Cuando empezaron a aparecer, algunos creímos que en las grandes ciudades todo el mundo se había apuntado a clases de cajón flamenco: proliferaban por doquier personas (chicos, sobre todo) en bicicleta con unos misteriosos cajones negros en la parte de atrás. Después, los cajones pasaron a ser turquesas, y más tarde empezaron a aflorar todo tipo de colores. Mensajeros en bicicleta. Pedidos a domicilio. Mozalbetes de espíritu deportivo pedaleando para que tú tuvieras tu sushi, tu pizza, tus núdels en tu casa media hora después de sentir el antojo.
Flotaba, en aquellos inicios, cierto sentimiento romántico: cientos de bicicletas cosiendo la ciudad, llevando comida allá donde les marcase la app de su móvil. Más tarde se los empezó a ver conversando por fuera de algunos establecimientos de comida rápida, en una reunión entre la camaradería y el cansancio compartido. En los últimos tiempos, circularon fotos de un mensajero de una conocida cadena de reparto viviendo en un cajero automático, con la bici que le daba de comer.
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Ladrón de bicicletas, el neorrealismo español, la precariedad dependiendo de dos ruedas, de que no te roben la bici, de la velocidad, la agilidad, la capacidad de aguantar la presión de cubrir el mayor número de pedidos. Por supuesto, está la vertiente optimista: la libertad de trabajar al aire libre, recorriendo la ciudad. ¿Acaso no es mayor esclavitud, mayor insalubridad, pasar el día sentado, anclado a un sedentarismo crónico, frente a la pantalla de un ordenador? Recuerdo ver, desde mi antigua oficina, a un mensajero que daba vueltas a la manzana, sin lograr encontrar el sitio donde entregar el pedido. Se le veía agobiado. Sin embargo, visto desde la cristalera, él estaba fuera y yo dentro, él era libre y yo no. Obviamente, todo es relativo. Con esto quiero decir que muchas veces hay más precariedad en la luz artificial de una oficina en la que pasas 10 horas al día que en un trabajo más precario económicamente hablando, pero en el que tu cuerpo no se va anquilosando, en el que parece que estás más vivo.
Sara (25 años) no fue mensajera, pero trabajó durante un tiempo en las oficinas de una empresa de mensajería como responsable de equipo. Cuando entró, los mensajeros trabajaban de 12 del mediodía a 12 y media de la noche con dos horas de descanso. “Mi horario era igual- recuerda- con la diferencia de que yo libraba tres días a la semana y creo que ellos sólo uno”.
La precariedad dependiendo de dos ruedas, de que no te roben la bici, de la velocidad, la agilidad, la capacidad de aguantar la presión de cubrir el mayor número de pedidos
Sara afirma que todo lo que vivió allí destilaba explotación, pero recuerda con especial amargura un episodio en particular: “A uno de los mensajeros (autónomo, claro) le hicieron una trampita. El chico, padre de dos hijos, se puso a trabajar en otra empresa de reparto a domicilio al mismo tiempo que seguía trabajando con la nuestra. Ellos pueden hacerlo, ya que les van saltando pedidos en la app y los aceptan o rechazan según quieran. Los de nuestra empresa hicieron un pedido a través de la página de la otra empresa, y, como era la primera semana que estaban abiertos, sólo contaban con dos o tres repartidores. Justamente, le tocó hacerlo al repartidor de nuestra empresa. El chico entregó el pedido en las oficinas porque no le quedaba más remedio, y el director de cuentas, (un pijo de cuidado de familia aristócrata) le empezó a hacer fotos y vídeos mientras se lo entregaba y se iba. Luego, le pidieron al jefe de contrataciones de repartidores que lo despidieran. Luego, esas fotos las compartieron por grupos de Whatsapp para reírse del chico. Hicieron lo mismo con otros”.
