El debate por la reputación de Tijuana es infame. Los que piensan que la ciudad es la más americanizada de México discuten hasta quedar sin aliento con los que la ven como la máxima expresión de la mexicanidad por su alta población migrante. Los posmodernistas insisten que la inevitable hibridación de las identidades de ambos lados de la línea es la que define a la ciudad. Estos abogan que el experimento en sincretismo tijuanense ha dado como resultado una ciudad única, definida por su fronterismo y por la migración: mitad norteña, mitad west coast, full chingona.
Esta discusión —si es que en realidad se le puede llamar eso— también incluye la del espejismo de las delicias terrenales. El mito que atrae a miles de personas a explorar los callejones de la ciudad, buscando la cantina (o el club de striptease) perfecta, así como la idealizaron Manu Chao y Bukowski. Esta iteración queda opuesta al Tijuana zona de guerra, donde la Santa Muerte vive en los barrios de la periferia, saliendo para acechar al turista y a participar en la performance de la narco-violencia ritual. La Tijuana maquilera del presente es la versión más reciente de la ciudad, donde miles de obreros viven para montar televisores de plasma para la exportación que se venden a precio de saldo al otro lado de la valla.
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El concepto de Tijuana ha ocultado a la Tijuana que existe realmente: la ciudad atascada entre la frontera, el Pacífico, la falla de San Andrés y el resto del auténtico México. Su encanto, ya sea intelectual, sexual, químico, económico, ilegal o territorial, posiciona a la urbe en un puesto cultural envidiable: como un paradigma y un generador único. Los clichés de la maquila, la frontera, la violencia, las drogas, el arte y los demás temas tan trillados no son el enfoque de esta serie de fotos. Son secundarios a la vida y a la cultura que brotan en esta ciudad de configuración única. Tijuana es como la mayoría de ciudades, excepto cuando no lo es.