La misógina historia de tratar de comprender a las mujeres que se autolesionan
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Identidad

La misógina historia de tratar de comprender a las mujeres que se autolesionan

Durante siglos, mujeres y hombres por igual se han autoinfligido daño, pero nuestra comprensión de este comportamiento siempre se ha visto limitada por los estereotipos sexistas.

En la década de 1580, una joven novicia que acababa de ingresar en un convento italiano agarra un látigo y comienza a flagelar su cuerpo implacablemente. Según ella, los demonios han infestado su carne y, para ser merecedora del amor de Dios, debe exorcizarlos. Póstumamente será declarada santa.

Siglos más tarde, una joven de la Inglaterra victoriana deja a un lado con ansiedad un bordado a medio terminar y ―asegurándose de que está sola―, empieza a bordarse la muñeca. Cuando su familia descubre este hábito, la llevan a un médico, que le diagnostica histeria. Una estudiante de último año de la Universidad William and Mary, clase de 2007, se deja caer en su silla, mira de reojo a su psiquiatra y le pregunta, "¿Quieres saber por qué me hago cortes? Es la forma más rápida que conozco para sentir menos ansiedad".

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Durante siglos, hombres y mujeres por igual han cometido actos de automutilación. Sin embargo, el espectro de mujeres que se autolesionan ha atraído una especie particular de fascinación, mistificación e interpretación cultural.

En la literatura abundan los ejemplos de hombres que se automutilan con fines de purificación. El acto a menudo se retrata como un modo de limpiarse de los impuros deseos carnales. La letra escarlata (1850), Un mundo feliz (1931), el musical Sweeney Todd (1973) y algunas adaptaciones de El jorobado de Notre Dame (1831) son ejemplos especialmente destacados de ello. En estos casos, el masoquismo es una fuerza activa brutal que establece la superioridad de los hombres sobre las fuerzas corruptoras y sexualizadas de las mujeres.

Por el contrario, el discurso acerca de la automutilación femenina tiende a inclinarse hacia la abnegación y la autoaniquilación. Durante la Edad Media, las mujeres mártires se mutilaban para salvaguardar su castidad. Santa Wilgefortis, prometida a un hombre contra su voluntad, se dejó morir de hambre mientras rezaba para que Dios la despojara de sus encantos físicos. Conforme se iba consumiendo, el cuerpo de Wilgefortis se fue recubriendo de vello y empezó a crecerle barba. Su real prometido, horrorizado por los efectos de su ascetismo, la repudió, y su padre ―brutal y enfurecido― ordenó su crucifixión. Cuando moría en la cruz, Wilgefortis se refirió a "la pasión que obstaculiza a todas las mujeres" y suplió a las mujeres que rezaran a través de ella para librarse de la vanidad y el deseo erótico.

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Crucifixión de Santa Wilgefortis. Imagen vía Wikipedia

A mediados del siglo XVI, según algunas crónicas, la precoz Santa María Magdalena de Pazzi se colocó a escondidas una corona de espinas y comenzó a flagelarse cuando contaba tan solo 10 años de edad para practicar la abnegación religiosa. Diez años más tarde ingresó en un convento y restringió su dieta a pan y agua. Según ella, este mandato alimentario procedía del mismísimo Dios. Continuó autoflagelándose, a veces en público, para ahuyentar a los demonios que supuestamente la habían poseído. Convenció a las novicias del convento para que también la flagelaran y para que le pisaran la boca. A veces quemaba su piel con cera ardiendo. Cuando a los 37 años de edad yacía golpeada y amoratada en su lecho de muerte, advirtió a sus hermanas que no la tocaran, a menos que se vieran invadidas por deseos sexuales.

Los casos de Santa Wilgefortis y Santa María Magdalena de Pazzi son extremos, pero están lejos de ser casos aislados. Tal y como indica el académico Robert Mullen, el 88 por ciento de personas que presentaban heridas supuestamente conectadas con Cristo eran mujeres. "La creencia cristiana predominante era que la sangre de los estigmas 'no solo purgaba a la mujer de sus pecados, sino que también salvaba a los demás cristianos' compensando los pecados mediante la expiación sustitutoria", escribe. Estas mujeres santas, entonces, eran tanto portadoras de la contaminación como vehículos de la sanación espiritual, bendecidas en su miseria.

