Niños juegan en una pared destruida en el asentamiento romaní de Vel’ká Ida, en el este de Eslovaquia. La gigantesca fábrica de US Steel se alcanza a ver al fondo. Fotos por Matt Lutton.
A lo largo de la historia, a veces los eventos parecen estar perfectamente alineados para encender la violencia racial. El 10 de marzo del año pasado, los residentes del pequeño pueblo de Krásnohorské Podhradie, en las montañas al este de Eslovaquia, levantaron la vista al cerro en el centro del pueblo para ver cómo su amado castillo Krásna Hôrka del siglo XIV, era consumido por las llamas. Para cuando los bomberos llegaron a la cima, el techo había desaparecido y tres campanas se habían derretido.
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Al día siguiente, un policía anunció que el fuego había sido provocado por dos niños romaníes, el grupo étnico mejor conocido como gitanos, de 11 y 12 años respectivamente, que vivían en un gueto a orillas del pueblo. Supuestamente habían intentado encender un cigarro en las faldas del cerro cuando un viento inusualmente fuerte se llevó las cenizas colina arriba, donde prendió fuego a unos restos de madera en el patio del castillo. Fueran o no responsables, los acusados y sus familias estaban aterrados porque en los últimos dos años, según datos del Centro Europeo para los Derechos Romaníes, ha habido al menos doce ataques violentos contra romaníes en Eslovaquia. Temiendo represalias, los chicos pronto salieron huyendo del pueblo para esconderse con sus familiares en otros lugares, mientras los hombres romaníes se preparaban para defender su comunidad. Al final, los niños no fueron acusados de ningún crimen por ser menores de edad, pero el daño estaba hecho: la imagen de unos niños gitanos incendiando un castillo histórico parecía reforzar los prejuicios que muchos blancos eslovacos tienen contra los ciudadanos más pobres de su país. El incendio del Krásna Hôrka representaba el Reichstag de 1933 de los eslovacos; el evento simbólico necesario para justificar una mayor represión.
A mediados de marzo, volé a Eslovaquia y manejé hasta Krásnohorské Podhradie para un evento conmemorativo del primer aniversario del incendio del Krásna Hôrka. Marian Kotleba, ex maestro y líder del partido popular de extrema derecha, Nuestra Eslovaquia (que recibe su nombre en honor al régimen fascista clerical que gobernó la República de Checoslovaquia entre la primera y segunda guerra mundial) había anunciado su posición contra la “criminalidad gitana”, en el Krásna Hôrka.
A mi llegada, entré a un terreno junto a las oficinas municipales. Un grupo de unas 150 personas (cabezas rapadas locales y unos 12 oficiales del partido vestidos de verde) se encontraban escuchando el discurso de Kotleba. Mi traductor me sugirió estacionarnos lejos de la multitud para que nadie notara las placas húngaras de nuestro auto rentado. “Si hay algo que los neonazis odian más que a los romaníes, es a los húngaros”, me dijo, medio bromeando, en referencia al resentimiento eslovaco contra su vecino ex imperialista.
Un niño romaní con una herida infectada juega junto a una fogata de basura en un campo repleto de heces, en los límites del asentamiento romaní en las afueras del pueblo de Huncovce, Eslovaquia.
Marian Kotleba, un hombre de baja estatura y con bigote, estaba parado frente a su Hummer con rayas azules, rodeado de dos cabezas rapadas que ondeaban banderas gigantes del partido. “No nos gusta la forma en que este gobierno le quita recursos a la gente decente para mejorar la posición de parásitos”, dijo con una voz seria. Una grúa amarilla se asomaba en el horizonte sobre el techo del castillo. “Este castillo incendiado es símbolo de lo que sucederá si el gobierno no hace algo con esta creciente amenaza”, continuó Kotleba. “Si no hacemos algo al respecto, la situación continuará empeorando… Si el estado no estuviera generando condiciones sorprendentemente buenas para estos extremistas gitanos, ¿qué creen que pasaría? Todos se irían a Inglaterra. Pueden ir a donde sea; tienen la libertad para moverse. Si sufren tanto en Eslovaquia, nadie los tiene aqui amarrados. Nadie los extrañará. No tengo que decirles que yo no los extrañaría en lo más mínimo”.
Un aplauso entusiasta se escuchó desde el público. Durante otros 20 minutos, Kotleba criticó a la Unión Europea y defendió los derechos de la “gente decente”; término clave para decir eslovacos blancos. El mitin terminó cuando Kotleba invitó a la gente a “abrir los ojos y hacer algo”.
