Identidad

Los misterios del profesor

Vissarion (alias Sergey Anatolyevitch Torop, alias the Teacher), fundador de la Iglesia del Último Testamento

Diez horas después de mi primer viaje a Rusia, cogí un tren exprés hacia el aeropuerto. Es agosto en Moscú, así que estoy sudando como un cerdo, como en el instante en el que llegué. Además, llego tarde. Si pierdo mi vuelo, es más que probable que no llegue a tiempo a Petropavlovka para celebrar la Festividad de los Frutos y hablar con un hombre siberiano que físicamente se parece a Jesús y cree que su palabra es la Palabra de Dios.

Compro un billete y llego al andén con unos minutos de antelación, tiempo suficiente para encontrar el vagón más vacío y sentarme al fondo. El tren sale tres minutos tarde. Esto me hace sentir un poco mejor, pero aún me enloquece la posibilidad de perder el avión. Sólo hay un vuelo al día, y no puedo imaginar tener que hablar con quien quiera que responda al teléfono en Vladivostok Air, la compañía aérea más importante de Siberia.

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Si no llego a tiempo también tendré que cambiar mi viaje en coche. Eso significa que tendré que suplicar a una mujer llamada Tamriko, con quien sólo he hablado a través de emails, de que convenza a uno de sus compañeros de lo que muchos consideran una secta de que se levante mañana a las 4 AM, viaje tres horas en coche hasta el aeropuerto internacional de Abakan para recoger a un yanqui desconocido y cotilla, y lo lleve hasta una comunidad remota y profundamente religiosa en medio de la taiga en la que viven alrededor de 4.000 personas. Hacemos unas cuantas paradas para comprar comida y otras provisiones en lo que—posiblemente de forma equivocada—asumo que es la versión rusa de la parte más rural de Tennesse.

Cualquier otro día habría sido una petición medio razonable, una petición que ya tuve que hacer al volver a programar mi viaje por un problema de última hora con mi visado. Pero si no estoy delante del mostrador de facturación en 30 minutos, lo más probable es que no pueda llegar antes del 18 de agosto. Es la festividad más importante de la Iglesia del Último Testamento—el día en que, hace más de dos décadas, un policía de tráfico y pintor con talento de 29 años llamado Sergey Anatolyvetich Torop renació como Vissarion. Desde entonces ha fomentado una “religión unificada” que es una amplia amalgama de creencias espirituales cristianas, budistas, hindúes y paganas, entre otras.

Casi todo lo que Vissarion ha dicho o pensado ha sido documentado en el interminable Último Testamento, que actualmente comprende 10 volúmenes y miles de páginas. Más de 5.000 seguidores de todo el mundo le consideran una especie de Mesías conocido como “el Profesor”. También creen que el universo tiene dos orígenes (uno dio lugar a la naturaleza, el otro al alma humana), y que el fin del mundo está cerca. O al menos eso es lo que he entendido tras leer los numerosos escritos que se han traducido (bastante mal) al inglés.

Durante mi viaje en tren reflexiono sobre mi torbellino de impresiones de Moscú: es gris, amarronada y extrañamente eficiente. Por supuesto, llego justo a tiempo a Vnukovo y corro hacia mi puerta de embarque. Al llegar al final de la cola, miro hacia atrás y veo el neón que hay detrás mío. Tenía esperanzas de disponer de tiempo para tomar una cerveza, sobre todo porque en el lugar al que me dirijo no está permitido beber. En vez de eso, me distraigo pensando sobre lo jodido que estaría si esto fuera el JFK, y me recuerdo que no puedo decir ‘joder’ durante la próxima semana porque también está prohibido decir palabrotas en la iglesia. También están prohibidos el tabaco, la carne e imagino que muchísimas otras cosas, pero Tamriko mencionó específicamente estas antes de mi llegada.