No duda a la hora de sacar una conclusión con respecto a las condiciones laborales de los mensajeros que ella conoció: “Es una mierda nauseabunda. A Terelu Campos, Lydia Lozano y Belén Esteban les regalaban crédito de 500 EUR cada no sé cuánto tiempo”, recuerda. Hace unos cuantos años de todo esto, pero Sara sigue sin ver solución a este tipo de trato laboral: “Simplemente, son cosas que no deben ocurrir. Quizás se pueda regular más, porque, cuando yo trabajé allí, no se respetaba en absoluto que fueran autónomos: llevaban la marca por todos lados y ni siquiera les pagaban un plus por exhibir el nombre de la prensa allá donde fueran”. Por lo pronto, a ella siguen debiéndole dinero.
J. Ronald tiene 22 años y trabajó con la misma empresa de mensajería en la que trabajó Sara desde noviembre de 2015 hasta julio de 2017. “Teníamos que ser autónomos y tener bici propia, claro. Nos pagaban 8 euros y medio la hora. Pero realmente éramos falsos autónomos. Cada semana poníamos nuestra disponibilidad y las zonas en las que quisiéramos trabajar a través de una plataforma común y eran ellos los que nos ponían los horarios. Y, por supuesto, no podías negarte a hacer las horas que te marcaran, porque entonces te penalizaban y a la semana siguiente te ponían poquísimas horas o, directamente, no te daban ninguna”, explica.
“No podías negarte a hacer las horas que te marcaran, porque entonces te penalizaban y a la semana siguiente te ponían poquísimas horas o, directamente, no te daban ninguna”
J. Ronald opina que los principales problemas de este trabajo residen en que no se tienen en cuenta el kilometraje ni la peligrosidad (que muchas veces implica lluvia o nocturnidad). “Si tenías un accidente, ellos se preocupaban sólo del pedido, y a ti te decían: esperamos que te recuperes pronto”, recuerda.
Sin embargo, J. Ronald insiste en que, según tus necesidades, el trabajo de mensajero te puede venir bien durante una temporada. “Está bien como trabajo de paso, para salir de apuros en un momento dado, pero no como algo que se prolongue en el tiempo. Y reza por que no te pase nada ni tengas un accidente, claro”, explica.
Si tuviese que reformular las condiciones laborales de las empresas de mensajería, J. Ronald lo tiene claro: “Contrataría a los repartidores, les daría de alta en la Seguridad Social, les pondría una jornada laboral con sus días de descanso correspondientes, un sueldo razonable conforme a las horas trabajadas y derecho a vacaciones y pagas extra. También haría que la empresa fuese quien pusiera la bicicleta y que pagasen un plus de peligrosidad y nocturnidad”.
Joel tiene 28 años y una larga carrera de trabajos precarios. Actualmente, lleva trabajando en una empresa de mensajería de Barcelona desde abril. “Elegí esta empresa por la rapidez: no te hacen ni entrevista. Si quieres trabajar va a la reunión a la que te citan, si está de acuerdo con lo que te dicen, te citan para la siguiente, con la condición de a la siguiente vayas con los papeles de autónomo hechos. Te recomiendan dos asesorías para hacer los papeleos, con las cuales te hacen precio especial. Yo pago en una unos 11 euros al mes. No está mal”, explica.
Según Joel, el problema de las condiciones laborales precarias no está sólo en el sector de la mensajería, sino en todos. “Prefiero trabajar de mensajero a quemarme detrás de una barra o cocinando en un restaurante las mismas horas. En estas por lo menos te reconocen todo lo que trabajas, no tienes que soportar jefes que te explotan o te acosan, ni a clientes que te tratan como un esclavo. El sector de la hostelería no es nada mejor”, afirma. También cree que se ha demonizado a ciertas empresas de mensajería., y que hay que dejar claras ciertas cosas: “Los que nos apuntamos a empresas de mensajería no somos pobres tontos incultos que sucumbimos a los engaños o a la última oportunidad de trabajo. O por lo menos no siempre”.
