Hay placeres sencillos que transforman nuestra forma de ver las cosas. Uno de ellos es Coca-Cola, que este año montó en el Primavera Sound el espacio Coca-Cola Mix en el que, además de probar el combinado Ron Rouge, pudimos disfrutar de eternos atardeceres, el momento perfecto para tomar esa combinación con nuestros amigos y mezclarnos también con el resto de asistentes del festival.
Normalmente la gente que va de festival quiere darlo todo. Pues mira, no. Soy la prueba viviente de que pasarlo bien no riñe con el desfase o con los agobios. ¿Que no me crees? Atiende, que lo mismo el siguiente festi vas a gozarlo igual, pero con otro modus operandi.
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Todo sucedió a principios de junio de 2018, concretamente hace unos días. El sol azotaba Barcelona, la gente de un sinfín de nacionalidades se apelotonaba en la entrada del Parc del Fòrum y yo me presenté allí con mi actitud jacarandosa y vivaracha envuelto por un manto de alegría, una camisa multicolor y tobillos descubiertos.
Fue entonces, mientras hacía cola para recoger mi entrada, cuando conocí a Mike, un australiano que vivía en París y que había venido al Primavera por tercer año consecutivo. Con Mike intercambiamos aventuras con mi inglés algo chapucero y reímos mientras avanzaba la fila.
Me despedí de Mike —hasta luego, Mike— y fui a refrescar el gaznate al espacio Coca-Cola Mix porque no veas la que estaba cayendo. Me pedí un ron cola, otro clásico, pero el camarero me sugirió un Ron Rouge. “¿Qué tiene de especial, Joe?” —ni se llamaba Joe, ni le llamé Joe—. Al parecer era uno de esos cócteles servidos con más esmero y más cariño que merecen ser bebidos con pausa y lentamente. “¿Cuánto cuesta, Joe?” —de verdad que en ningún momento pronuncié la palabra Joe—. Lo mismo, me dijo, así que asentí con la cabeza y me preparó tan apetitoso brebaje, perfecto para disfrutar mi primer concierto de la tarde: La bien querida.
Un organillo bien tocado, ritmo pausado pero constante y su voz cálida hizo danzar mi cuerpo de lado a lado mientras mis labios intentaban cantar el estribillo de “Muero de amor”. A todo esto, dos amigos me avistaron mientras el sol de las siete de la tarde empezaba a dar un respiro.
Caminamos un rato mientras nos peinaba la tímida brisa y nos poníamos al día. Tendríais que conocer a mi amiga Xènia. Es como si una supernova hiciera simbiosis con una relaciones públicas. Bromas, anécdotas, risas y más risas fueron aunando a conocidos de unos y de otros hasta que nos juntamos como quince personas charlando como si hiciera años que nos conociéramos en medio de un montón de gente. A todo esto, Xènia explicando cómo llevaba su nuevo programa de radio experimental mientras The Breeders nos deleitaba con “Cannonball”. Parecía nuestra BSO.
¿Sabes esos momentos que estás tan a gusto que sientes que no quieres que se acaben? Eres consciente del aura especial que emana la situación y lo gozas fuerte. Es un instante que se alarga y lo saboreas leeeentamente. Sabes a que me refiero, ¿verdad? Pues este NO era uno de ellos, pero no porque no valiera la pena, que sí, sino porque eran casi las 20:00 y tenía que ir a pedir de nuevo. Pedir en un festival, tragedia real.
Fui a la barra de antes, que estaba a un trecho, pero como echaba de menos a Joe, mi ánimo seguía erguido y vivaz porque había estrechado una incipiente amistad cliente-coctelero. “Ponme otra de esas, por favor”. Claro, respondió. Mientras me preparaba con esmero la copa de ron, Coca-Cola y vermut, ¿sabéis qué me ocurrió por puro capricho del destino? Sería genial que os dijese que avisté a Mike, el australiano, en la que a la postre sería una de nuestras innumerables aventuras que nunca sucedieron, pero no, lo siento, mi vida no es tan interesante.
El siguiente festi vas a gozarlo igual, pero con otro modus operandi
Recibí un wasap de que mis amigos habían cambiado de sitio en la ooootra punta para deleitarnos con la música chill de Rhye. Aunque ni tan mal. El escenario estaba en un emplazamiento a lo teatro romano. Anduve, los localicé y me hicieron hueco en uno de esos grandes escalones. Brindamos por la vida con gafas de sol mientras el astro que nos iluminaba daba sus últimos retazos con la calma serena del momento.
Esa calma no iba a durar eternamente. Después de que Xènia contara la enésima anécdota desternillante que rozaba lo inmoral, enlazamos The National y Haim. Lo juro, esa combinación de conciertos anima hasta el más desdichado. De hecho, Nuria, una joven cántabra amiga de Carlos, otro de mis colegas, me confesó que cruzaba una de esas lúgubres etapas que solo la música y la buena compañía puede paliar y que por primera vez en un tiempo estaba pasándoselo genial. Ya sabes, una de esas conversaciones sinceras y reparadoras de festival. Otro clásico.
Que si baile por allí, baile por allá. Focos, saltos y manos en alto para despedir al trío de chicas estadounidenses. Hablo de Haim, por si no me sigues. Cuando acabó el concierto, comenzó la desbandada. Unos se quedaban a darlo todo, otros trabajaban al día siguiente y el resto dudamos si unirnos a unos o a otros. Lo tuve claro.
El reloj marcaba las 2:00, ya era hora de marcharse porque el tardeo y la noche habían elevado el viernes de festival a una categoría máxima y no creía que pudiera mejorar. En fin, que comencé mi camino, no sin antes, despedirme de Joe —eso jamás ocurrió—.
Ha sido un día de festival del chill, de risas y bailes, charlas y aventuras que, aunque no entraba en mis planes, nunca olvidaré. Porque sí, cuando iba camino al Tram, me encontré con Mike, el australiano, y comenzó una increíble e inesperada hazaña. Os la contaría, pero eso es otra historia.