Después del discurso, platiqué con algunos cabezas rapadas. Uno, llamado Marek, sugirió que lo romaníes fueran reubicados en reservas, “como las que tienen para los nativos americanos”. Un adolescente con ropa de camuflaje gris y un parche que decía que todos los policías eran unos bastardos, me dijo: “Todos los gitanos deberían ir a la cámara de gas”, antes de que unos neonazis mayores se lo llevaran del lugar.
Un poco más tarde, en lo que se convertiría en el clímax del día, Kotleba manejó su Hummer hasta el asentamiento gitano en el borde del pueblo y amenazó a los residentes. Usando un terreno que le ofreció un simpatizante local como pretexto, amenazó con expulsar a los romaníes y demoler sus casas. Los residentes respondieron con piedras y martillos contra su Hummer. En una declaración realizada después del incidente, Kotleba escribió: “Teníamos varias opciones. Lidiar con la situación de manera radical al estilo de Milan Juhász [un policía que mientras estaba fuera de servicio mató a cinco romaníes en Eslovaquia occidental el verano pasado para ‘restablecer el orden’]; y teníamos cuatro pistolas de goma y unas 250 balas. Sin embargo, decidimos darle una última oportunidad a la policía”.
Marian Kotleba, líder del partido de extrema derecha, Nuestra Eslovaquia, habla durante un mitin contra la “criminalidad gitana” en Krásnohorské Podhradie, durante el primer aniversario de un incendio que dañó el castillo Krásna Hôrka.
Conforme la crisis en la eurozona se intensifica y Eslovaquia considera medidas de austeridad, los políticos moderados de izquierda, y los eslovacos promedio parecen estar coludidos para usar a la minoría más pobre como chivo expiatorio. Según estimaciones recientes, hay alrededor de 440 mil romaníes en Eslovaquia, lo que equivale al ocho por ciento de la población: una de las concentraciones más altas en Europa. Según los estudios y reportes proporcionados por el Centro Europeo de Derechos de los Romaníes (CEDR), la violencia racial, los desalojos, las amenazas y otras formas de discriminación y prejuicio han ido creciendo en los últimos dos años en Eslovaquia. El CEDR considera que la situación en este país es una de las peores en Europa. En los últimos dos años, 11 municipios han levantado paredes para separar a los residentes de los guetos gitanos de sus vecinos blancos. La víspera de año nuevo de 2012, el alcalde del pequeño pueblo de Zlaté Moravce (quien supuestamente estaba borracho) dio un discurso en la plaza del pueblo a más de mil habitantes, en el que llamó a los miembros de la “raza blanca” a luchar contra los “parásitos desempleados”, lo que incitó a grupos de cabezas rapadas a perseguir a los adolescentes romaníes por los bares del pueblo.
El problema no son sólo los neonazis, sino también los prejuicios tan arraigados entre los eslovacos blancos. En diciembre, el cuerpo de un gitano (decapitado por el carnicero del pueblo) fue encontrado en una alcantarilla. El pasado abril, en Chotěbuz, al este de Eslovaquia, un checo usó una ballesta para matar a un romaní que buscaba restos de metal. Al parecer el atacante gritó: “¡Putos negros! ¡Los voy a matar!” Y durante el último año, el Slovak Spectator ha reportado al menos cuatro casos de violencia racial contra extranjeros negros y mestizos por parte de neonazis en Eslovaquia, incluyendo a un basquetbolista estadunidense contratado por un equipo eslovaco.
Los romaníes son un grupo heterogéneo que se cree migró desde India alrededor del siglo IX hacia lo que hoy conocemos como Irak, para terminar en los Balcanes y Europa del Este en el siglo XIV. Siempre han sido perseguidos. Según el libro de Isabel Fonseca, Enterradme de pie: la odisea de los gitanos, leyes aprobadas en la Europa del siglo XV permitían la ejecución de un romaní sin necesidad de pruebas. En Valaquia y Moldavia medieval, los romaníes eran intercambiados como esclavos. Un esclavo romaní podía ser intercambiado por un cerdo. Hasta los siglos XVII y XVIII, los aristócratas organizaban “cacerías de paganos” y prendían fuego a los bosques para sacar a los romaníes de sus escondites y matarlos. Actualmente hay aproximadamente 13 millones de romaníes en el mundo, la gran mayoría en Europa.
Niños gitanos reunidos en el asentamiento romaní en el pueblo de Vel’ká Ida, Eslovaquia. El asentamiento sólo tiene acceso a agua durante dos horas al día.
