Música

Lollapalooza Argentina: la música convoca, aunque nadie vaya a escucharla

La franquicia argentina del festival alternativo por excelencia fue arruinada por una fuerte tormenta. Pero antes de que eso ocurriera, contuvo dosis de hip-hop, rock de estadios, popstars para teens, djs para la rigurosa dieta a base de EDM y artistas locales, ante un público más pendiente de las stories que de los escenarios.

“Siendo nuestra prioridad absoluta la seguridad de nuestro público, artistas y staff –como sucedió los pasados viernes y sábado- y tal como nos indicaron las autoridades gubernamentales, en sintonía con nuestra política de respeto y cuidado de nuestra gente, nos vemos obligados a tener que tomar la lamentable decisión de cancelar la tercera jornada del festival”. En el mediodía del domingo 18, las palabras atribuidas a Diego Finkelstein, titular de DF Entertainment, productora que organiza Lollapalooza Argentina, cayeron como un rayo sobre el ánimo de quienes pretendían asistir ese día. La quinta edición argenta del circo del rock and roll craneado por Perry Farrell finalizó con un alto sabor amargo en la boca. Iba a ser la primera vez que aquí duraría tres jornadas, pero no. Una fuerte tormenta eléctrica desatada en la madrugada anterior inundó sectores del Hipódromo de San Isidro, casa del Lollapalooza Argentina, y destruyó parte de la estructura del festival. Fans locales de Pearl Jam, The National y Kygo no encontraban consuelo ante la no reprogramación de la fecha y volcaron su descontento a, claro, las redes sociales. Mientras quienes se habían quedado afuera del Lolla, por no tener dinero para los tickets o por no haber sido acreditados o invitados, se mofaron y destilaron su resentimiento contenido ante la penosa situación.

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El Lollapalooza en Argentina divide aguas. Hay a quienes el concepto de early bird les resulta inconcebible (“¡Qué estafa! ¿Cómo puede alguien comprar una entrada sin saber quién está en el cartel?”); quienes opinan que los tickets son ridículamente caros (el precio final del abono para los tres días costaba aproximadamente U$S 250); están los que se sienten fuera de época al no conocer al grueso del cartel y prefieren perderse a su headliner favorito con tal de no compartir tiempo y espacio con ese público supuestamente advenedizo. Y así.

Lo cierto es que, en líneas generales, se trata de un evento que convoca a una clase media-media alta, al que concurren muchas familias con sus hijos y que para muchos centennials es su primera aproximación al rock… aunque la mayoría de ellos prefieren apostarse frente al escenario Perry’s, donde lo que más suena allí es ese atronador EDM de gimnasio que invade radios y listas. En el desplazamiento de un escenario al otro, fue normal toparse con menores de veinte años con cara de aburridos, acostados sobre el pasto, mirando la nada o el teléfono celular, mientras en un tablado sonaba el beat preciso e hipnótico de Metronomy y, en otro, el desparpajo por momentos insoportable de Mac DeMarco.

Mac de Marco / Foto Cortesía Lollapalooza Argentina

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“¿Será este el andén?”, le preguntó un pibe a sus dos amigos. Ninguno de los tres llegaba a los 20 años y tampoco tenían pinta de tomarse el tren muy seguido. Los diferentes ramales de la línea Mitre parten desde Retiro, al extremo este de la Ciudad de Buenos Aires. Aunque eran las 3 PM de un viernes 16 de sol radiante y faltaban tres horas para que oficialmente sea la hora pico, el ritmo ya estaba agitado. Los usuarios habituales del Mitre en dirección a Tigre se mezclaban con los que pretendían bajarse en la estación San Isidro, a casi 30 kilómetros de la capital argentina. Es la ciudad más tradicionalmente concheta (o fresa) del Gran Buenos Aires y alberga al Lollapalooza desde su llegada a este rincón del mundo. Tras un viaje lento de cuarenta minutos y a vagón lleno, al salir del tren aparecía el primer obstáculo. A pocos metros de la estación, unos policías dividían a los que llevaban mochilas o bolsos de los que no: una camioneta del Ministerio de Seguridad de la Nación portaba un scanner que requisó cada equipaje, indistintamente de si uno iba al Lolla o no. El festival tiene una política de tolerancia cero para con las drogas y el alcohol. Incluso, en el perímetro del hipódromo sanisidrense se veían más policías fuertemente armados y mucha seguridad privada: quien pretendiera saltar el alambrado para colarse a la “experiencia Lollapalooza” sería gravemente reprimido. En tanto, en el ingreso demorado, empezaron las selfies, las stories, las etiquetas . Había que aprovechar la señal ahora, porque una vez dentro la comunicación se complicaría.

