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Este artículo fue publicado originalmente en ¡Pacifista!, la plataforma de contenidos para la generación de paz de VICE Colombia.
El 22 de junio de 1988, un helicóptero del Departamento de Antioquia llegó al cementerio del municipio de San Rafael, cargado con bolsas de polietileno que “chorreaban sangre”. Ante la mirada atónita del pueblo, la aeronave descargó sobre las bóvedas 13 fragmentos de cuerpos hallados en las aguas del río Nare. Eran los restos de 13 mineros y de un agricultor que estaban desaparecidos desde mediados del mes, cuando hombres armados se los llevaron de sus casas y de sus puestos de trabajo en la vereda El Topacio.
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No hubo identificación de los cuerpos, ni velorios. El asesinato colectivo ocurrió en el año en el que más colombianos fueron masacrados por cuenta de la guerra. Además, hace parte de la campaña de exterminio contra la Unión Patriótica (UP), un partido político de izquierda fundado en 1985. A diferencia de otros hechos violentos ocurridos en la década de los 80, la masacre de los mineros se encontraba sepultada en el olvido. Hasta ahora, cuando el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) decidió traerla a la luz en su último libro, dedicado a contarla y a explicar el difícil contexto en el que ocurrió esta terrible matanza en San Rafael, una localidad minera localizada a ocho horas al noreste de Bogotá, la capital colombiana.
El trabajo del CNMH se titula: Memorias de una masacre olvidada. Los mineros de El Topacio, San Rafael (Antioquia), 1988, y cuenta que entre el 12 y el 15 de junio de ese año 14 personas fueron desaparecidas en la vereda del oriente antioqueño. El hecho central ocurrió el 14 de junio, después de que un comando armado secuestrara a dos mineros y un campesino.
Al caer la tarde de ese día, según el CNMH, cuatro hombres con armas cortas y “ropas oscuras de civil” llegaron hasta un campamento minero ubicado en el paraje Los Encenillos. Allí se encontraban una cocinera, cuatro trabajadores habituales y seis ocasionales, uno de ellos menor de edad. A excepción de la mujer, todos fueron obligados a caminar “en silencio y en fila india” bordeando el río con rumbo desconocido. Entre la noche del 14 y la madrugada del 15 de junio, otro minero fue sacado de su casa y la tienda de la cooperativa de la junta de acción comunal fue saqueada.
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No fue sino hasta el día siguiente de la desaparición de los 10 mineros que la cocinera pudo denunciar los hechos. Sin embargo, ninguna autoridad los buscó. Hasta el 20 de junio una inspectora accedió a organizar una comisión y, un día después, cuando revisaba el cañón del río Nare, encontró “fragmentos de cuerpos flotando en el agua o varados entre las rocas: piernas, troncos, brazos y cabezas carcomidos por las gallinas, los cuales empezaban a descomponerse por efecto de la humedad”.
La evidencia motivó la llegada del helicóptero de las autoridades locales con una comisión especial a bordo, que recogió y trasladó los cuerpos al cementerio. Según el CNMH, “la visión de ese helicóptero trayendo los restos de los mineros […] [es] uno de los acontecimientos más extremos del nivel de teatralización no intencionada de la violencia en la historia del país”, que amplificó la intención de los perpetradores de que los asesinatos y los descuartizamientos sirvieran como “acción ejemplarizante para erradicar de raíz lo que consideraban un bastión militar y político del enemigo”.
El conflicto por el río y el trabajo de la UP
Además de describir los hechos, el CNMH reconstruyó el contexto económico y político en el que ocurrió la masacre de El Topacio, caracterizado por serios conflictos sociales y por el asentamiento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en la región.
De acuerdo con el Centro, el escenario en el cual fueron asesinados los mineros empezó a gestarse a mediados de los años 60, cuando en Bogotá y Medellín se tomó la decisión de construir una gran hidroeléctrica en terrenos de varios municipios del oriente del país. Fue así como las primeras obras de la hidroeléctrica de Guatapé, que arrancaron en 1964, dieron un vuelco a la vida cotidiana de San Rafael, dedicado por décadas a la minería del oro y a la pequeña agricultura.
La construcción de la obra no sólo trajo mejores empleos, sino también la expansión desordenada del pueblo y una explosión de cantinas, prostíbulos, discotecas y bazuco, que se multiplicaron aún más con la decisión del gobierno de construir otras dos centrales eléctricas, llamadas Playas y Jaguas.
Los proyectos incluyeron la inundación de tierras dedicadas a la agricultura y la desviación del cauce del río Nare, donde los pequeños mineros vivían del barequeo, un proceso para extraer oro, en el que se limpia la arena cercana a una laguna o río. Y aunque continuaron trabajando durante las obras, el ejército los desalojaba con frecuencia desatando el inconformismo en San Rafael, cuya vida económica y cultural giraba alrededor de las aguas.
Los impactos que trajeron las hidroeléctricas sobre la vida de los mineros y los campesinos generaron pequeños proyectos organizativos, que buscaban hacerle frente a las hidroeléctricas. La Unión Patriótica, el partido político surgido de la negociación entre el gobierno y las FARC a mediados de los años 80, empezó poco a poco a jugar un papel privilegiado en las protestas y en la defensa de los mineros, en buena parte por su interés de ampliar la base social del partido.