Tras el colapso del comunismo y su separación de la República Checa en 1993, Eslovaquia dio a sus ciudadanos romaníes derechos como minoría, lo que en la práctica ha resultado en su marginalización por parte de los blancos y la mayoría húngara. En un discurso realizado en febrero, el primer ministro de Eslovaquia, Robert Fico, acusó a los romaníes de intentar chantajear al estado eslovaco sobre el tema. “No establecimos nuestro estado independiente para las minorías, aunque las respetamos, pero principalmente lo hicimos por la nación eslovaca”, dijo, antes de quejarse de la “extraña tendencia a poner a las minorías antes que a los demás”. La dispar y confusa constelación de políticos en el antiguo bloque del Este es tal que el primer ministro Fico, un político pragmático socialdemócrata, es conocido por burlarse de los observadores de derechos humanos y hacer uso de una retórica nacionalista.
En 2005, se formó una iniciativa impulsada por Estados Unidos, la Comisión Europea y el Banco Mundial, entre otras organizaciones, con la intención de hacer de ésta la Década de la Inclusión Romaní para Eslovaquia y otros 11 países. El Fondo Social Europeo destinó mil millones de dólares para ayudar a los romaníes en Eslovaquia a tener una mejor educación y para impulsar programas de inclusión social. Hoy, el resultado de esos fondos es poco evidente. Un reporte del Programa de Desarrollo de la ONU, pintó una imagen sombría: del 43 por ciento de los contratos y fondos designados para los romaníes marginados en municipios eslovacos, sólo 18 por ciento llega a las comunidades romaníes. Durante mis entrevistas con los romaníes, había una percepción generalizada de que los municipios blancos estaban financiando sus propios proyectos con fondos destinados a las comunidades gitanas.
Por otro lado, existe una teoría entre los blancos de que los arquitectos de la UE están canalizando dinero hacia Eslovaquia para convertir al país en un gueto gigante, y evitar así que los romaníes migren a países como Gran Bretaña y Francia.
Ambas percepciones no son del todo imposibles. Una fuente que participó en los altos niveles de la Comisión Europea y las juntas con el Banco Mundial (y quien pidió no ser nombrada) me dijo que sentía que la razón de fondo de los programas de empuje social era frenar la migración de los gitanos de Europa del Este hacia el occidente. También existen reportes de que la Comisión Europea amenazó con anular el programa de liberación de visas en los Balcanes (el cual permite a sus residentes moverse sin problemas entre los países de la UE) si no hacían algo para estabilizar a su población de romaníes. Europa occidental no quiere a los romaníes, y Eslovaquia tampoco.
Niños parados en una colina junto al muro que separa el asentamiento romaní de Ostrovany, Eslovaquia, de sus vecinos no gitanos. De izquierda a derecha: Ferko, de 12 años; Lukas, de 9; Lubomir Kaleja y David Kotle, ambos también de 12 años.
Unos días antes del mitin neonazi, visité un gueto romaní. Manejé un trayecto cercado por árboles esqueléticos, campos pantanosos, monumentos de la segunda guerra mundial, y crucifijos góticos en medio de la nada, hasta llegar a Košice, una lúgubre ciudad industrial en el este que parecía haber cambiado poco desde la caída del comunismo. A principios de este año, Košice fue nombrada Capital Cultural Europea 2013, junto con Marsella, en Francia. Me parecía una extraña elección. Las calles empedradas de este histórico pueblo se vaciaban a las diez de la noche, lo que daba pie a una ligera sensación de estar bajo el control de la Stasi. La selección resultaba conveniente para avivar el entusiasmo por la UE en un país que enfrenta medidas de austeridad y un desempleo entre sus jóvenes del 33 por ciento.
Existen al menos 14 asentamientos romaníes informales dispersos alrededor de Košice, además de gigantescos multifamiliares como el Luník IX, monstruoso edificios donde viven miles de romaníes en una pobreza devastadora. A finales de febrero, cientos de activistas eslovacos blancos, sin filiación con los neonazis, marcharon por las calles de Košice. Los organizadores dijeron a los medios: “la criminalidad gitana ha destruido muchas vidas”.
En las afueras de Košice, bajo un horizonte distópico de fábricas de acero y torres de humo, llegamos al pueblo de Vel’ká Ida. En agosto, el alcalde de Vel’ká Ida, un hombre de derecha, levantó una pared de concreto de dos metros frente al asentamiento romaní (supuestamente para evitar que los niños gitanos fueran atropellados). Por esa misma época, el alcalde decidió cortar el suministro de agua a la comunidad de 800 personas a sólo dos horas al día, citando problemas de sobreuso.
