Los miedos de Rosshanna, modelo y blogger

“Vete sola”, “hazlo sola”, “¿no te da vergüenza?” Rosshanna Bracho creció en Maracaibo, Venezuela, junto a una madre valiente. “Anda, tienes que hacerlo.” Pero ella era todo lo contrario.

Temía a la oscuridad, a las historias de terror y de mujeres que mataban y lloraban. Menor de cuatro hermanos, por las noches armaban carpas con sábanas, debajo, sus mayores le hablaban de fantasmas. Luego la encerraban en el baño y Rosshanna salía corriendo aterrorizada.  

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Por un programa de televisión las sombras se hicieron sus monstruos. Imaginaba que en cualquier momento la suya escaparía en dirección contraria. Su madre la tranquilizaba pero la idea la enloquecía. Optó por no volver a mirar hacia atrás. 

A los 12 probó la montaña rusa. Sentada y asegurada, antes de arrancar, sintió frío, era algo nuevo y difícil de explicar, le trepaba por las venas y se contagiaba por todo su cuerpo. Como un vaso de agua que se llenaba poco a poco. Cuando llegó al tope comenzó a gritar: “¡me voy a morir!”.

“¡Bájala que está asustando a los demás!” Tomó 15 minutos liberarla. Era su primer ataque de pánico. Poco después, entre sueños, despertó. Podía ver pero su cuerpo seguía inerte. No entendía si estaba lúcida o dormida. Lo vivió tres veces seguidas.

En un café, un hombre la abordó y le preguntó si quería salir en un video. Rosshanna, ya de 16, aceptó. Por ese video la contactó la revista más importante de Maracaibo y le dieron la portada. Así comenzó a modelar.

Su hermana mayor, que había aprendido a controlar su ansiedad ante los espacios cerrados y ascensores, era empleada de una compañía aérea en el aeropuerto. Ofreció pagarle por un año de estudios en la escuela de aviación. Cursos en tierra de primeros auxilios, aeronáutica, servicios a bordos y cómo tratar una emergencia.


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Rosshanna, sin haber volado ni montado un avión, aceptó. Pero el modelaje la hizo abordar por primera vez. Viajaba en el centro, lejos de la ventana y cerca de la cabina de mando. Despegó. Vio que cada vez estaba más alto, no sabía qué iba a pasar y al mismo tiempo recordaba las clases.

Comenzó a llorar. Pedía agua sin parar a las aeromozas. El vuelo duró 30 minutos. “Se pudo haber metido en problemas por el escándalo que armó y ella no se dio cuenta por el miedo…”, le dijo un piloto a su hermana.

Durante un siguiente vuelo anunciaron que había una falla. Viajaba como finalista de Chica E! La vista se le nubló. Observó la luz de los botones de la cabina y vislumbró que estaban contando las almas para avisar a la torre de control.

El avión bajaba. “¡Es para estar a nivel del mar y que los cuerpos se empiecen a desmayar!”, se persuadía entre llantos y gritos, “¡nos vamos a caer!”. El itinerario de los siguientes vuelos se lo susurraban, asustados, el equipo de producción.

“Me tengo que controlar”, se convenció. Para ser modelo debía viajar. Música, no hablar con nadie y ventanilla. De preferencia viendo tierra, sobre agua regresaba el miedo. Cuando creyó dominarlo subió a un teleférico.

El piso era de cristal, tenía reservación para un restaurante tan alto que había que pasar tres paradas. Estaba en Rumania, “¿te puedes controlar un poco?”, le pedían sus acompañantes. No era víctima, se ponía agresiva, sudaba y aprehendida de la vecina le enterraba las uñas, “¡Déjame en paz! ¿No ves que tengo miedo?”

“No me ha importado mucho lo que diga la gente”, cuenta Rosshanna en una cafetería ubicada a unos pasos del Metro de la Ciudad de México, “tampoco es exactamente vértigo”. No la marea la altura y aguanta las azoteas, es la idea de que algo se pueda caer o perder el control.

Al antiguo DF llegó hace tres años. Como modelo. A un departamento con desconocidas. No hablaba inglés y ellas tampoco español. La ciudad le daba miedo. Su pesadilla era perderse, pues, ¿a quién le iba a marcar?

Cuando conoció las entrañas del Metro vio tanta gente a su alrededor que se sintió totalmente sola. Entró en pánico y salió. No tenía a nadie. Extrañaba a su país y familia. Le preocupaba su seguridad.

Desde los 17 escribía en su blog. Continuó. Era su deshago y le ayudaba a controlar su ansiedad. Compartía y le respondían. Todavía. Niñas que terminaron con sus novios, deprimidas, que quieren suicidarse, violadas, golpeadas. Que pasan el día solas viendo sus fotos de redes sociales, leyendo sus consejos. Una forma mutua de encontrar compañía.


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Sus seguidores son de todas edades. Algunos millennials. Rosshanna no se considera una, cree que todos siguen un patrón, se comparan, ninguno busca su propia línea y acaban sin autoestima.

También son más rudos y se lo demuestran. Si algo no les interesa lo dicen. Pierden el respeto rápido. Ella intenta ser fiel a sus ideas y no caer en el morbo. Le duele perder a los seguidores que han crecido a su lado. No quiere que su blog se acabe nunca. Su nuevo miedo es imaginar un mundo sin WordPress, tener que bajar su contenido o no poder escribir en la web.

Rosshanna se acomoda el cabello largo. Sus ojos verdes cautivan. Recuerda la última vez que sintió pavor, que enmudeció y su pensamiento se nubló. Ríe. Fue su último cumpleaños en Venezuela. Sus 22. Viajaban en lancha de un cayo a otro. Mar abierto, con oleaje. Gritó “¡tengo miedo!” y regresaron.

En ocasiones todavía duerme con la luz encendida. Sobre todo en hoteles que no le gustan. En casa, evita el silencio llamando a su mamá o a sus amigos. Tampoco le gusta estar rodeada por muchos. Sabe que el miedo a las alturas es algo superficial, algo físico.

Pero en las mañanas, cuando se levanta, el miedo que la golpea es la soledad. Pues con ese se enfrenta todos los días. El de las alturas no porque lo evita, pero, “¿cómo puedes evitar quedarte solo?”, me pregunta Rosshanna en la cafetería. Nos rodean algunos globos de corazón que cuelgan medio desinflados, febrero ha terminado, “eso simplemente pasa y ya”.

Este texto es una colaboración entre VICE y Samsung. Lee más sobre miedos y cómo superarlos aquí.