Alejo Arango, un líder tradicional de la izquierda en San Rafael, y la lideresa estudiantil Rosa Margarita Daza impulsaron la UP en el ámbito local, bajo la dirección del dirigente sindical Froilán Arango. Sin embargo, de acuerdo con el CNMH, en este municipio se hizo evidente que las FARC y el movimiento político mantenían una relación directa, pese a que la dirigencia nacional de la UP aseguraba que eran cuerpos distintos.
El Centro señaló en su libro que “la relación entre el grupo armado y la UP resultó confusa por la injerencia y participación de esa guerrilla en la promoción de marchas campesinas organizadas por la UP”. Además, el CNMH indicó que en el día a día “algunas actuaciones de líderes de la UP y de las propias FARC hacían más difusos los límites entre ellas”. En diciembre de 1986, el periódico local La Realidad informó que, después de una manifestación, se oyeron en la plaza del pueblo los discursos de “dos compañeros combatientes de las FARC y un representante de la coordinadora departamental de la Unión Patriótica”.
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Bajo ese contexto, en 1986 el líder de la UP, Alejo Arango, creó las Sociedades Mineras de las veredas El Topacio y El Diamante. A nombre de esas organizaciones consiguió el derecho a explotar 23 kilómetros lineales de río y les exigió a los mineros que se vincularan y pagaran un carné para poder sacar oro. La idea era que ese trozo del Nare quedara en manos de los mineros de San Rafael y que, a través de las Sociedades, la UP aumentará su caudal electoral. Arango también creó una cooperativa para la compra de oro y la venta de víveres, y construyó una tienda de la cooperativa en El Topacio.
Pero los rumores sobre la relación entre la UP y las FARC, que operaba en la región con el frente noveno, convirtieron la pertenencia a las Sociedades en un factor de peligro. San Rafael no escapó a la persecución que arreciaba en todo el país contra los militantes de ese partido, por lo que muchos mineros prefirieron dejar de trabajar antes de carnetizarse. Según el CNMH, el temor no era infundado, “pues resultaba innegable la incidencia que jugó la guerrilla de las FARC en la organización y control del cañón por intermedio de esta sociedad minera, así como el proselitismo político que la organización minera brindaba a la UP”.
La masacre de El Topacio, cometida por desconocidos, habría sido una venganza de los sectores que se oponían al proyecto político de la UP y que vieron en los mineros un caldo de cultivo para su expansión.
La persecución contra la UP
Aunque no existen condenas penales ni administrativas por la masacre de El Topacio o por la persecución contra la UP en San Rafael, el CNMH destacó la insistencia de los familiares de las víctimas y de los habitantes del pueblo sobre la presunta participación del ejército en buena parte de esos hechos, particularmente del capitán Carlos Enrique Martínez.
El fortalecimiento de las fuerzas armadas en el pueblo estuvo relacionado, aseguró el Centro, con la construcción de los proyectos hidroeléctricos. Pero varios de los relatos recopilados también dan cuenta de torturas, detenciones arbitrarias, interrogatorios, señalamientos y maltratos cometidos por militares en San Rafael, quienes fueron poniendo el calificativo de “guerrilleros” sobre los mineros de El Topacio.
Nadie sabe qué actor armado asesinó a los 14, pero el Centro concluyó que San Rafael fue “un escenario propicio para la implantación del modelo paramilitar puesto a prueba en la zona del valle de Magdalena Medio, apoyado por algunos miembros del Ejército”. El mismo Martínez, que los habitantes del pueblo recuerdan con terror, fue destituido en 1992 por “presunta negligencia en la persecución de un grupo paramilitar en cabeza del narcotraficante Jaime Eduardo Rueda en el Magdalena Medio”, según el Centro.
Además de la pérdida de sus familiares y de la ausencia de justicia, las víctimas de la masacre cargaron durante años con el peso de la información falsa que circulaba en el pueblo y que asociaba a todos los habitantes de El Topacio y a los militantes de la UP con las FARC. Según el CNMH, “todo ello causó un gran miedo [entre la población] a convertirse en blanco del Ejército y a asumir idearios políticos de izquierda, por relacionarse con movimientos de oposición y guerrilla, lo que a su vez causó daño a la democracia”.
Por eso, el CNMH le hizo un llamado a la justicia para esclarecer los hechos y le pidió al Ministerio de Defensa “investigar las posibles acciones de los integrantes de las brigadas del ejército que actuaron en el municipio de San Rafael y en particular en el cañón del Nare durante la década del ochenta y su presunta responsabilidad en las violaciones a los derechos humanos”.
En materia de verdad, pidió al frente noveno de las FARC “hacer públicas las estrategias que utilizaron para ingresar al territorio, reconocer las formas como se sirvieron de la población y los hechos victimizantes, y señalar los lugares donde fueron sepultados los cuerpos de las personas asesinadas” por sus hombres.
Asimismo, le recomendó a las empresas de energía ISA, Isagen y EPM, a cargo de las hidroeléctricas, “reconocer públicamente la responsabilidad que tuvieron en los impactos y daños generados a la población del municipio tras la construcción de las centrales hidroeléctricas en la década de los ochenta y la afectación generada en el desarrollo de la actividad minera”, así como hacer públicas “las formas de relacionamiento con el ejército y los planes de seguridad que fueron implementados durante el período de construcción de las centrales”.
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