“Me convertí en el títere de Aurelio Cheveroni”: Fernando Rojas

Tres familias, ocho temporadas y una camada de títeres hicieron del “Club 10” uno de los programas infantiles más icónicos que ha tenido la televisión colombiana en toda su historia. 

Aurelio Cheveroni, Dinodoro y Mary Moon se grabaron indeleblemente en la mente de todos los millennials que crecimos sintonizando Caracol los sábados y domingos por la mañana mientras tomábamos leche en pijama. Esa familia, que vivía en una hogar de paso medio ñoño, le daba el toque perfecto a los fines de semana que todavía no estaban manchados por el guayabo ni las preocupaciones. 

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Fue ganadora de tres premios India Catalina a mejor serie infantil y duró 15 años al aire (desde 1999 hasta 2015). Por su extensión, tuvo distintas familias y distintos actores, siempre conservando lo más esencial: las aventuras del lobo rojo junto al dinosaurio bebé y la gata fifí. 

Fernando Rojas, caqueteño, era la voz detrás de Aurelio, el lobo más querido entre los párvulos colombianos. Estudió actuación en la emblemática Escuela Nacional de Arte Dramático (ENAD); una institución que, pese al reconocimiento de sus profesores y alumnos, tuvo que hacer un convenio con la Universidad de Antioquia para poder otorgarle el título de Maestro de Arte Dramático a los egresados. 

Durante 12 años —se retiró del programa en el 2012— nos hizo reír a través de Aurelio Cheveroni, mientras él, poco a poco, se sentía más un títere que un titiritero. Sin embargo, no se arrepiente de haber hecho parte de la serie y le agradece al lobo porque gracias a él se dio cuenta de que la tranquilidad y la estabilidad económica son el peor enemigo de la creatividad. 

Fernando Rojas, actual director de la Escuela Clown Fernando Rojas. Foto tomada por Daniela Echeverry (Iris).

VICE: Fernando, ¿en qué momento quisiste volverte actor?
Fernando Rojas: Por estar en desacuerdo con mi padre. En la época de Turbay la guerrilla era muy fuerte y en el bachillerato me topé con un tipo de izquierda que nos adoctrinaba: el gobierno estaba cazando a la gente que seguía esas doctrinas. Yo hacía parte de un grupo de artistas y a varios amigos míos los mataron. Una vez, luego de despedirme de un man que se llamaba Gerardo, vi cómo lo mataron en la otra esquina. Entonces mi papá me prohibió seguir en eso. Era un señor tranquilo, pero firme y no le gustaba tener problemas. Me descubrió los libros y me los quemó: no por represión sino por miedo. Pero yo obviamente no estaba de acuerdo y esa lucha con mi padre me hizo ser cada vez más adepto a la actuación y liberación.

En cuarto de bachillerato me topé con Edilberto Monje y él me enseñó mucho sobre los payasos y la actuación y me metí más en el cuento. Me mostró que este era un arte privilegiado porque podíamos estar afuera de la producción masiva. Yo seguí sus pasos y me vine para Bogotá a apostarle a la actuación.

¿Cómo llegaste a ser Aurelio Cheveroni?
Trabajé en un programa en los noventa que se llamaba La Brújula Mágica y ahí yo era una estrella (risas). Hice como siete personajes. Andrés Huertas, que trabajaba conmigo, terminó metido con Caracol antes de que se volviera un canal privado. El Estado le demandaba a los canales de televisión que tuvieran un espacio para programas educativos y pedagógicos si querían privatizarse. Caracol decidió echar la casa por la ventana con el Club 10 y por eso no ha habido un programa tan contundente a nivel infantil hasta la fecha.

Le dijeron a Andrés Huertas que diseñara un producto infantil junto con otro director que se llamaba Armando Barbosa y Andrés dijo que ya conocía a un actor con el que había trabajado. Ese era yo. 

¿Cómo fue ese proceso al principio?
Reunimos a un grupo de titiriteros y nos dieron un dibujo y un lineamiento de los personajes y sobre eso empezamos a trabajar. Sorteamos los personajes y a mí me tocó el lobo Aurelio —yo en el fondo quería que me tocara él—. Como a los tres meses nos llegaron los títeres de verdad y eso fue como ponerle el cuerpo a un alma que ya estaba creada. Fue increíble.

¿Cómo encontraste la voz de Aurelio?
No, de a poco, y como me di cuenta que el personaje era medio niño y medio adulto, me acordaba de cosas de mi infancia y las iba mezclando. También influyó esa manía que existía en mi época de traducir las groserías de las películas con palabras como ‘Maldición’ o ‘Diablos’ y el personaje terminó diciendo, “agh, maldición ciega” o decía, “Santa Lobita Bendita”. Muchas cosas me salían impulsivamente de mi infancia. Como me dejaban improvisar, pude explorar muchos gestos y dichos para el personaje.

¿Y el títere como tal?
Como Caracol quería botar la casa por la ventana, le compró los títeres a una ramificación de la compañía de Jim Henson —el creador de Los Muppets— y quedaron perfectos. El lobo era un títere de varillas que tenía la capacidad de mover los ojos. Pero yo le hice una “cirugía” al títere para que no moviera los ojos —un pecado, ya que eso era lo más costoso del muñeco— porque eso lo hacía muy pesado y complicado de manejar. Pero yo me inventé un tipo de movimiento en la cabeza para que la gente pensara que él sí estaba moviendo los ojos, cuando simplemente estaba girando la cabeza.