Cuatro horas y un plato de pollo insulso después, aterrizo en Abakan a las 7:30 AM, media hora tarde. Entro en el pequeño vestíbulo. Huele raro. Parece como si todo hubiera sido montado por una máquina gigante de producir en serie aeropuertos idénticos, los cuales hubiesen sido posteriormente abandonados para pudrirse en la desolación. Lo peor de todo es que no veo a nadie con un cartel que ponga roCCo. Tamriko me aseguró que un tipo llamado Ruslin estaría aquí, con el cartel. Demasiado cansado para entrar en pánico, me siento y espero 15 minutos; un hombre alto, de unos 20 años, hirsuto pelo rubio y con un cartón bajo el brazo, atraviesa la línea de seguridad y echa un vistazo a la sala. Incluso antes de ver el cartel supe que era él. Era la clase de persona que estaba esperando. Me levanto y voy hacia él.

“Rocco”, le digo, señalando mi pecho. Me mira a los ojos y se queda embobado durante un minuto antes de sujetar el cartel delante mío. Asiento. “Sí”, me dice, y se pone en la cabeza una cosa que parece islámica. Salimos de allí en silencio hacia el parking. Me siento un poco intimidado.

De pie junto a su coche, un 4×4 familiar con el volante en el lado derecho, conozco a quien imagino que es su mujer o su novia. Ella es joven y hermosa, y sonríe mientras se presenta. No existe manera humana de que pueda pronunciar—o recordar—su nombre. Ni siquiera intento escribirlo en mi libreta.

Ambos conversan en voz baja durante unos segundos en los asientos delanteros, y después el hombre señala los termos que hay en la guantera. “¿Café?”. Asiento. Me sirve una taza mientras la mujer revuelve el coche. Me miran hasta que le doy un sorbo. La verdad es que si es veneno o zumo para lavarme el cerebro, no sabe tan mal. Me lo termino rápidamente, y nos sentamos sin hablar uno o dos minutos más. “Nos vamos”, dice el hombre, y pone el coche en marcha.

Pronto me doy cuenta de que Ruslin y su señora no hablan demasiado inglés, o no quieren, por la razón que sea, hablar conmigo, así que me pongo manos a la obra e intento hacer funcionar en mi portátil una memoria 3G que compré en Moscú. Consigo conectarla e intento vídeo-chatear a trompicones, después a través de iChat, con mi novia. Le digo que todo va bien, y después que no he dormido en 26 horas, y bromeo sobre que me acabo de tomar un café raro que me ha dado una gente que técnicamente forma parte de una secta y que me está llevando a una de las regiones más remotas de Siberia. Después de eso, la conexión se fue y jamás volvió.


Vista de la morada del amanecer desde el templo del monte

Hacemos unas cuantas paradas para comprar comida y otras provisiones en lo que—posiblemente de forma equivocada—asumo que es la versión rusa de la parte más rural de Tennesse. Pero sí, lo es. Los chalecos naranjas y los uniformes de trabajo se multiplican, las tiendas no tienen letreros, y estoy bastante seguro de que uno de nuestros recados es ir a un lugar donde venden bolsas de basura gigantes llenas de ropa de segunda mano. El paisaje es majestuoso y salvaje. En un momento dado paramos delante de una casa y la joven mujer sale del coche mientras Ruslin espera. Vuelve con un tarro gigante de lo que parece ser leche.

Una hora más tarde salimos de la autopista y alternamos carreteras de tierra con carreteras pavimentadas durante la siguiente media hora, hasta que sólo vamos por una carretera de tierra. Ruslin sube la ventanilla para que no nos ahoguemos con el polvo. El motor y las piedras golpeando el chasis hacen demasiado ruido para poder hablar, así que permanecemos en silencio durante el resto del camino mientras nos asamos bajo un calor de más de 30º.

Finalmente llegamos a Petropavlovka. Nos recibe una escultura-señal que parece sacada literalmente de un parque de atracciones de Orlando, pero el lugar es hermoso. Lagos, cielo despejado, árboles, abundantes huertos, césped interminable, todo rodeado por los montes Sayanes. Cientos de estructuras de diferentes tamaños salpican el paisaje, la mayoría de ellas de un estilo arquitectónico único en la comunidad.