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Siglos más tarde, las mujeres que se lesionaban intencionadamente seguían siendo consideradas como representantes del exceso sexual. En la era victoriana, un tiempo igualmente famoso por una represión extrema y por una infatigable fascinación por el sexo, los diarios médicos se asombraban ante el fenómeno de las "Chicas de la aguja" —"un tipo peculiar de automutilación… a veces observado en personas histéricas"—, según el cual algunas mujeres empezaron a pincharse con sus agujas de coser, llegando incluso a enhebrarlas dentro de su piel.

Por supuesto, no todas estas denominadas "personas histéricas" elegían las agujas como herramienta. En 1896, por ejemplo, los médicos George Gould y Walter Pyle publicaron sus observaciones sobre una mujer de 30 años de edad residente en Nueva York en el libro Anomalies and Curiosities of Medicine (Anomalías y curiosidades de la medicina), indicando que "se había cortado en la muñeca izquierda y en la mano derecha" a finales de septiembre de 1876. Tres semanas más tarde, tras denegársele el uso de opio, al parecer "se practicó de nuevo cortes en los brazos, bajo los codos, separando limpiamente la piel y la fascia y haciendo que los músculos se dispararan en todas direcciones". Continuó con este patrón de automutilación a intervalos durante unas cuantas semanas, a veces insertando objetos como fragmentos de cristal y astillas en sus heridas (según el artículo, la mujer se lesionó por última vez en junio de 1877).

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Se creía que las mujeres sufrían de histeria. Imagen vía Wikipedia

La medicina contemporánea diagnosticaba a estas mujeres como histéricas y consideraba que sus autolesiones eran un síntoma de su femineidad y, por lo tanto, de su intrínseco exceso emocional. Por articular su sufrimiento fueron etiquetadas con el estigma de la histeria. Muchas fueron innecesariamente encerradas en instituciones mentales, consideradas como irreparablemente enfermas porque sus palabras fueron desoídas. En The Case Of Miss A (El caso de Miss A), un estudio psicoanalítico escrito en 1914 por L. E. Emerson, el autor se esfuerza por comprender a una paciente de 23 años de edad a la que se refiere como Miss. A, que indicó a los médicos que se había cortado "veintiocho o treinta veces". Repasa su historia, repleta de traumas a causa de haber sufrido agresiones sexuales y su consabido estigma: "Durante muchos años (cinco o seis)" sufrió abusos sexuales a manos de uno de sus tíos y, años más tarde, uno de sus primos trató también de agredirla sexualmente. Finalmente, un pretendiente la abandonó después de descubrir que no era virgen. El pretendiente la llamó puta ―escribe Emerson― y, herida por el rechazo, más tarde grabaría una "W" en su pierna.

Emerson hace hincapié en "la naturaleza sexual de sus actos", indicando que "la relación con La letra escarlata de Hawthorne resulta interesante". Dado que pertenecía a la escuela freudiana, deduce que había numerosos motivos para su automutilación: el primero era que "cortarse era una especie de sustituto simbólico de la masturbación". Miss A se movía también por "el deseo de escapar de la angustia mental" y por el anhelo de castigarse. Además, Emerson conjetura que se provocaba hemorragias intencionadamente por "su deseo de tener una menstruación regular".

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Aunque es posible que estas interpretaciones no sean del todo erróneas, son conclusiones estrechas y casi preconcebidas propias de una época en la que el sufrimiento de las mujeres se concebía primordialmente como una rareza médica, filtrada a través del discurso psicoanalítico, que veía a las mujeres como básicamente deficientes. ¿Qué habrían dicho aquellas mujeres si los médicos no se hubieran apresurado a hablar por ellas?