También le dejé los párpados movibles —sin un mecanismo como tal— para que con la mano se los pudiera abrir o cerrar dependiendo del estado de ánimo en el que estaba el personaje. Y esos cambios, creo yo, le dieron más valor a Aurelio.

¿Es cierto el mito que dentro de Aurelio Cheveroni había un enano?
Lo que pasaba, como sucedió con Alf, y que fue una de las grandes innovaciones de este tipo de producciones, es que se quiso romper con ese muro que escondía a los titiriteros para no evidenciarlos tanto, como sí pasaba con Plaza Sésamo, por ejemplo. Entonces yo me acostaba en el piso y me escondía detrás de una maleta, un bolso o una mesa para darle más variedad y movilidad al títere. A veces me peleaba con los directores porque querían evidenciar al titiritero y poner muritos y yo era como, “Cuál murito, ¡no me jodas!”. Eso mataba la magia. 

Pero para hacer las tomas con planos generales de Aurelio corriendo o algo así, sí se contrató a un enano y se hizo una réplica del muñeco con un tamaño aproximado. Si uno observa bien, se da cuenta de que es mucho más grande que el títere real, solo que como eran tomas de uno o dos segundos, nadie se alcanzaba a percatar. Eso sí: el enano no actuaba, solo aparecía para esas tomas.

¿También había enanos para Dinodoro y Mary Moon?
No, no, solo para Aurelio.

Duraste mucho tiempo interpretando al lobo. ¿En algún momento te aburriste del trabajo?
Sí, yo ya estaba un poco aburrido del personaje, pero al canal se le ocurrió hacer un spin-off de Aurelio que se llamó ‘La Familia Cheveroni’ y ahí pude explorar otro poco al lobo. Ese programa tenía un contexto de adultos. Había situaciones sexuales implícitas donde el lobo tenía deseos carnales y picantes que lo hacían un poco más interesante.

Por esa época me enredé con un libro de Stephen King que se llama “Las etapas del hombre lobo” y me topé con la etapa de cómo una cosa inocente se convierte en una mezcla entre lo brutal, lo oscuro y lo psíquico y le terminé dando al personaje ese rumbo.

Pero siempre teniendo en cuenta al público infantil…
Claro, por el contexto infantil tocaba reprimir muchas cosas, pero no te imaginas todas las escenas sexuales que hay grabadas entre la gata, el dinosaurio y el lobo detrás de cámara. Yo no me atrevo a sacarlas por el problema que pueda haber con Caracol, pero de pronto algún día eso sale a luz pública, quién sabe.

Mientras estábamos en descansos, alguien con algún celular grababa al lobo haciéndole sexo oral a la gata y el lobo después se paraba y se limpiaba la boca y la lengua. También hay fotos del lobo tomando drogas y borracho (risas).

¿Valió la pena el sacrificio de estar detrás de un títere por tanto tiempo?
Pues no me gustó que de cierta manera me haya robado la fama porque yo dependía del sueldo que me pagaban y no podía cobrar más. Pero de todas formas, el sacrificio valió la pena porque el Club 10 dejó una huella muy extraña en la gente, y también dejó un nivel alto: los personajes que hay en otros programas de televisión actuales no tienen la misma energía. Los niños no son tan blandos como la gente cree. Cuando ven ciertos comportamientos en los personajes que son reprobables, se identifican. Los niños en el fondo son como todos: potencialmente dañinos, potencialmente creadores. Cuando ven esas actitudes en los personajes, se pueden interesar más.

¿Y por qué no te saliste después de  siete años?
Yo siempre he dicho que me convertí en un esclavo de Aurelio. Yo era el títere de Aurelio. Yo pensaba en salirme, montar mi escuela de payasos y cumplir mi destino, y el títere me decía, “Bueno, ¿con qué plata la vas a montar? Tú te ganas este sueldo y solo trabajas por temporadas. ¿Te vas y qué?”. Me hizo cambiar mi filosofía.

¿Quién te reemplazó cuando te saliste del programa?
Mi compañero, que se llamaba Benjamín Corredor. Es un chico muy talentoso, con habilidad para imitar a todo el mundo y se aprendió la voz del lobo. Cuando yo no podía ir o me enfermaba, él me reemplazaba. Yo, celoso al respecto, le decía que era una mierda, que estaba muy mal, pero en el fondo sabía que era un potencial rival. Igual yo sentía que después de salirme eso no iba a durar mucho más.

A mí me gustó mucho haber interpretado ese personaje, pero la estructura económica del canal no permitió que Aurelio evolucionara. Sí, con ‘La Familia Cheveroni” mejoró, pero yo hubiera querido explotar todo ese potencial carnívoro y voraz que tenía.

¿Qué te dejó Aurelio Cheveroni?
Pues mucho conocimiento de la vida en el trabajo que tiene que ver con la economía y con la gente. También me mantuvo fuera de la realidad económica colombiana por 12 años porque en realidad la gente vive muy diferente a un actor que tiene un sueldo fijo mensual. Ya no hay actores exclusivos ni nada, pero yo me mantuve ahí como esclavo. Yo estaba constantemente tranquilo y cuando estás así se baja la guardia creativa. Solo escribí como dos obras y ya. Bajo presión fluye más la chispa creativa.