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Ese momento en el que te quedas sin espacio en Gmail

Confiabas en que era un pozo de datos sin fin pero ahora debes enfrentarte a una criba demencial.
Montaje por VICE. Fotografía por el usuario de Flickr lesthaladan 

15 GB dan para mucho, decían. Malditos, yo les maldigo a todos ellos, aquellos que me dieron esperanza, los que llenaron mi cabeza con ideas de pureza y eternidad. Reniego de todos aquellos que me hicieron creer en la existencia de algo tan bello, liso y perfecto que la mente humana casi ni podía imaginar, en algo que, de hecho, ni siquiera existía; porque ese fue su gran truco, hacernos creer que el infinito existía, y que éramos nosotros.

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Gmail empezó muy fuerte. En 2004 arrancaron el servicio de correo electrónico ofreciendo 1 GB de almacenamiento a sus selectos usuarios, una cantidad que superaba por mucho lo que brindaban las demás compañías. Al siguiente año el estómago de Gmail dobló los gigabytes, luego llegaron los 5 GB y la cosa fue aumentando hasta alcanzar los 15 GB actuales, que empezaron a ofrecer en 2013, un almacenamiento compartido entre los servicios de Drive, Gmail y Google Fotos. 15 GB, claro, menudo timo.


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Todo este incremento que antaño parecía exagerado y desmesurado hizo que relacionáramos el puto Gmail con lo perenne, era un portal dimensional sin fin, una fuente inagotable de maná. De hecho, antaño, cuando accedíamos a la pantalla de registro y acceso, se podía ver como —a través de un contador de megabytes— la capacidad del servicio iba aumentando en tiempo real.

La idea era que Gmail siempre iba creciendo y aumentando su capacidad de almacenamiento, uno no se tenía que preocupar de administrar una mierda. Gmail era un ser que no paraba de crecer, era internet haciéndose más pesado y más grande a cada segundo, todos esos malditos barcos de Google con servidores enormes estaban a nuestra disposición. Podíamos y debíamos llenar el ciberespacio con nuestras toneladas de mails de mierda.

'Nunca borrar', ese era mi lema en Gmail

Con todo este espacio a nuestro alcance, lo más lógico era relajarse y dejar tirado en la bandeja de entrada todo el rastro digital que generábamos, sin ningún tipo de filtro ni orden ni miedo a tener que administrar un espacio finito, como quien tiene una casa con un enorme garaje en el que acumula miles de objetos, como piedras con forma de perros, pelos y uñas de gente, bolsas de cubitos de hielo y cajitas de cerillas del siglo XX.

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Un espacio enorme como el de Gmail —siempre creciente, de hecho— anima a acumular y a despreocuparse. Si ese tipo del garaje hubiera tenido un espacio más pequeño, pues habría acumulado muchas menos cosas y seguramente la peña no habría flipado cuando, al vaciar su casa tras su muerte, esos operarios sacaron todas esas enormes cajas a la calle que, con el viento, se abrieron y dejaron escapar volando todo ese pelo de personas desconocidas, matas de pelo correteando por la calle; de hecho aún se encuentran bolas de pelo enganchadas en arbustos o zanjas, pese a que eso fue hace ya 20 años.

El caso es que, en mi caso, con 15 GB a mi disposición, empecé a acumular todas las conversaciones de correo que realizaba. “Nunca borrar”, ese era mi lema en Gmail.


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Como todo el mundo, en mi cuenta tenía acumuladas conversaciones con gente real pero también un buen montón de correos que simplemente eran la huella de una sencilla e irrelevante gestión, como confirmaciones de vuelos o de compras en eBay, newsletters de discográficas, pagos de PayPal o invitaciones de boda.

En fin, yo utilizaba —y, de hecho, sigo utilizando (dejadme pasar al presente)— Gmail como una especie de acumulador del tiempo, una especie de copia de carbón de las narraciones de mi vida. Es ahí donde voy cuando necesito recuperar un instante conciso de mi pasado, en Gmail puedo visualizarlo de nuevo cuando me apetezca. Es como un diario, una copia de mi vida, un verbatim de mi existencia.

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Había llegado al 99% de almacenamiento en mi cuenta personal, ¿qué tenía que hacer? ¿Tenía que destruir porciones de mi vida para poder recibir correos nuevos?

