, son el cuadro perfecto que retrata al ser humano tardocapitalista. El miedo a perder la fuente de ingresos por culpa de mostrar cierta humanidad. Lo profesional contra lo humano. La eterna violencia del mercado contra la débil carne de lo vivo que siempre se muere.
Sigue a Pol Rodellar en @rodellaroficial.
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