En Vel’ká Ida, conocí a Carlo, el líder del asentamiento romaní. Detrás de la pared que separa a la comunidad de la carretera, las casas se colapsan, los perros descansan junto a contenedores gigantes de basura, y el humo sube desde el horizonte industrial. La esposa de Carlo, una mujer dura de cincuenta y tantos, nos llevó entre la multitud hasta su choza.
Carlo, un hombre pequeño de mediana edad, daba órdenes desde su cama, en la cocina. De los 800 romaníes en el asentamiento, él era uno de los pocos que había logrado conseguir empleo y presumía orgulloso su identificación de US Steel, donde hacía labores manuales por 350 euros al mes. “Eslovaquia es el peor país para los romaníes. En el gobierno son una bola de racistas”, me dijo. Cuando pregunté por el nuevo muro, se encogió de hombros. “Sé que es racismo, sé que es segregación. Pero tenemos problemas más importantes en este momento, como el agua y el desempleo”.
Un romaní de veintitantos años sentado en la cocina alzó la voz de repente para contradecir a Carlo. “Si el alcalde construyó el muro para proteger a los niños, ¿por qué lo construyó tan alto?” preguntó. “Es para hacernos invisibles”. Carlo sacudió la cabeza y dijo que los blancos borrachos suelen manejar hasta el asentamiento por las noches para acosarlos y disparar sus armas. “Mira, puedes ver la pobreza en nosotros”, dijo Carlo. “Ahora con la retórica de la extrema derecha contra los romaníes, ¿qué quieren de nosotros? ¿Qué nos quieren quitar? No tenemos nada”.
Bajo el comunismo, los romaníes no tenían derechos como minoría (el concepto de derechos de minoría era contrario a la unidad absoluta requerida para mantener al vasto sistema soviético). Sin embargo, tenían casa garantizada en los centros de la ciudad y suficientes trabajos industriales; se impulsaba la integración y se castigaba la discriminación. Las autoridades reubicaban a los romaníes alrededor de Checoslovaquia según fuera necesario, para intentar convertir al grupo étnico en una especie de fuerza laboral industrial maleable.
Durante los últimos 20 años, a través de un proceso que podría ser visto como una gentrificación coordinada, los romaníes fueron empujados fuera de los centros eslovacos hacia asentamientos segregados en los límites de los pueblos y ciudades. El número de asentamientos romaníes informales y guetos en Eslovaquia creció de 278 en 1988 a 620 en el 2000. Según reportes recientes del Programa para el Desarrollo de la ONU, el desempleo entre los romaníes es casi del 70 por ciento, comparado con un 33 por ciento en el resto de la población. Casi todos los romaníes a los que entrevisté estaban desempleados. Muchos blancos con los que hablé lo atribuían a la falta de disposición romaní para el trabajo, mientras que los grupos de derechos humanos echan la culpa a la discriminación y el prejuicio generalizados.
El alcalde del pueblo de Vel’ká Ida, Július Beluscsák, en su oficina.
Dos días después de mi entrevista con Carlo, asistí a una oficina municipal ubicada dentro de un castillo del siglo XVII frente al asentamiento romaní, para hablar con el alcalde de Vel’ká Ida, Július Beluscsák. Me pareció un hombre vanal y moralista, desde su saludo lánguido hasta sus botas de serpiente con cierre. Me daba vergüenza haber entrado a su pulcra oficina con los zapatos sucios, cubierto de lodo después del asentamiento. El alcalde, médico de formación y candidato de la coalición de los partidos de centro derecha y centro izquierda, me dio las estadísticas relevantes: había 1,300 romaníes en este pueblo, 75 de los cuales tenían trabajo, “y unos 200 perros callejeros”. Noventa por ciento de los romaníes, me aseguró, no entendían el concepto de higiene básica. Cuando le pregunté sobre cómo lidiaba su administración con este tipo de problemas sociales, suspiró y me dijo: “Envidio a esos alcaldes que no tienen romaníes en sus municipios. El asentamiento romaní aquí en Vel’ká Ida es uno de los peores en todo Eslovaquia. Las mujeres tienen hijos desde los 13 hasta los 33. Tenemos un caso de una mujer que tiene 11 hijos. Tienen hijos para obtener beneficios sociales. No tienen obligaciones ni tareas. Los niños no se vacunan”.