Hacia la década de 1960, el psicoanálisis continuaba prevaleciendo en los estudios psiquiátricos y el campo seguía siendo tan sexista como siempre. Los médicos comenzaron a examinar las "autolesiones" como un concepto que merecía un estudio por sí solo. Sin embargo, sus estudios tendían a centrarse en las mujeres, generando la figura fetichista de la "cortadora". En los medios, la "cortadora" o "acuchilladora de muñecas" se redujo "al terreno de las chicas bonitas, inteligentes, blancas y de clase media", explica Liz Frost en Young Women and the Body (Las mujeres jóvenes y el cuerpo), denunciando la tendencia institucional a "ignorar las cuestiones de clase, sexualidad y raza". El énfasis obsesivo que se ponía en el género también resultaba limitador: tal y como indica la socióloga Chris Millard, los investigadores en la década de 1970 frecuentemente describían a los hombres que se autolesionaban como "chicos bonitos" y "afeminados", reforzando así los estereotipos de género, socavando su propia objetividad y estigmatizando por partida doble a los pacientes masculinos.

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Incluso el término "automutilación", ahora de uso común, parece haber surgido del estereotipo de la "cortadora" de las décadas de 1960 y 1970. Tal y como observa la catedrática Barbara Brickman, "el discurso médico en torno a los 'delicados' cortes patologiza el cuerpo femenino y perpetúa la idea de femineidad como enfermedad… Una empieza a preguntarse si se emplearía 'mutilación' con tanta presteza para describir heridas en la piel de un cuerpo menos atractivo". La "cortadora" se veía generalmente como gentil, adorable y educada, y como no necesariamente tenía ideas suicidas, se veía como alguien salvable. De hecho, la "cortadora", que normalmente se describía como una mujer soltera e inteligente, podría muy bien ser material casadero siempre y cuando nunca se saltara ninguna cita de su terapia.

A pesar de los abundantes comentarios sobre el fenómeno de la "cortadora", las décadas de 1960 y 1970 fueron testigos de una gran escasez de escritos sobre las autolesiones creados fuera de la comunidad médica. Existen unas pocas excepciones —la novela semiautobiográfica escrita por Joanne Greenberg en 1964 Nunca te prometí un jardín de rosas, o el poema escrito por Sylvia Plath en 1962 "Cut" (Corte)—, pero no fue hasta la década de los noventa, con la publicación del popular libro de Elizabeth Wurtzel Nación prozac y el nacimiento de internet, que multitudes de mujeres jóvenes que se autolesionaban comenzaron a articular sus propias experiencias fuera del estrecho ámbito del establishment psicológico.

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Una empieza a preguntarse si se emplearía 'mutilación' con tanta presteza para describir heridas en la piel de un cuerpo menos atractivo

En Nación prozac, publicado en 1994, Wurtzel retrató los cortes como una válvula de escape. "Si la desesperación se volvía terriblemente grave", escribió, "podía infligir daños a mi cuerpo". Dos años más tarde, según los sociólogos Patricia Adler y Peter Adler, hubo un cambio fundamental en la mentalidad de las personas que se autolesionaban: antes de 1996, la mayoría de pacientes veían ese comportamiento como "autoinventado", pero después la mayoría indicaba haber oído hablar de ese comportamiento en los medios o entre sus amigos y, en consecuencia, habían decidido probarlo ellas mismas.

Actualmente, las autolesiones se incluyen en el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM-V, por sus siglas en inglés) bajo el nombre de "trastorno de autolesión no suicida". En su tono típicamente clínico, el DSM-V explica que la autolesión no suicida se refiere a daños intencionadamente infligidos a "tejidos corporales". El manual continúa: "se utiliza normalmente por los individuos para gestionar estados emocionales afectivos preocupantemente negativos, en especial la ira y la depresión" y afecta a hombres y mujeres por igual, aunque las mujeres tienden a practicarse cortes más que los hombres.

Tal y como descubrió la psicóloga Janis Whitlock, de la Universidad Cornell, esta práctica es extraordinariamente común. De las 5.000 personas encuestadas en varias universidades de la Ivy League, el 20 por ciento de las mujeres y el 14 por ciento de los hombres afirmaron haber recurrido a las autolesiones al menos en una ocasión. Los catalizadores de semejante comportamiento son muy numerosos. Algunas personas que practican las autolesiones no suicidas luchan contra la depresión y la ansiedad, o contra algún trastorno alimentario. El trastorno límite de la personalidad, el espectro del autismo y la ansiedad asociativa también pueden engendrar la necesidad de autolesionarse. Otra investigación indica que, en el caso de las mujeres, los trastornos alimentarios y la automutilación comparten una sorprendente conexión.