Por eso cuando hace poco Gmail me mandó ese fatídico mensaje, casi me pego un tiro. El tipo me decía que había llegado al 99% de almacenamiento en mi cuenta personal, ¿qué tenía que hacer? ¿Tenía que destruir porciones de mi vida para poder recibir correos nuevos?

No entiendo cómo puede ser que el gigante de Google —ese ser alrededor del cual todo el mundo (casi) orquesta toda su existencia— haya llegado al máximo de su capacidad. ¿Es este el techo de Google? ¿Me he pasado Gmail?


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Ahora me encuentro en la situación de tener que proceder a la destrucción de mi pasado, como en esa película de Spike Jonze, lo único que bajo mi propio control y bajo mi propio criterio.

Puedo escoger lo que muere y lo que vive, y la responsabilidad de esto es descomunal. ¿Debo cargarme los mails de gestión de la mudanza del piso de Sagrada Familia o me cargo esa discusión con Sara sobre lo de no ir a comer con sus padres? Es tremendamente difícil escoger.

Es el fin de los recuerdos, el decirle adiós para siempre a esos momentos tan concretos y tan disecados

Ahí viven amigos, exnovias, familia, no sé, HAY PERSONAS. Son recuerdos buenos y recuerdos malos que se enredan en un mar de indecisiones. La imagen es la de edificios derrumbándose a mi paso, click a click, mientras una triste sintonía de órgano suena de fondo. Es el fin de los recuerdos, el decirle adiós para siempre a esos momentos tan concretos y tan disecados.

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Antes del incidente —lo del 99%—, aunque nunca me hubiera puesto a buscar conversaciones concretas del pasado, sabía que estaban ahí, como parte de mi historia, sabía que podría recurrir a ellas o, aún mejor, toparme con ellas de nuevo de forma azarosa, buscando otras cosas.


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A veces podían ser mails de mierda, como recordatorios para pagar el regalo de cumpleaños de una colega o un pago de PayPal, yo podía ser testigo de mis intereses en un momento muy concreto de mi vida, al minuto, al segundo: “Hombre mira, el pedido del tercer disco de Carbonas, hecho el mismo día que salió a la venta, a las seis de la tarde (creo que lo hice desde el curro, cuando trabajaba de teleoperador). Me parece increíble que llegara a pillar el vinilo transparente, solo se hicieron 100 copias y únicamente estaban disponibles a través de la página del sello, por lo que había mucha peña pendiente del pre-order. En ese foro todo el mundo estaba loco por pillar la copia transparente”.

Es encontrar algo y el flujo neuronal empieza a despertar recuerdos criogenizados, no sé, como podéis ver, Gmail es un despertador de recuerdos magnífico.

Ahí también tengo guardadas todas esas conversaciones que merecen vivir como esas en las que empezaba a hablar con una exnovia que en ese momento se estaba convirtiendo en novia

Pero el tema es que ahí también tengo guardadas todas esas conversaciones que merecen vivir como esas en las que empezaba a hablar con una exnovia que en ese momento se estaba convirtiendo en novia —“Ei, Pol, te dejaste la cartera en mi casa, no sé si expresamente o no, pero supongo que quieres recuperarla”— o cuando decidíamos con los colegas qué diseño era el mejor para hacer una camiseta para nuestro grupo de música —“la del perro no la veo para nada pero esa con el mapa de Europa lleno de disparos me cunde fuerte”—.

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Todas esas realidades están ahí a un simple click, las palabras tecleadas en el pasado aparecen ahora como resucitadas, es un portal directo a nuestro yo y a nuestro entorno de tiempos ya caducados. Puedo ver cómo me expresaba y qué pensaba en el año 2001, y con una precisión quirúrgica. ¿Ahora se supone que, todos estos momentos, deben desaparecer?


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De algún modo ahora Gmail se torna algo más humano, menos demencial. Ya no está hecho a la escala del ciberespacio y lo etéreo, no es infinito, ahora tiene limitaciones, es como nosotros.

Lo que Google nos está diciendo es que para poder generar nuevos recuerdos y experiencias debemos soltar lastre del pasado, cosa que no encuentro del todo mal. Es duro pero es un sano ejercicio de limpieza y purificación, de superación personal, de “tirar palante” y no dejarnos ofuscar por la nostalgia. En fin, ahora debía confiar totalmente en mi memoria, y esto es algo terrible.

Aunque, de hecho, siempre puedo pagar 1,99 euros al mes y disponer de 100 GB y no aprender nunca la lección, opción totalmente lícita, claro.