Mientras que en Estados Unidos, la palabra gitano no tiene connotaciones explícitamente negativas, la palabra eslovaca cigáni quiere decir “gitano sucio”. En 2011, los eslovacos étnicos comenzaron un movimiento llamado Zobudme sa [Despertemos], para recolectar firmas de alcaldes en 400 ciudades y pueblos en un intento por coordinar la demolición de asentamientos romaníes. Los signatarios buscan usar leyes ambientales para reclasificar los asentamientos informales como tiraderos de basura, y así desalojar a sus residentes con argumentos de condiciones poco sanitarias. Pero los alcaldes detrás de Despertemos no proponen la integración de los romaníes a las comunidades blancas ni mejores viviendas sociales. Simplemente los quieren fuera de su ista. En octubre, el alcalde de Košice desalojó a 156 personas de un asentamiento y les compró un boleto de camión fuera del pueblo. El alcalde del pueblo al que fueron enviados, también un signatario de Despertemos, les compró un boleto de camión de vuelta a Košice. Según un reporte reciente del CEDR, aquellos que fueron desalojados vivían en el bosque.
Al exacerbar las condiciones que hacen que sea más difícil para los romaníes conseguir trabajo, vacunas y casas decentes, al tratarlos como indeseables, ¿acaso los municipios no contribuyen a crear las condiciones de las que acusan a los romaníes? Las explicaciones de los alcaldes, como la ideología de Despertemos, parecían una paradoja: según él, los romaníes carecen de higiene porque son pobres; pero los romaníes son pobres porque carecen de higiene. “Deshagámonos de ellos”, parecía dictar su lógica, y la historia nos ha mostrado a dónde lleva todo esto.
Cuando le pregunté al alcalde cómo podría mejorarse la situación de los romaníes en el pueblo, me dijo: “Necesitan ser tratados de modo dictatorial”. Insistí para que me explicara a qué se refería: “Dictatorial como en el comunismo. Antes, tener trabajo era obligatorio. Cuando los niños no iban a la escuela, la policía golpeaba a los padres”.
Entonces, el alcalde caminó abruptamente hasta su armario y sacó algunas bolsas con regalos y una insignia de futbol. Las bolsas contenían una toalla y una placa, adornadas con la cresta de Vel’ká Ida: una torre protegida por dos lanzas. “Vel’ká Ida es famoso”, se regodeó. “Solía existir un castillo gitano aquí en el siglo XV. Cuando los checos atacaron, los lanceros gitanos ayudaron a defendernos”.
“¿Éste era un castillo de verdad? ¿Los romaníes ayudaron a defenderlo?”, pregunté confundido.
“No”, respondió el alcalde, frotándose la barbilla. “Es sólo un mito”.
La pared y puerta de fierro que separa al complejo de vivienda social romaní del resto de la ciudad, en los límites de Prešov, Eslovaquia. El candado de la puerta fue destruido recientemente por los residentes romaníes.
En las leyes eslovacas y los comentarios recientes de los oficiales electos, hay una palabra que surge cada vez con más frecuencia: inadaptable. La percepción es que existen dos tipos de romaníes: aquellos que pueden integrarse a la sociedad blanca y aquellos que deciden vivir en los asentamientos sucios y segregados.
En 2001, el primer ministro Fico dijo: “El grueso de los romaníes quiere echarse en una cama y vivir de apoyos sociales y subsidios familiares. Estas personas han descubierto que, gracias a las subvenciones, es conveniente tener hijos”. Es increíble, pero hasta 2004 todavía se llevaban a cabo esterilizaciones forzadas de mujeres romaníes en los hospitales eslovacos, hasta que finalmente se modificaron las leyes médicas del país para demandar consentimiento por escrito antes de cualquier esterilización. Los testimonios compilados por el Centro para los Derechos Civiles y Humanos en 2003 demuestran un terrible patrón de abusos perpetrados por doctores blancos en los hospitales. Al parecer, informaban a las mujeres que estaban teniendo demasiados hijos, y en ocasiones hijos con discapacidades mentales, para recibir mayores beneficios. Los testimonios son una colección de horrores: el intento de violación contra una mujer romaní a manos del conductor de una ambulancia mientras entraba en labores de parto, mujeres violadas por sus ginecólogos, mujeres que no recibieron anestesia durante el parto, y, algo particularmente perverso, una mujer que tuvo que dar a luz en el piso del hospital mientras el doctor le gritaba: “¡Eres una cerda, tienes que parir como una cerda!”
