El frío se te mete hasta por los huesos, y las incesantes ráfagas de viento gélido te obligan a entrecerrar los ojos mientras el esmog de los camiones urbanos se atasca en la garganta. Adrián, un migrante nicaragüense, carga su mochila deshilachada y la cobija de franela grisácea mientras fuma un cigarro sentado en la vías del tren. A un lado, José Carlos, un migrante de Honduras, come unos tacos —que alguien le regaló— mientras cuelga de su espalda una pequeña mochila azul marino. Ya ha pasado varias veces el tren de carga, pero aún no se atreven a continuar con el viaje más largo de su vida hacia la tierra de los sueños. Están estancados en la ciudad del progreso y la industrialización, conocida también como Monterrey, Nuevo León, una parada cada vez más obligada durante la cual las personas migrantes enfrentan explotación laboral por los empleadores informales y extorsión por la policía municipal.
Es enero y estamos a ocho grados. Adrián, de 40 años —flaco, piel arrugada y ojos cansados— toma un descanso junto a su compañero de viaje José Carlos, un veinteañero con cara redonda y ojos rasgados. Todo el día han estado charoleando —pidiendo limosna— en el crucero de avenida Santa Bárbara, cerca del Río Santa Catarina, donde se separa Monterrey del municipio de San Pedro Garza García, la única zona segura en todo Nuevo León, de acuerdo con el Departamento de Estado de Estados Unidos.
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“Nombre y esto no es nada. En el tren, mira, se te duermen las manos pues es que el tren es puro hierro. ¿Agarrar el tren? ¡Nombre, cállate! El aire helado del tren, el clima helado. El tren es puro hierro; se te rajan los labios de resecos, se te rajan del frío del aire. Luego se te duermen las manos, los pies; te querrás bajar del tren más bien por lo helado”, cuenta Adrián, mientras su cuerpo se contrae con escalofríos.
“Lo que vivimos nosotros, sinceramente, no se lo recomiendo a ninguna persona, al chile, porque sufre bastante uno. Por lo menos ahorita en esta época de frío, que te puede tocar dormir debajo de un puente. O a veces, cuando viene uno en el tren, caen los vergazos de agua. Viene con el frío uno ahí todo remojado como el pollo, aguantando frío, aguantando hambre, sed, porque a veces el tren no se para, día y noche”.
Pero las bajas temperaturas no los disuaden. A pesar que en las últimas semanas el Instituto Nacional de Migración alertó a las personas migrantes sobre viajar al norte, nada desanima a los miles de centroamericanos que vienen huyendo de la violencia y la pobreza. Ni siquiera la nueva dosis de violencia y pobreza que enfrentarán en su camino hacia Estados Unidos.
El viaje siempre da miedo. Está garantizado, durante el trayecto, enfrentarse a delitos como robo, extorsión, secuestro, y agresión física y sexual. Según el último informe de Casa Nicolás, un albergue de migrantes ubicado en el municipio de Guadalupe, de las 999 personas albergadas en 2015, 133 fueron víctimas de delitos y 112 testigos de delitos, siendo robo el más común.
“A nosotros nos ha tocado ver que las violan en el tren, pero uno no puede hacer ahí nada porque ellos se suben con machete, pistola, y uno solo se tira la película, el show”, afirma Adrián. “No puedes hacer nada. Solo mirar y quedarte callado. No has visto nada”.
Las violaciones a derechos humanos que sufren los migrantes centroamericanos en su paso por México son ya habituales; sin embargo, las violaciones que ocurren en Nuevo León se han mantenido opacadas por las situaciones que ocurren mayormente en los estados de Veracruz, Tamaulipas, y Chiapas, consideradas las partes más peligrosas para los flujos migratorios.
Monterrey, junto con su zona metropolitana, se ha convertido en una parada obligatoria para las miles de personas migrantes que buscan llegar a la frontera con Estados Unidos. Sin embargo, después de haber enfrentado robos, extorsiones, e intimidaciones durante su cruce por la frontera sur, al llegar aquí, una de las últimas paradas, tienen que enfrentar una nueva decisión: ¿Seguir en el tren controlado por los cárteles de droga, o quedarse aquí con el riesgo de ser extorsionados por la policía municipal y explotados por sus futuros empleadores?
“Aquí nosotros no podemos pedir porque viene la policía. El pesito que nosotros agarremos, no lo quitan”, dice José.
“Nosotros le tenemos más miedo a la policía que a un ladrón. La policía nos agarra, nos revisa, nos quita todo el dinero, al chile, aquí en Monterrey”, agrega Adrián.
“Ahorita allá abajo nos agarró, nos quitó todo el dinero que teníamos”, continúa José.
A finales del año pasado, la Procuraduría General de la República anunció la creación de la Unidad de Investigación de Delitos para Personas Migrantes y el Mecanismo de Apoyo Exterior Mexicano de Búsqueda e Investigación. Con esto se pretende investigar los delitos cometidos por y contra la población migrante, y conducir la búsqueda de migrantes desaparecidos en el país. Sin embargo, la mayoría de los migrantes no reportan dichos abusos.