Foto: Lola Cárpena

Sï, hubo mucho poser de look forzosamente extravagante y cosplayers que corrieron eufóricos hacia algún escenario cuando sonó algún hit… para luego darle la espalda a la música otra vez. Incluso, en el VIP de este año, entre glamorosas modelos, actrices jóvenes, tenistas mediocres e influencers, pulularon varios funcionarios de primer nivel del gobierno de Mauricio Macri. Con los años, se convirtió en EL evento al que hay que asistir, que uno no puede perderse por nada del mundo. Es aspiracional y los tickets vuelan, algo que prácticamente no sucede en casi ningún espectáculo musical que se organice en Argentina. Convocatoria masiva, sí, pero no (tan) popular.

Pero entre el público también estuvieron los responsables de que muchos artistas internacionales nos hayan catalogado, en las últimas tres décadas, de ser “el mejor público del mundo”. Sea eso verdad o mentira, el fan argentino es intenso, demostrativo, por demás cariñoso y muy complaciente con el artista. A veces, de maneras sumamente desvergonzadas, grotescas; otras veces, poniendo en riesgo la propia integridad física o la de quienes lo rodean. En este Lollapalooza protagonizaron incidentes insólitos, como el numeroso grupo de muchachos que trepó por una torre de sonido para tener una mejor perspectiva sobre la jam permanente que fue la entrega de Red Hot Chili Peppers, más parecido a un ensayo abierto que a un show. O como aquel que pensó que prender una bengala de humo azul al inicio del set de Liam Gallagher podría ser una buena idea (en 2004, una tragedia que se llevó 194 vidas en un show de rock fue iniciada por un artefacto similar y desde ahí que dejó de ser “colorido” -siempre estuvo prohibido- usar pirotecnia en recitales). O como el tipo que engañó a The Killers, haciéndose pasar por baterista y rogando que lo invitaran a tocar. Cuando Brandon Flowers accedió, el muchacho apenas supo cómo sentarse en la banqueta que le liberó Ronnie Vannucci Jr. y golpeó sin ritmo alguno el pedal de su bombo. Por un instante arruinó la grandilocuentemente empalagosa y hitera performance del grupo de Las Vegas, que para su puesta en escena plantó un enorme y fálico símbolo masculino con forma de flecha al frente, mientras que las coristas estaban señalizadas con tres símbolos cruz, visiblemente más pequeños que el de ellos.

Foto de Lana del Rey cortesía Lollapalooza Argentina

En otras ocasiones el feedback fue total. Lana del Rey se vio conmovida por el incesante “Olé, olé, olé, olé… Lana, Lana” del fandom, y lo agradeció bajando del escenario para besar y tocar a los que se apostaron contra el vallado para verla bien de cerca. Como escenografía para su show de ensueño, montó una playa agreste con palmeras, hamacas y performers que portaban enormes paraguas, mientras ella desplegó su carisma, entre apático y empastillado. De sus carnosos labios salió la más maravillosa música para esas teens que encontraron conexión en canciones como “Born To Die”, “Blue Jeans” y “Summertime Sadness”. Otra frecuencia, pero similar recepción tuvo el deslucido show de Camila Cabello, en la primera presentación de las canciones de “Camila”, su álbum debut. A caballo del hit global “Havana”, la cubana mechó frases en español entre arengas en inglés, pero contó con nulos efectos visuales e intrascendentes números coreográficos por parte de su cuerpo de bailarines. Nada que engrandeciera a sus flacas canciones.

Debajo del color & calor que aportó el público y de la habitual convivencia ecléctica y pacífica de estilos, ocurrieron una serie de hechos por los cuáles este Lollapalooza será inolvidable para quienes encontraron mayor interés en la música. Por un lado, fue el momento más mainstream para el hip-hop en el país. Si bien la cultura hiphopera es cada vez menos underground, este Lolla trajo a estrellas de primer nivel en su mejor momento. De mayor a menor: lo de Chance The Rapper fue una contundente muestra de su enorme capacidad para estar en el centro de la escena deformando y expandiendo su universo con bellos momentos cercanos al góspel (“Blessings”, “All We Got” y el cover de Kanye West, “Ultralight Beam”) y otros más fiesteros que utilizó para exprimir a su ocasional audiencia teen (un ratito del “Scooby Doo Pa-Pá” y “I’m The One”, el track de DJ Khaled en el que comparte mic con Justin Bieber). Anderson .Paak demostró destreza para cantar, rapear y aporrear su batería sin escatimar energía ni groove en ningún tiro, pasando por todas las instancias posibles de la música negra -del funk al soul, del hip-hop al r&b-, siempre bien secundado por los fantásticos The Free Nationals. Mac Miller peló su killer flow virtuoso que le marcó el tempo a las secuencias seductoras que disparó certeramente su dj, confirmándose así como un heredero natural de Eminem. Wiz Khalifa, en tanto, apeló a la parafernalia cannábica, con lanzallamas como cerillos para los porros gigantescos que flamearon en el stage y más cotillón para levantar algo su flow cansino. Como no podía ser de otra manera, el público lo celebró especialmente en “See You Again”. Si la fiesta no estuvo completa, fue porque en la semana previa Tyler, The Creator se bajó inesperadamente sin dar ningún tipo de explicación. Apenas unas insuficientes disculpas vía twitter.