Durante mis entrevistas e interacciones con los eslovacos blancos, muchos parecían considerar a los romaníes como parásitos que vivían del estado, decididos a abusar de los programas del gobierno. En abril pasado, Peter Pollak se convirtió en el primer romaní electo al parlamento eslovaco. Como representante de las comunidades romaníes dentro del gobierno, también está encargado de aconsejar a los funcionarios sobre los problemas romaníes. Aunque hay pequeñas señales de esperanza, como la modificación de una ley antidiscriminación que entrará en efecto en abril, el entusiasmo por Pollak ha disminuido por la sospecha de que el primer ministro y el ministro del interior lo usan para empujar un conjunto de reformas paternalistas conocidas como La Forma Correcta, escritas para atender las necesidades de hijos de “ciudadanos socialmente inadaptables”. Las leyes, muchas de las cuales aún no han sido implementadas, sirven para utilizar los registros criminales y la asistencia de los niños a la escuela para reducir los beneficios que las familias romaníes pueden recolectar. Por su parte, el primer ministro Fico dijo a principios de este año que lo mejor que podían esperar los romaníes era separar a sus hijos de sus familias y enviarlos a internados. “Alguien necesita enseñarle a estos niños que pueden vivir de otro modo”.
Milan Daňo, 52, el líder de un complejo de viviendas sociales para romaníes segregados, conocido como el viejo Brick- Kiln, donde viven dos mil personas. Milan fue despedido de su trabajo por manifestar su oposición al muro.
Una hora al norte de Košice, en el límite de la ciudad de Prešov, visitamos otro gueto romaní; el viejo Brick-Kiln, un complejo inmenso de vivienda social incrustado junto a la autopista. Esta estructura en pedazos, construida hace 13 años con fondos de la UE, da refugio a dos mil romaníes y parece el sueño húmedo de Robert Moses. En 2010, la ciudad construyó una pared y una reja de fierro en la colina detrás del complejo, clausurando la entrada más rápida y segura al pueblo. Los no romaníes de la zona recibieron llaves para poder entrar a sus jardines. La caminata de 15 minutos a la escuela para los niños romaníes se convirtió en una caminata de 45 minutos por la carretera. Y, por supuesto, el municipio no provee camiones escolares.
Las escuelas en Eslovaquia todavía tienen salones separados para romaníes y otros para blancos. Muchos romaníes son diagnosticados con discapacidades y, según un reporte el CEDR, conforman el 60 por ciento de los estudiantes en las escuelas de educación especial. Aunque un veredicto histórico en 2012 por una corte eslovaca puso fin a la segregación abierta y fue aplaudido por las organizaciones de derechos humanos, una segregación de facto persiste después del juicio Brown contra el Comité Educativo. Algunos padres romaníes me dijeron que el único cambio es que los estudiantes gitanos y blancos ahora comen juntos. Las ONG romaníes y los medios reportan un desplazamiento de eslovacos blancos a las ciudades para evitar que sus hijos compartan salones de clase con niños romaníes.
En el viejo Brick-Kiln, nos llevaron hasta el departamento del líder no oficial del complejo, Milan Daño. Se trata de un romaní regordete de 50 años cubierto de tatuajes de cuello a nudillos, quien trabajó como coordinador comunitario para una organización no gubernamental romaní hasta que fue despedido en noviembre. Entre los dos mil residentes que viven en el Brick-Kiln, él fue uno de los pocos en lograr conseguir empleo. Milan dice que su despido estuvo relacionado con una declaración que hizo a un periodista durante el verano: “¡Primero tiraron el Muro de Berlín, después construyeron el muro romaní!” También firmó una petición contra el muro. “Escuché que el alcalde ha dicho que ya no me quiere ver”, me dijo, cabizbajo.
En los noventa, la mayoría de los romaníes de Prešov vivían en dos calles en el centro de la ciudad. Sus departamentos fueron declarados inhabitables, fueron desalojados y a los habitantes se les ofreció el Brick-Kiln como alternativa. “Mientras construían este lugar, nos dijeron que sería un cuartel militar, para que no temiéramos una reubicación”.
Milan y los demás residentes del Brick-Kiln pagan renta y tienen contratos en el complejo. Pero, me preguntaba, ¿por qué la gente no podía encontrar otro hogar después de los desalojos del centro de la ciudad? Tanto mi traductor como Milan sacudieron la cabeza con tristeza, para indicar que simplemente no entendía. “No es posible; los no romaníes en la ciudad nunca nos rentarían algo”.
Pero todavía no me salían las cuentas. ¿Cómo es que dos mil romaníes desempleados pueden pagar 300 euros cada uno, al mes, por sus departamentos? “Algunos usan la pensión para sus hijos, otros usan beneficios sociales o tienen trabajos informales. Pedimos préstamos”, dijo Milan. Me explicó que existían algunos “esquemas de activación” (programas de empleo financiados por la UE y los municipios eslovacos), pero que estos empleos temporales como barrenderos, limpiadores de alcantarillas, y removedores de nieve beneficiaban únicamente a 15 o 20 personas, y en ocasiones nunca pagaban.