Reconozco el templo que había visto en fotos, el templo que construyeron hace más de una década Vissarion y sus seguidores cuando transformaron un charco de barro estéril en un poblado autosuficiente a unos 160 kilómetros de cualquier tipo de civilización. Unos 4.000 seguidores viven entre este lugar y la Morada del Amanecer, la zona a la que se mudaron Vissarion y algunos de sus discípulos más cercanos después de que Petropavlovka se volviera demasiado concurrida para su gusto. Me siento como en una novela de Tolkien.

Llego a la Casa Alemana, una especie de centro de inserción espiritual dirigido por Ruslin y Birgitt, una mujer alemana que hospeda a estudiantes, “vissariones” del resto del mundo y curiosos espirituales. Tamriko también trabaja aquí, pero no está. Birgitt me pregunta si tengo hambre. Le digo que preferiría dormir antes, así que me lleva a mi habitación. También me ordena volver abajo en una hora y media para encontrarme con el resto de invitados y hablar con Vladimir, uno de los guías de Vissarion y líder importante de la comunidad. Él nos explicará qué esperan de los invitados en la Morada del Amanecer. Digo “Spah-si-bahh” mientras le doy las gracias como si hubiera sufrido un infarto hace poco. Consigo echar una siesta de 45 minutos, mi primera cabezada en 30 horas, antes de que me despierte un chico que se pone a deshacer la maleta en la litera que está al otro lado de la mía.

“Perdona si te he despertado”, me dice. Se llama Maciej, es polaco y estudia antropología de la religión en una universidad de Eslovenia. Dice que ha venido hasta aquí en el expreso siberiano, seguido de un autobús soviético gigante. “Algunas de las personas que he conocido en el tren me han dicho que aquí le lavan el cerebro a la gente”, me dice. “Intentaron convencerme de que no viniera, pero no creo que corra peligro”.

Bajamos para comer—alimentos verdes y patatas frescas—y conocemos al resto de huéspedes, entre ellos dos chicas estudiantes de antropología y un fotógrafo alemán y su mujer. También está Tamriko, que no es como me imaginaba (para bien). Sólo tiene 24 años, y me explica que hace menos de un año trabajaba como abogada en Moscú.

“No estaba a gusto en Moscú”, dice. “Me di cuenta de que no me gustaba mi trabajo. Aquí tuve una sensación muy buena, pensé que quizá sería bueno venirme aquí a vivir”.

Sabe quién es Vissarion desde que tiene 18 años, cuando su tío le mostró sus enseñanzas. Al principio sus padres—gente que vivió la caída del comunismo—desaprobaron su decisión de dejar el trabajo y marcharse de Moscú.

“[Mi familia] nunca hablaba de Dios, pero yo era una persona abierta. Cuando me hablaron de Vissarion pensé, si todo es verdad, debe ser muy interesante. Debo buscar su libro”.

Tamriko dice que, desde entonces, sus padres han venido aquí, que tuvieron algunos “problemas del alma” y su tío le explicó a su padre que el Profesor tiene todas las respuestas. En 6 meses su padre consiguió todos los libros de Vissarion de forma virtual, y su madre, aunque no cree de forma tan rotunda, piensa que el Profesor es “un buen hombre que ha hecho cosas buenas”. También dice que sus padres quieren mudarse a Petropavlovka o a una comunidad cercana dentro de poco.

Más tarde descubrí que nunca ha conocido personalmente a Vissarion. Aún así, ha facilitado mi entrevista con él, la primera que va a conceder en 3 años tras decidir que ya no quería hablar con periodistas. Al principio me dijo que era poco probable poder conseguir una entrevista con el Profesor, pero insistí enviándole por email mis preguntas antes del viaje. Cinco días antes de partir me envió un email diciendo que el Profesor había dado el visto bueno. No me dijo por qué me había concedido el honor, pero a mí ya me pareció bien.