Foto de Damas Gratis cortesía Lollapalooza Argentina

Por su parte, Damas Gratis protagonizó una de las más grandes paradojas de la historia de la música en vivo. Pablo Lescano, creador e ideólogo de la cumbia villera -aguafuertes de barrios bajos, carcelarios y viciosos en clave tropical-, se plantó con su keytar con motivo de ametralladora y disparó el ritmo que movió a esa aplanadora que baila y hace bailar. Sin parar un segundo, apilaron hits como “Se te ve la tanga” y “Los dueños del pabellón” y se permitieron un homenaje a “La Mona” Jiménez, rey del cuarteto cordobés, metiendo un insert de su clásico “Quién se ha tomado todo el vino”. Los inconfundibles latiguillos arengadores de Lescano (“Y las palmas de todos los negros, arriba” y “El que no salta es un concheto”) contradecían a la masa que los gozaba, pero no es algo nuevo: las clases medias altas siempre los bailaron, con mayor o menor culpa, en los boliches de moda, casamientos e incluso las veces en que Damas Gratis tocó en pubs que están por fuera del circuito “bailantero”, que es a donde esa gente no va. “Lescano es un artista internacional: toca en toda Sudamérica, también en México… La cumbia es latinoamericana y él es un Dios en ese sentido, es como Los Ángeles Azules. Y de algún modo, esto es como un sinceramiento total de la apropiación cultural que los chetos hacen forever de las culturas populares y me parece que está bien”. Lo dice Mariano “Tito” Del Aguila, dj y periodista especializado en música, boxeo y cultura cannábica, entre otras temáticas. Es coautor de “Familias Musicales”, libro clave que funciona como mapa para entender de qué está hecha la cumbia aquí en Argentina. “¿Que por qué cantan ‘somos los dueños del pabellón’ y después piden pena de muerte si les roban el teléfono? Igual, ¿con el hip-hop y el rap no pasa absolutamente lo mismo? Whities cantando sobre cuestiones marginales. O la high society mexicana cantando corridos. Detrás de la marginalidad está la libertad y supongo que todo el mundo añora eso”, cierra Del Águila.

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Foto del Kidzapalooza cortesía Lollapalooza Argentina

Cuando el Lollapalooza termina, con él se acaban meses y meses de promoción y publicidad por todos los medios posibles, tradicionales y digitales. La invasión del colorinche de los carteles en las redes y vía pública desaparece dejando un gris vacío. ¿Por qué más de 200.000 personas desembolsan miles de pesos argentinos para un evento que ocurre en uno de los últimos fines de semana del verano, y difícilmente la mayoría de ellos esté dispuesta a pagar cien o doscientos o trescientos por asistir a un show nacional, cualquier día de la semana de año? ¿Cuántos shows al año ve el espectador promedio del Lollapalooza? ¿Por qué esa gran convocatoria no se derrama hacia el cada vez más nutrido, interesante y diverso circuito underground de Buenos Aires? Más allá de la cucarda, ¿rinde participar del Lollapalooza tocando muy pocos minutos después de que se abran las puertas, ante poca gente? Preguntas disparadas en voz alta que encontraron eco en dos de los artistas argentinos que formaron parte de la grilla en 2018. “Es la posibilidad de tocar en un escenario profesional y en el que sonamos como queremos sonar, algo que difícilmente se logra en el circuito que nos movemos. Y mucha gente que nunca te presta atención, empieza a hacerlo cuando te ve en un cartel como el del Lollapalooza”, reflexiona “Rat Boy” Salama, saxofonista del combo funky-rap-soulero Militantes del Clímax. Por su parte, Alejandro Álvarez, vocalista de Barco, una de las sensaciones del nuevo pop argentino, confía en que alguno de “los que pagaron el abono por Lana del Rey o Imagine Dragons, haya visto a una banda que le copara y la vaya a ver cuando toque, por el precio de una cerveza. La verdad que desde ayer hasta hoy, nos empezaron a seguir casi 500 personas nuevas en instagram, que para nosotros es un montón porque no somos una banda tan popular. Y si después al menos 40 o 50 de esos 500 nos pagan una entrada… bueno, eso es amor”.