La esposa de Milan, Zlata, una no romaní desempleada, dijo: “Toda la gente no romaní nos critica por ser unos haraganes. El problema es que ser romaní hace que no puedas conseguir trabajo. Si yo no puedo conseguir un trabajo, ¿cómo puedo esperar que él lo haga con tanta discriminación?”
Milan y Zlata ven estos esquemas de activación como una forma de mantener ocupados a los “haraganes” de las comunidades romaníes, más que como una fuente de empleo sustentable.
Esta granja industrial de cerdos fue construida sobre un campo de concentración para gitanos de la segunda guerra mundial, justo en las afueras del pueblo de Lety, República Checa. Se estima que murieron 326 personas en el campamento, y más de 500 fueron deportadas a Auschwitz.
La República Checoslovaca fue el primer país europeo del siglo XX en iniciar una “solución” para los romaníes. La Ley de Gitanos Migrantes de 1927 pedía el registro y la clasificación de todos los gitanos ante las autoridades. Austria y Weimar, Alemania, hicieron lo mismo con su Oficina Central para la lucha contra los gitanos. Se les prohibió la entrada a los baños públicos, fueron obligados a cargar con identificaciones, y sus derechos civiles fueron violados. La legislación se intensificó con la leyes de Nuremberg en la Alemania nazi, la Ley Ciudadana del Reich, y una versión gitana del Kristallnacht, llamada Semana de Limpieza Gitana. La “solución final a la cuestión gitana” se mencionó por primera vez por Himmler en 1938.
Muchos historiadores estiman que entre 500 mil y 1.5 millones de romaníes murieron durante la época nazi. Tras la contabilización de la posguerra y los memoriales, los romaníes fueron ampliamente excluidos y olvidados. No estuvieron presentes durante el ajuste de cuentas en los juicios de Nuremberg y no recibieron reparación alguna. La opinión es que los romaníes fueron asesinados por los nazis y las Potencias del Eje no por razones raciales, sino por su comportamiento antisocial y criminal; las mismas razones que se dan para su persecución hoy en día. El holocausto romaní ni siquiera recibió un nombre hasta los noventa, cuando fue nombrado Porajmos [la Aniquilación].
Desde 1939, los hombres gitanos podían ser enviados a campos de concentración en el Protectorado Checo. En 1942, el comandante de la SS, Horst Böhme en Praga emitió una orden de “luchar contra la plaga gitana”. Al menos 1,039 romaníes se quedaron sin casa y fueron deportado a Lety, un antiguo campo disciplinario a una hora de Praga, operado, no por la SS, sino por los checos. Hoy, hay una granja de cerdos en operación en lo que antes era el campamento.
Durante una noche fría en un bar en el centro de Praga, conocí a Markus Pape, un periodista investigador, autor del libro en 1997, Nobody Will Believe You: A Document of the Lety Concentration Camp. “El título viene de lo que los sobrevivientes romaníes escuchaban cuando salían de Lety e intentaban contar su historia. La gente decía: ‘Nadie te creerá’”, me dijo. Markus es un alemán que emigró a la República Checa, fuma sin parar y tiene ese aspecto atormentado y desarreglado que suelen tener los periodistas de investigación.
El libro de Markus hace uso de archivos y testimonios en primera persona de los sobrevivientes romaníes. Es un desgracia que cuando hablamos sobre la época nazi, hablamos de la gente como estadísticas; así como los nazis reducían a los humanos a números. En el esquema de exterminio europeo, el campamento de Lety fue algo comparativamente pequeño. Trescientas veintiséis personas murieron en Lety, 241 de estas eran niños. Los historiadores checos que sabían de Lety lo justificaron como algo relativamente benigno, similar a los campos de internación japoneses en Estados Unidos durante la segunda guerra mundial. En su opinión, la muerte de esos niños se debió a una desafortunada epidemia de tifoidea durante el invierno de Stalingrado en 1943.
El libro de Markus fue el primero en sugerir que un grave crimen había sido cometido. Durante su investigación, descubrió que las muertes ocurrieron antes de la epidemia de tifoidea de 1943. Para él, Lety debía ser reclasificado como un campo de concentración. Esto causó el enojo del gobierno y los historiadores checos, y no ayudó que Markus fuera alemán. “La opinión de los checos era: ‘esto no está bien’”, suspiró. “No encajaba con la percepción de los checos como víctimas de la segunda guerra mundial. Ellos se ven a sí mismos así: ‘A veces rompíamos las reglas, pero no éramos como los alemanes ni una nación imperial’”. Aunque Lety hubiera sido sólo un campo de internación, más de 500 romaníes fueron trasladados de ahí a las cámaras de gas de Auschwitz.