Después de comer quedamos con Vladimir, un hombre fuerte y enérgico, con una coleta gris parecida a la de Ruslin. Nos explica qué esperan de los visitantes que invitan a la Morada del Amanecer, especialmente de los que desean documentar su experiencia. En otras palabras, yo y el fotógrafo alemán de mediana edad que está sentado al otro lado de la mesa. Nos dice que se marcha de la ciudad en 2 horas, y nos da consejos sobre qué tenemos que hacer si nos topamos con un oso. Parece que me quedaré con una familia que vive en la Morada del Amanecer, o en la hierba bajo las estrellas (no quise traer saco de dormir); no está claro dónde. Sea sonde sea, dormiré profundamente.


Las muchas caras afables de la iglesia del Último Testamento, y algunos visitantes

Consigo echar una cabezada durante más o menos una hora antes de que mi compañero de habitación me vuelva a despertar y me diga que es hora de irnos. Me cuesta un poco vestirme y comprobar mis provisiones porque estoy tremendamente cansado y medio soñando en un lugar que podría ser un sueño. Bajo las escaleras con los zapatos desatados, a punto de olvidarme del saco de dormir que me ha prestado Tamriko, quien decide quedarse atrás y meterse en una oxidada pero aparentemente indestructible furgoneta de la era soviética donde están montados mis nuevos amigos de la Casa Alemana y algunas caras nuevas.

Es un viaje con aún más baches que el de esta mañana, pero nuestro hábil conductor—quien parece capaz de poder conducir un tanque soviético—esquiva innumerables baches y charcos de barro que podrían ser pequeños estanques. Intento hablar un poco con mis compañeros de viaje, pero hay tanto ruido y es tan incómodo que para comunicarnos es necesario gritar.

Permanecemos en silencio la mayor parte del trayecto. En el asiento que está a mi lado, mirando en dirección contraria, hay un hombre rubio y joven que lleva puesta una gorra. Sus ojos—penetrantes y de color marrón verdoso—me recuerdan a los de Ruslin, y ansiosamente enrosca entre sus dedos lo que parece un rosario negro. Más tarde me entero de que es el hijo de Vissarion, pero obviamente no quería hablar conmigo ni con el resto de la gente que iba en la furgoneta.

Una hora más tarde llegamos al pie de la montaña, abarrotado de coches aparcados y viajeros que han venido a celebrar el equivalente a la Pascua en esta comunidad. Me han dicho que el año pasado más de 2.000 personas hicieron la peregrinación. Parece que este año la participación podría ser aún más alta. La caminata hasta la cima de la montaña no es tan agotadora como imaginaba. La mayor parte del camino está cubierto con planchas de madera, y no hay que escalar rocas. Sin embargo, algunas personas tienen problemas para seguir el ritmo acelerado de Vladimir, así que paramos un par de veces para descansar. Me relaciono con el grupo, y hablo con mis compañeros de viaje para descubrir por qué han venido hasta aquí.

Una mujer, que parecía tener unos 50 años—sonriente y de ojos vivos—me dice que lleva décadas viajando alrededor del mundo, con la vaga misión general de celebrar todas las religiones y difundir la buena palabra. También dice que un amigo suyo ha inventado una televisión que es capaz de emitir el alma del espectador. Ha venido aquí varias veces, y anima a que los demás hagamos lo mismo, aunque pasa la mayor parte de su tiempo en la India. Una pareja sueca habla sobre el medio ambiente, de cómo el creador está presente en todo y de cómo comer carne es reprobable. Me entran ganas de comerme una hamburguesa y beber una cerveza. Otro chico—de unos 19 ó 20 años—tiene por toda la cara y la frente lo que parecen unos pequeños cortes triangulares. Intento mantenerme alejado de él. Hasta el ateo más firme admitiría que la escena es tan pura y hermosa como pocas en el mundo.