Joel coincide con el resto de entrevistados en los cambios que habría que realizar en este tipo de empleos, pero remarca que el problema de raíz es el régimen de contratación que se puede permitir la empresa. Y ese régimen está hecho en base a reglas que se hacen desde el Gobierno.
“Ha habido meses en los que he cobrado 800, y en otros no he llegado a 400”, explica. Sin embargo, sabe de compañeros que currando 12 horas al día han llegado a los 2.800 o 3.000 euros aunque reconoce que este no es el caso clásico. “A grandes rasgos, la lógica es más compleja: la explotación se articula con condiciones laborales que a veces pueden resultar cómodas a un perfil concreto: hombre joven sin idea de qué hacer en el futuro, con urgencia económica y con pocos problemas para sacrificar el cuerpo”, sentencia.
Lucía, de 30 años, trabajó durante varios meses, cuando tenía 27, para una empresa de mensajería que cerró al año de abrir. “En los inicios de la empresa hubo una tarifa plana, y, a partir de un número de pedidos ya te pagaban por pedido”, explica. Como en casi todas las empresas de mensajería, en la empresa en la que trabajó les exigía ser autónomos y sacarse el seguro de responsabilidad civil. Al tiempo de empezar, la empresa, sin avisar, empezó a aceptar pedidos fuera de la M-30, lo cual daba lugar a que los trabajadores tardaran mucho en desplazarse de un lado a otro y pudieran hacer menos pedidos.
A pesar de las evidentes dificultades, a Lucía le vino bien trabajar como mensajera durante un tiempo. “Me llevaba, trabajando muchísimo, unos 600 al mes, pero también te ofrecían la posibilidad de dejar unas tarjetas en los buzones. Si la gente luego usaba esas tarjetas que habías dejado, cobrabas algo. Algún mes llegué a ganar 400 o 700 euros sólo con las tarjetas”, recuerda. Antes de terminar, Lucía pone el tristísimo punto final clásico en entrevistados por este tipo de trabajos: La empresa cerró dejando dinero por pagar, llevando además varios meses sin pagar a sus trabajadores. “Por lo que recuerdo, tenían una subvención rollo startup de un año sin la que no podían seguir adelante”, explica. Este último apunte sugiere el horror, la muñeca matrioshka de la precariedad, la pesadilla del emprendedor: el que precariza el trabajo de otros es, a su vez, precarizado por otro más arriba, y así hasta el infinito. ¿Dónde está, pues, el fin de esto? ¿Hay un “malo” y un “bueno”, o sólo es una sucesión de personas intentando ganarse la vida a la desesperada?
¿Hay un “malo” y un “bueno”, o sólo es una sucesión de personas intentando ganarse la vida a la desesperada? ¿Cual es el precio de la comida en casa en 30 minutos?
Como apunte importante diré que escribiendo este artículo me encontré con un muro que no contemplaba: la negación en rotundo por parte de algunos mensajeros a decirme cuánto cobraban. Aunque era un dato indispensable para comprender realmente la situación económica real que proporcionan estos trabajos, la costumbre española de correr un estúpido velo de educación sobre las cuestiones monetarias se vuelve contra nosotros mismos. Ante la respuesta airada de los ofendidos, quise saber exactamente qué era lo que les llevaba a no querer decirme la cifra. Ninguno quiso contestar a esta pregunta. Sólo alegaron que preferían no decirlo. Nada más. Este silencio me resultó más duro y desesperanzador que escuchar las condiciones de trabajo en sí.
Para saber en qué situación nos encontramos, para poder medir el poder que ganamos o perdemos sobre nuestras propias vidas, no nos quedará otro remedio que decir cifras, que iluminar la oscuridad que a ninguna empresa le conviene sacar a la luz. Y observar a las personas que diariamente están a nuestro servicio (teleoperadores, mensajeros, dependientes de grandes cadenas) y preguntarnos cuáles son sus condiciones de trabajo.