Alguien escribió “¡Gitanos a la cámara de gas!” en el libro de visitas del centro de información sobre el campo de concentración de Lety.
El campamento de Lety fue demolido tras la epidemia, y ninguno de los checos responsables fue condenado por crimen alguno. El campamento permaneció en el olvido hasta principios de los noventa cuando un empresario estadunidense y un genealogista amateur de nombre Paul Polansky lo redescubrió en los archivos checos e informó al Congreso de Estados Unidos. En respuesta, Václav Havel, el primer presidente de la República Checa, ordenó la construcción de un pequeño monumento cerca de la granja de cerdos en 1995, pero no pidió ninguna opinión romaní durante la fase de diseño. “¿Te imaginas construir un monumento en honor a los muertos del Holocausto sin consultar al pueblo judío?” preguntó Markus. El actual primer ministro checo visitó el monumento el verano pasado, pero insistió que no había manera de expulsar a los dueños de la granja de cerdos.
Markus, quien ahora trabaja medio tiempo como observador de derechos humanos, mencionó haber visto la película Mississippi Burning la noche anterior. “Me sorprendió la cantidad de semejanzas que hay entre la película y lo que ocurrió aquí con los romaníes”, me dijo, y describió cómo en el 2009 había investigado un ataque neonazi contra un edificio habitacional romaní que dejó a una pequeña niña con quemaduras permanentes. “Cuando hablo con mis amigos checos sobre los romaníes, me dicen que es un problema que no tiene solución. Quizá sea algo como el problema entre Israel y Palestina. Para Israel, no hay solución”.
A la mañana siguiente, Markus y yo manejamos al fúnebre y desolado pueblo checo de Lety y por una colina hasta el lugar donde estuvo el antiguo campamento. “El campamento se construyó del otro lado de una colina para que nadie pudiera ver lo que pasaba”, me explicó. Tomamos un camino rural de dos carriles que pronto se convirtió en terracería. Bajo la tarde gris, la granja de cerdos, con su alambrado de púas oxidadas e hileras de edificios grises con un terrible olor que subía por las chimeneas, parecía una fotografía de libro de texto de un campo de concentración. Nos paramos sobre la colina a examinar una placa histórica que mostraba la ubicación del viejo sitio. “Los sobrevivientes dicen que fueron torturados aquí”, dijo Markus. “Un sobreviviente que estuvo en Auschwitz y Lety dijo que Lety había sido peor porque eran los checos, su propia gente quienes hacían todo. Auschwitz era grave, pero sabías cuándo ibas a las cámaras de gas. En Lety nunca sabías qué podía pasar de un día a otro”.
El monumento de Havel, situado en un bosque de árboles nevados, parecía una especie de anfiteatro bautista. “El problema es que los visitantes vienen y ven la granja de cerdos desde el camino, y dicen: ‘¿Ese es el monumento? Parece un campo de concentración’”, me dijo Markus. Del otro lado de un estanque, la granja de cerdos continuaba escupiendo humo gris. Markus señaló el estanque y me dijo: “Los sobrevivientes dicen que a sus hijos los ahogaron aquí”.
Ya de regreso en el pueblo, visitamos un centro de información para preguntar por el campamento Lety. La pequeña habitación sin calefacción olía a colillas húmedas, y una serie de espejos sacados de una casa de la risa colgaban de las paredes. Al salir, después de ver las placas históricas, revisamos el libro de visitantes. Alguien había escrito “¡Gitanos a la cámara de gas!” a lo largo de una página entera.
Camino de regreso a Praga, Markus y yo discutimos el futuro. “Hoy, cualquier gobierno que apoye a los romaníes perderá la siguiente elección”, me dijo. “La democracia se supone que es la protección de las minorías. Sin protección, las minorías son reprimidas por lo que la mayoría diga. Creo que a la gente en países post comunistas les cuesta trabajo ajustarse a esto. Después del ’89, perdimos una parte importante de nuestra identidad, siendo parte de un bloque comunista internacional. ¿Y dónde estamos ahora? ¿De qué podemos estar orgullosos? Necesitamos revivir nuestro nacionalismo para llenar el vacío. Y los romaníes no tienen lugar en este plan”.
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