Llegamos al final del camino 30 minutos antes de lo previsto, y Vladimir nos indica que caminemos hacia una pequeña estructura verde que está a lo lejos y formemos una cola delante de lo que básicamente es una aduana improvisada. El encargado que está en la caseta anota nuestros nombres y nos permite la entrada a la Morada del Amanecer. Caminamos en silencio hasta la puerta de la ciudad, una estructura estrecha de pino y con el techo inclinado, donde un grupo de personas que parecían los viejos de la ciudad nos estaban esperando. Saludan a Vladimir y tienen una conversación corta. Digo la palabra ‘americano’, y uno de los hombres me indica que le siga a él y a Nina—una mujer de unos 30 años que iba en la furgoneta conmigo y parecía que hablaba bien inglés—hasta un destino desconocido.

“¿A dónde vamos?”, pregunto. “A la casa”, dice Nina. Me entra una risa nerviosa.

Caminamos hasta una pequeña casa y nos recibe en ruso y con entusiasmo una mujer que lleva puesta una falda. Nina me dice que se llama Marina y que nos quedaremos aquí los próximos 2 días junto con otra media docena de invitados. Finalmente me di cuenta de que Nina iba a ser mi guía y traductora el resto del viaje; parece que les encanta que la gente descubra el lugar por sí misma.

Marina nos muestra dónde dormiremos—el suelo de un ático que han convertido en un espacio habitable, al lado de una cortina que da a la habitación de Marina y su marido. Insiste en que bajemos inmediatamente a comer, donde nos obsequian con una sopa fría de vegetales, queso, pan, patatas y té negro. Marina, que se comunica a través de Nina, nos explica dónde está cada cosa: el retrete, la ducha y los faros que nos ayudarán a llegar a estos lugares de noche. Le pregunto a Nina por qué Vissarion exige que sus seguidores sigan una dieta vegetariana (en los inicios de la comunidad practicaban el veganismo estricto, pero los malos resultados de los cultivos y las quejas de que los bebés estaban enfermando hicieron que el Profesor cambiara sus restricciones alimentarias). Dice que es porque la carne contiene “información sobre la muerte”, así que cambio de tema rápidamente. Terminamos hablando sobre su familia. “Mi hijo vive aquí, en el monasterio, en lo alto del templo”, dice. “Tiene 18 años, solía ir a visitarle a menudo pero…” También me habla un poco sobre ella—hace años traducía libros de Stephen King al ruso antes de mudarse a la comunidad. Le gustan las novelas de fantasía. “Este lugar es eso“, dice. “Como adentrarse en un cuento de hadas”.

Intento terminar mi sopa pero no puedo, así que se la doy a Marina esperando que no se ofenda. Un hombre que se presentó como Slava y salió de la nada con una amplia sonrisa nos dice a Nina y a mí que nos veamos fuera de casa de Marina a las 7 de la tarde en punto si queremos ir a la liturgia de esta noche. Queremos.

La liturgia consiste en unas ciento y pico personas rezando y arrodillándose en torno a una figura que desde lejos parece un Anj. Al acercarme veo que tiene forma de cruz cristiana, pero con un círculo alrededor de la cruz. Está rodeada de estatuas de ángeles. Nina me explica que el círculo representa la naturaleza todopoderosa de su fe, hace lo que parece ser la señal de la cruz y finaliza haciendo el movimiento de las agujas del reloj, trazando un círculo alrededor de su cabeza y la parte superior de su torso. También señala las 14 carreteras de distinta importancia que irradian desde el centro de la ciudad. “El número trece tenía mucha importancia en el Nuevo Testamento”, explica. “Así que tenemos 14, porque es el más allá”. Suena una campana 14 veces y la gente cierra los ojos para rezar.