Ven la sangre y piensan, 'De acuerdo, ahí está mi cuerpo porque la sangre sale de mi piel, así que ya sé dónde están las fronteras de mi cuerpo'

El profesor de la Universidad de Missouri Armando Favazza, catedrático especializado en estudios de autolesiones y autor de Bodies Under Siege: Self-mutilation and Body Modification in Culture and Psychiatry (Cuerpos bajo asedio: la automutilación y la modificación corporal en la cultura y la psiquiatría), ha descrito las autolesiones como un medio de regresar al propio cuerpo tras un período de disociación. "Una de las formas más seguras de acabar con estos episodios de despersonalización es practicar cortes en tu cuerpo", explicó a la NPR. "[Quienes practican las autolesiones] ven la sangre y piensan, 'De acuerdo, ahí está mi cuerpo porque la sangre sale de mi piel, así que ya sé dónde están las fronteras de mi cuerpo'".

En la misma entrevista retransmitida por la NPR (la radio pública norteamericana), Rebecca Raye, una mujer de 19 años de edad, explicó que cortarse era, paradójicamente, su forma de eliminar el dolor. "Todas las cosas que realmente me están haciendo daño en ese momento de algún modo se alejan de mí junto con la sangre", indicó. El modo en que Raye describe su ritual ―para el que emplea un "kit" con todo lo necesario y practica cortes cuidadosamente simétricos― muestra un esfuerzo deliberadamente extremo de aplacar su agonía emocional descontrolada mediante un acto deliberado y constante. Como narraba la locutora de la NPR Alix Spiegel, "Siempre que Rebecca se siente trastornada ―por el trabajo, por la familia― recurre a su kit. Antes de empezar a cortar, dice que su mente explota. Pero una vez que siente el dolor físico, nota una especie de paz".

Mi propia experiencia con las autolesiones es similar a la que cuenta Raye. Durante más de una década y media, cortarme era para mí un refugio y perseguía la paz a través del dolor. No lo hacía cortejando a la muerte, sino buscando la tranquilidad. Cada episodio daba la sensación de ser un salto hacia un negro reposo. Cortar mi cuerpo aliviaba la melancolía y la ansiedad, como un globo que se desinfla lentamente. Sentía que me transportaba más allá del lenguaje, más allá de la comprensión y que me llevaba a una profunda oscuridad. Por fin ―y con la valiosísima ayuda de mi tratamiento― casi he roto con ese hábito. Pero nunca hubo una cura segura, en lugar de ello fue un proceso demoledor e irregular de psicoterapia y cócteles de pastillas (y pasaron años antes de que llegara a la bendita trinidad del Klonopin, el Wellbutrin y la Cymbalta). Cortarme me había conferido la capacidad de sumergirme en la nada y entonces, de pronto, se me instó a que encontrara palabras para describir ese impulso ante un terapeuta. A mis 31 años, no estoy segura de que ese impulso vaya a desaparecer completamente. Solo sé que me he fortalecido, con todas mis fuerzas, contra él.

Mis experiencias me unen a una legión de mujeres que también han lidiado con las autolesiones. Se nos encasilla y se nos diagnostica, nuestras luchas afines reciben nombres diferentes según diversos modelos médicos y escuelas teóricas. Y aun así, los cuerpos de las mujeres rara vez han provocado empatía social. A lo largo de la historia se nos ha considerado como objeto de espectáculo, como poseedoras de un exceso innato y como metáforas. Desde que las mujeres han practicado cortes en sus cuerpos, "la mujer que se autolesiona" se ha encasillado en una narrativa determinada, que normalmente refuerza una mitología cultural que insiste en que siempre estamos en peligro, siempre en riesgo a causa de nuestra propia femineidad. Quizá la mujer que se autolesiona parece casi una fatalidad específica de su género: es el resultado psicológico de vivir en un mundo que muy a menudo se nos hace inhabitable. Nosotras no creamos estas narrativas, pero soportamos su carga. Espero que, lentamente, seamos capaces de deshacerlas.