Todo lo que pude averiguar sobre drogarse con polvo de extintor

La muerte en Bogotá de un estudiante de 14 años que consumió una mezcla de licor artesanal, marihuana y el contenido de un extintor en su colegio dejó a muchos aterrados la semana pasada. La reacción fue de grandes proporciones (y justificada: un menor de edad murió) pero siempre en medio de una desinformación acerca de lo que los jóvenes meten en los colegios. Por ello, me di a la tarea de investigar un poco más acerca del tema. Esto fue lo que me encontré.

Según un estudio publicado en 2013 por la Secretaría de Educación, el 35% de los estudiantes de colegios en Bogotá contestaron sí a la pregunta: «¿se venden drogas cerca a tu colegio?». Otro 13% afirmó haber visto a algún compañero consumiendo drogas al interior de su colegio y la cifra aumenta hasta el 29% cuando se trata exclusivamente de los públicos. En Bogotá, la llegada de las drogas a los colegios es un hecho, no es nada nuevo (el mismo estudio muestra cómo las cifras se han mantenido estables en los últimos 4 años) y la muerte de un niño solo hace que el fenómeno sea más evidente: por ende, vale la pena entenderlo.

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Lo que más me sorprendió de la noticia no fue el fin sino los medios, porque nunca en mi vida había escuchado acerca de un grupo de niños tratando de drogarse con el polvo de un extintor .

En realidad, ni siquiera Google sabía mucho acerca de esta mierda. Es verdad que los extintores son mencionados en varias cartillas de prevención antidrogas, pero es imposible encontrar reportes de eventos como el de la semana pasada, ni testimonios de entusiastas del extintor en foros de drogas. Lo más parecido que encontré fue una entrada en Yahoo Respuestas (¿donde más?) de una persona que olvidó limpiar su horno tras una descarga de extintor y se llevó tremenda sorpresa al volver a utilizarlo: «Sentí una ola de estrés e hiperactividad. Era como si me fuera a explotar. Luego, una paranoia muy fuerte, pensaba una y otra vez que alguien iba a meterse a mi casa. Luego me acosté y sentí como si hubiera dormido toda una noche, aunque en realidad solo dormí 30 minutos y cuando me desperté sentía mi cama vibrar».

Una búsqueda más exhaustiva (y menos filtrada) arrojó otro par de resultados: el primero era un usuario de Reddit que afirmaba haber sido testigo de cómo un hombre inhaló el contenido de un extintor y luego se lanzó por un balcón en Atlanta, Georgia. El segundo era una noticia publicada en un portal, algo así como el Q’hubo de Texas, que hablaba sobre una mujer que fue sorprendida en un motel por la policía mientras tomaba bocanadas de un extintor y trataba de sacarse su propio ojo.

Finalmente, y gracias al resultado de la necropsia, supe que tras esta forma tan novedosa de darse en la cabeza hay un principio activo bastante viejo: el cloroformo. Así es, el mismo que usaban los villanos en el Chapulín Colorado y Bill Cosby en los memes.

Más allá de su enorme potencial cómico, y de haber sido alguna vez el anestésico que asistió a la reina Victoria en dos partos, el cloroformo es un químico peligroso, que produce arritmia cardiaca, depresión del sistema nervioso central, paro respiratorio y, en ocasiones, la muerte. Es por esto que, desde principios del siglo XX, el cloroformo salió de la farmacopea de la mayoría de países del mundo y desde entonces su uso se ha visto relegado a pesticidas, refrigerantes y, por supuesto, extintores.

«Estamos ante un nuevo tipo de drogas que llamamos drogas emergentes», me dijo por teléfono el doctor Jairo Téllez, director del Grupo de Investigación de Sustancias Psicoactivas de la Universidad Nacional. «Se trata de sustancias que no están diseñadas para el consumo humano, sino que se encuentran en distintos productos industriales como solventes, pegantes y aerosoles». Según Téllez, hay dos grandes razones para que las drogas emergentes sean tan populares entre los menores de edad. La primera es que, a comparación de otras drogas, estos químicos resultan más baratos. La segunda, que, dado que muchas de ellas son de uso cotidiano, son menos susceptibles a ser controladas por padres o profesores. Según el Estudio Nacional de Consumo de Sustancia Psicoactivas de 2013, apenas un 1.9% de los colombianos afirma haber consumido alguna vez inhalantes como el boxer, thinner, Sacol, Dick o Popper. Sin embargo, el propio estudio reconoce tener «limitaciones para captar a los usuarios de estas sustancias» y tienen razón, yo tampoco andaría contándole a cualquier encuestador que a mí me gusta el pegante: esa negativa a decir algo en una encuesta es lo que los sociólogos llaman la «cifra negra».

A pesar de la llegada de las drogas (las emergentes y las demás) a los colegios, no es acertado decir que estos se han convertido en un infierno. El mismo estudio de la Secretaría de Educación afirma que los colegios (públicos y privados) son menos violentos y homofóbicos hoy que en 2006. Tampoco sería justo tildar a los estudiantes de hoy de ser más viciosos que los de ayer. Recuerdo emborracharme cuando tenía la edad de los niños intoxicados la semana pasada, también recuerdo las historias de cómo mi padre lo hacía incluso antes.

De hecho, en algún punto de mi investigación, di con el perfil de Facebook del niño que murió y, donde esperaba encontrar al adolescente repitente y drogadicto del que hablaba en una carta anónima uno de los profesores del colegio, me sorprendieron las fotos de un niño que, a decir verdad, me recordaron bastante a la persona que yo fui a esa edad: una mente que ya no quiere usar tallas de niño enfrentada a un cuerpo que se rehúsa a llenar las de hombre. Cuántas inseguridades: un millón de fotos y en todas la misma mueca. En todas la misma mirada insegura e inquieta. Un adolescente que no se halla ni en su colegio ni en su ropa ni en su propia piel. Lo que los pediatras llaman un madurador tardío, pero entre la gente del común se conoce como un chino marica.


Las fotos del difunto también trajeron a mi mente un incidente en el que no pensaba hace varios años: una tarde en la que, siendo un poco mayor que estos niños, me colé al laboratorio de mi colegio para robarme un tarro de éter con fines muy similares. Ese día, llegué a bajar el frasco color ámbar del estante. Pero ya con el botín entre mis manos, me acobardé.

El hecho de que la oferta de drogas en las escuelas haya aumentado en cantidad y variedad no significa que los niños que caminan por los pasillos de los colegios hoy en día sean unos degenerados. Un 95% de ellos afirma no haber consumido nunca drogas en su colegio (aunque, para ser justos, yo tampoco andaría contando a esas cosas). Lo que sí creo es que los adolescentes de hoy están jugando un juego distinto al que a mí me tocó jugar.

Cuando le pregunté al doctor Téllez por los efectos de estos inhalantes (al fin y al cabo nunca fui capaz de robarme ese frasco ni tampoco, hoy, meterme el polvo del extintor para ampliar la base investigativa de este artículo) me habló de «una sensación de embriaguez similar a la que produce el alcohol, pero menos intensa. Con la diferencia de que estas sustancias producen alucinaciones que para los consumidores son muy placenteras. A eso agréguele que muchas veces estas alucinaciones pueden llegar a ser compartidas».

Creo que en parte ese es el gran problema con las drogas y los adolescentes: primero alguien tiene que explicarle todas estas cosas increíbles que las drogas hacen, para luego rogarles que se mantengan alejados de ellas.