Tras la última campanada, un extraño enciende y me da una vela amarilla. Cae la noche, y hasta el ateo más firme admitiría que la escena es tan pura y hermosa como pocas en el mundo. Tras una hora de himnos y bendiciones, me siento en una roca y me quedo dormido con la cabeza entre mis manos. Nina me despierta y volvemos a casa de Marina. Duermo como un tronco.



La procesión al templo de la montaña en la Festividad de los Frutos

Me despierto al amanecer. Hoy es el gran día, la Festividad de los Frutos, y la razón por la que miles de seguidores de todo el mundo han venido hasta aquí: para captar un destello de su Dios cuando pronuncie su discurso anual en la montaña. La mayoría de esta gente se convirtió tras conocer a Vissarion en una de sus muchas misiones por Rusia, Europa y otras partes del mundo a principios y mediados de la primera década de los 2000. Sin embargo, los visitantes americanos no son habituales.

A las 8 de la mañana volvemos a la cruz-círculo, como si la liturgia de anoche jamás hubiera terminado, pero esta mañana hay, por lo menos, el triple de gente rodeándola, y muchos más atraviesan la puerta. Observo el camino hacia el templo del monte—y la casa de Vissarion—en la distancia y abandono la liturgia para dar una vuelta por la ciudad. Pocos periodistas han visitado la comunidad durante todos estos años, y la mayoría de ellos han hablado del sitio como si fuera un lugar primitivo y lleno de dificultades. Y, aunque estoy seguro de que el brutal invierno siberiano es una mierda considerable, echando un vistazo este lugar tiene pinta de ser totalmente autosuficiente. Parece que la mayoría de las casas utilizan energía solar, y algunas tienen TV por satélite e internet. Vegetales monstruosamente enormes crecen en huertos repartidos por todo el terreno. Empiezo a comprender el atractivo de este lugar y, hasta ahora, todo el mundo que he conocido parece extremadamente feliz y en paz con su decisión de dejar un mundo que consideran más allá de toda esperanza.

No sé por qué me da la sensación de que algunos de los habitantes están más interesados en el estilo de vida que en la fe, pero teniendo en cuenta que una no puede ir sin la otra, realizan felizmente todos los pasos que están obligados a hacer para quedarse. Sin embargo, la mayoría son devotos de Vissarion y sus enseñanzas. También considero que pueden estar en lo cierto—tal vez la humanidad no pueda sostenerse en su actual estado de autodestrucción y deberíamos mandarlo todo al cuerno y empezar de nuevo. Además, si el fin de los días está cerca, estaríamos en apuros para encontrar un lugar mejor para esperarlo que la cima de esta montaña en Siberia.

Nina me localiza para decirme que la procesión hacia el Templo empezará en 20 minutos, así que volvemos a la puerta, donde la congregación aumenta por momentos. Por todo el perímetro, algunos músicos—muchos de ellos niños—tocan violines e instrumentos de viento. Pronto es el momento de empezar a caminar, y veo cómo miles de personas atraviesan la puerta. Me uno a ellos. Nos detenemos cuando la gente que va delante llega a la entrada del camino que lleva a lo alto de la montaña. Comienza a llover a mitad de camino, pero a nadie le importa porque sigue siendo un día hermoso. Cuando llegamos al monasterio hace sol otra vez, y continuamos hasta un pequeño templo apartado dentro de un claro. Más de lo mismo: cánticos, campanas, mucha ropa blanca.

Después me invitaron a visitar el monasterio, una impresionante cabaña de dos pisos en la que Vissarion vivía antes de donársela al director, Andrey, y a una clase inaugural de 8 monjes adolescentes. Andrey me explica que siempre se sintió fuera de lugar antes de su primera visita a la comunidad, pero que aquí se sintió como en casa desde el primer momento. Le pregunto sobre los inicios del movimiento, poco después de la caída de la Unión Soviética. “El universo estaba preparando este lugar antes de la caída del comunismo”, dice. “Quedó protegido del desarrollo”. También detalla la rutina diaria de los chicos,la cual parece que consiste en realizar tareas, orar, estudiar y mucha actividad física. Más tarde me pregunta qué me parece la comunidad, y si alguna vez podría plantearme mudarme a este lugar. Le digo que me parece un lugar interesante pero que no estoy seguro de qué podría ofrecer un chico de ciudad como yo. “Eres escritor”, dice. “Es una profesión fascinante, porque nos esforzamos por crear obras donde no existan los personajes negativos”. Pregunto si puedo hablar con alguno de los monjes. Acepta y me lleva arriba, a la habitación que Vissarion usaba como estudio para pintar.

