El tamal de chilaquiles pica intenso, tanto, que después de comerlo se respira mejor. Tras el primer bocado ya se pueden ver las capas alternadas de la masa y el naranja intenso de la tortilla con jitomate y chile jalapeño rojo. La hagúakata, que es su nombre purépecha, es esbelta, nada que ver con la gordura de otros tamales, ni mucho menos con su prima, la torta de chilaquiles.
Tangancícuaro, Michoacán, es la cuna de esta preparación. La versión original se rellena con frijoles. Fue a Elia Gudiño Magaña, quien un día de 1990 se le ocurrió echar mano de unos chilaquiles rojos que sobraron del desayuno. La primera en probarlos fue la señora Lucita Cholico, una de las mujeres más conocidas del pueblo, quien se los llevó a probar al señor cura. Se corrió la voz y el éxito llegó al puesto de Gudiño, ubicado afuera del mercado municipal.
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Elia empieza la faena de moler el nixtamal a las 12:30 de la noche. En su casa dispone de un molino y de la ayuda de las ánimas del purgatorio, a quienes les reza con devoción para evitar —según dice— que le muevan las sillas y le hagan ruidos, pero también para que la ayuden a terminar más pronto. A las 3:30 enciende las ollas y media hora después empieza a meter los tamales. Esta labor la hace en capas, para que no se le aplasten, una nueva cada 15 o 20 minutos. Ya cuando está por amanecer, prepara el atole: de tamarindo entre semana y de leche los domingos. A las 6AM queda todo listo y a las 7:20, con la ayuda de su hija Elia Ríos, instala su mesa plegable y tres bancos sobre los que coloca las ollas. En 20 minutos lo vende todo.
La demanda es tal, que los domingos tiene que repartir boletos para que la gente no se amontone alrededor de las ollas. La mayoría de los compradores son locales, algunos más, llegan de los poblados vecinos y de ciudades como Guadalajara, que queda a dos horas y media de viaje. En diciembre, decenas de migrantes que vienen de Estados Unidos para ver a sus familiares, acuden por su ración de tamales para llevar consigo al regreso.
Los chilaquiles y frijoles con los que se rellenan los tamales los prepara la hija de Elia un día antes por la tarde. Ambos guisos son picosos, quizá porque responden a la necesidad de despertar al comensal y ayudarle a comenzar el día. Para los chilaquiles se usan 10 kilos de tortillas cortadas en pequeños cuadros, a los que luego de aceitarlos, los bañan en una salsa preparada con 24 kilos de jitomate y 750 gramos de chile serrano rojo, por último, como se acostumbra en Tangancícuaro, se le incorpora el huevo, dos kilos en este caso. El resultado es una pasta casi compacta y homogénea.
La receta con la que aprendió la señora Gudiño, hoy de 67 años de edad, se la enseñó su madre. Requería de un metate y un paño, sobre los que se colocaba una capa de masa y luego una del guiso ya frío, con ayuda del paño, se doblaba varias veces hasta dar lugar a un cuadrado. Sin embargo, dada la demanda, descubrió que es más rápido si se ayuda de una prensa para tortillas. La masa es fina y compacta, pues como dice Elia “va remolida, como la de las tortillas”, no lleva levadura ni manteca, solo sal. Tampoco se envuelve en hoja de plátano ni en las tradicionales hojas de la mazorca, sino en la hoja del tallo del maíz, sharákata, en purépecha.
Hoy ya son casi 29 años los que lleva vendiendo tamales. Al principio era toda la semana y desde hace dos años solo de jueves a domingo, en los que cada madrugada envuelve entre 260 y 280 tamales de chilaquiles y 120 de frijol, que vende a diez pesos cada uno.