Conozco a John, un estudiante de tercer curso que parece más ponderado que cualquier otro chico de 16 años que yo haya conocido; tal vez porque no conoce mucho más allá de esta comunidad. Por primera vez pienso en cómo debe ser nacer aquí (aunque John me dice que no nació aquí: sus padres se mudaron a este lugar cuando él tenía 9 años). Le pregunto cuál es su materia o actividad diaria favorita. “Ayudar a los demás”, contesta casi sin pensárselo. Después de cotillear un poco, consigo que admita que le gusta la construcción y “las herramientas eléctricas y las máquinas que funcionan con gas”. Es reacio a contestar a preguntas demasiado personales, y la hora del sermón de Vissarion se acerca, así que nos despedimos y me dirijo con Nina hacia un escenario construido con rocas en medio de la montaña, donde miles de seguidores esperan las palabras de su profesor.

La expectación aumenta, y la multitud se adelanta cuando uno de los sumos sacerdotes de Vissarion (sólo hay dos) aparece en la plataforma de piedra unos minutos antes de que el sol se ponga. Prepara a la multitud, animándoles con una homilía extendida. Después se sienta en una silla, a un lado del escenario, y todo el mundo calla ante la gran entrada del Profesor.

Vissarion aparece en la distancia. Camina lentamente, como un buen showman, antes de detenerse a analizar la multitud. Después toma asiento en un trono con un parasol rojo y que parece cubierto de terciopelo. Se acerca el micrófono, respira durante 20 ó 30 segundos, y empieza. No puedo entender ni una palabra, pero sólo tarda 10 minutos en apartar el micro, levantarse lentamente y marcharse por el camino por el que había venido, desapareciendo tras una curva.

Nina me transmite lo más esencial de lo que ha dicho: “Está contento de vernos aquí reunidos, de que sigamos el camino. Y que tenemos que ser cautos y determinados para poder celebrar juntos otro aniversario”. Nos cuenta un par de cosas más, pero parecen declaraciones circulares sin sentido. Pero tal vez eso sea problema mío, porque todo el mundo irradia felicidad. Paro a un par de personas al azar y les pregunto qué piensan sobre Vissarion. Todo viene siendo lo mismo: “La primera vez que lo vi, supe que era lo que había estado buscando toda mi vida”. “Siento que es mi amigo más cercano”. “Todo lo que dice me llega al alma”. ¿Me estaba perdiendo algo?

Slava, el guía que nos recibió cuando llegamos a la Morada del Amanecer, se nos une de bajada de la montaña, de vuelta a casa de Marina. Me explica que una noche, hace ya unos años, miró al cielo de noche y vio tres esferas brillantes de forma triangular. “¿Extraterrestres?”, le pregunto. Dice que el tema no le interesa. Me informa de que mi encuentro con Vissarion—que ya ha sido pospuesto dos veces—será mañana por la mañana, en casa del Profesor, en la montaña. Le doy las buenas noches y me voy arriba, donde me duermo al instante.


Vissarion guía a sus seguidores con un sermon en la Festividad de los Frutos

Al día siguiente Slava llega a la hora estipulada y nos acompaña a Nina y a mípor una carretera que normalmente está cerrada, donde almacenan maquinaria y materiales. El paseo se hace más largo de lo que esperábamos, así que aceleramos el paso. Empiezo a sudar como en el tren de Moscú. Nada como presentarse ante una persona a la que muchos consideran una deidad con aspecto de auténtico guarro… Llegamos a su casa, cubierta de estuco y de estilo arquitectónico distinto al del resto del pueblo. Estoy un poco desconcertado, el lugar parece una urbanización de Florida. Nos recibe Vladimir y nos lleva al porche, donde conocemos a Vadim, el biógrafo oficial del Profesor. Parece que incluirá las respuestas a mis preguntas en una especie de libro oficial.

Vissarion sale por la puerta. Estaba esperando que llevara puesto un chándal o un pijama, pero por supuesto llevaba una túnica blanca. Evita la postura interminable del sermón del día anterior y me estrecha la mano, que es enorme y está hinchada. De cerca es un poco mayor y más gordo de lo que esperaba, pero parece sociable. Nos sentamos y voy al grano, mientras Nina traduce nuestro intercambio de palabras al grupo.

“¿Por qué has aceptado la entrevista?”, le pregunto. “Sé que hace tiempo que no concedes una”.

“No estoy seguro”.

“¿Te estás arrepintiendo?” Se ríe.

Le comento que tengo 29 años, la misma edad que cuando él experimentó su despertar espiritual, con la esperanza de hacerle hablar sobre ello. “Es muy difícil expresarlo con palabras”, dice. “Ni siquiera estoy seguro de cómo hacerlo”.

Durante los 45 minutos de conversación, revela que “sus sentimientos” le trajeron a este lugar, que mi residencia en Nueva York “no es vida”, que cada objeto tiene una “energía única”, que “las mentes del espacio exterior no tienen alma”, los peligros de la ciencia moderna, y que puede “sentir a una persona” dentro de mi alma pero que sus características “no están definidas”. En un momento dado contemplo, asombrado, cómo una mosca se posa en su manga y él empieza a acariciarle las alas. No se marcha volando.

Tal vez lo más conmovedor que dice tiene que ver con su supuesto conocimiento del día del juicio final: “Cuanto menos verdad conoce el ser humano, menos responsabilidades asume. Es más seguro que un humano cometa un error sin saber el por qué, en vez de cometer el error de forma consciente como respuesta a directrices equivocadas”.

Vladimir señala que es hora de terminar, así que me arriesgo y le hago a Vissarion un par de preguntas más personales: cuál es su comida favorita y si le gustan los Beatles. No pica, y esquiva la cuestión diciendo: “No tengo preferencias por nada. Sería complicado explicar cómo funciono”.

Me marcho de Petropavlovka al día siguiente. Ruslin me lleva de vuelta por el camino que llegué. Me pregunto cuántas veces al año tiene que hacer el mismo trayecto, y si le importa. Tras registrarme en el Hotel Siberia en Abakan, consigo que en mi portátil funcione el internet ruso y me pongo al día de lo que ha pasado durante la última semana. Me dan la bienvenida titulares sobre violencia en todo el mundo, más de 750 emails del trabajo, una factura de la tarjeta de crédito y un mensaje de Gmail de mi compañero de piso diciendo que nuestro vecino alcohólico murió ayer de delirium tremens. Cierro el portátil. Durante unos minutos pienso seriamente cómo sería vivir dentro de la comunidad de la Iglesia del Último Testamento. ¿Podría arreglármelas? Probablemente no. Pensándolo mejor, no tengo ningún problema con el estado en el que se encuentra el mundo actualmente. Por supuesto que no es perfecto, pero cosas como el agua corriente y las alitas de pollo hacen que valga la pena—al menos para mí—y tengo suerte de poder acceder a ellas, así que ¿por qué no disfrutarlas?

Cierro los ojos y noto cómo me duermo, riendo al pensar qué diré la próxima vez que escuche a alguien quejarse de que todo el mundo es corrupto, el dinero es malo y que nuestros problemas no tienen solución: “Bueno, en Siberia hay un lugar al que podrías ir…”