Los que se atreven hacen la denuncia en los albergues de migrantes, como en Casa Nicolás, donde la mayoría de los que paran son hondureños. Casi mil personas se hospedaron entre el 31 de enero y el 31 de octubre de 2015, de los cuales un 59 por ciento fueron Hondureños .
Dani y Norlan son algunos de los pocos que estuvieron hospedados en los últimos días del año.
Con 19 años, Dani —delgado y larguirucho con piel tostada y ojos miel— salió del barrio Las Salinas, cerca de Puerto Cortés en la costa norte hondureña, junto con otros tres amigos, y con solo 800 lempiras (unos 650 pesos) en su pantalón. “Como el tren no cobra…”, dice con una sonrisa tímida y su mirada siempre fija en el piso.
Junto con su amigo Norlan, de 20 años, llegaron a Monterrey a mediados de diciembre después de haber perdido a sus otros dos compañeros de viaje en una correteada que les dio migración en Salto de Agua, Chiapas, donde también fueron asaltados. Después, llegaron a Coatzacoalcos, Veracruz, donde los mareros les quitaron 200 pesos a cada uno para subirse al tren, que no es tanto ya que usualmente cobran por arriba de $100 dólares, como a José Carlos que le quitaron $150 dólares.
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“Luego Tierra Blanca, después Córdoba, donde nos quedamos en la calle durmiendo, después Orizaba, ahí sí está frío, nos cubrimos con bolsas y cobijas, uno contra otro, para el frío”, narra Dani. “Después Puebla, Lechería, Huehuetoca, ahí nos quedamos en la casa del migrante dos días. Después para San Luis Potosí, pasamos por Saltillo, y ya nos bajamos acá”.
Se bajaron del tren en el municipio de Escobedo, en Nuevo León, para juntar un poco de dinero antes de continuar. Se quedaron esperando cinco días, y aunque el tren sí pasaba, paisanos les advirtieron que miembros de los cárteles del Golfo y de los Zetas les iban a pedir una cuota para poder seguir con el viaje.
“En uno [tren] que venía de regreso, había un hondureño con una zeta en la carne de la panza, marcada con un cuchillo. Estaba muerto, como que ahí lo mandaron”, recuerda Dani, mientras esconde sus manos en las mangas de su sudadera azul. “Este es el último tren que uno agarra, en camión ha de estar dos, tres horas, pero te baja migración, y ya te regresa a Honduras, a lo mismo. Tienes que ir con una clave; imagínate, hay que pagar dos mil o tres mil dólares a los Zetas para que te dejen pasar, y luego al coyote”.
Norlan, sentado en una banca con su pantalón de mezclilla, playera azul oscuro y cachucha amarilla, interrumpe a Dani para hablar de su hermano mayor quien desapareció hace dos años en Nuevo Laredo. Aunado a los asesinatos y los secuestros, los migrantes en tránsito enfrentan el riesgo de ser desaparecidos. Sin dejar ningún rastro, según estiman organizaciones civiles, más de 70 mil migrantes han desaparecido.
“Mi mami hablaba con él, y luego un día ya no habló”, cuenta Norlan mientras acaricia el rosario blanco de plástico que cuelga de su cuello. “Ya no supimos nada de él”.
Acá también hay explotación laboral
Dani y Norlan veían a los que salían de su barrio y ya no regresaban. Después de dos meses de ver a gente irse y buscar trabajo donde no hay, agarraron el valor y se fueron. Norlan —de estatura promedio, ojos aguileños, cara angulosa— afirma que ya estaban aburridos de no encontrar trabajo. Pero ahora, tienen un reto parecido acá: encontrar trabajo para poder pagar la cuota que imponen los cárteles.
Por las mañanas, como a eso de las siete, llegan camionetas a la acera elevada del oxxo que está enfrente de Casa Nicolás buscando mano de obra barata. Ayer llegó el de los tomates. Un señor en una troca se llevó a seis personas, incluidos Dani y Norlan, a la pizca de tomate donde la cubeta se paga solo a cinco pesos.
“Salimos a las 7 y regresamos a las 7. Es que estaba como a una hora de aquí. Hubo unos que sacaron 20, otros 30, yo hice 40 [cubetas]”, explica Dani, mientras se soba la espalda baja. “Solo que la columna te duele, vas agachado, sientes como que la columna se te va a quebrar.”
El señor de los tomates regresó a la mañana siguiente, pero ya ninguno de los seis quiso ir después de que el día anterior le tuvieron que rogar para que los regresara a la casa. Entre las anécdotas laborales que se escuchan en el albergue, la mayoría se queja de malos pagos y engaños, pero su situación los obliga a tomar el trabajo, sea cual sea.
Algunos días no sale trabajo y se ven obligados a charolear, como José Carlos y Adrián, para conseguir dinero aunque sea para un taco. Dani y Norlan nunca se imaginaron pidiendo dinero; “ni una lempira pedí en Honduras”, aseguran los dos. Pero, aquí, desde que cruzaron la frontera sur, se han visto obligados: en cada estación del tren, hay que pagar cuotas.
Hace más de un mes salieron de casa. Un mes de pasar hambre, frío, y miedo…bastante miedo, como diría Dani.
“Ojalá Dios quiera que llegue allá. Aunque me quede aquí, mi meta es llegar allá”, declara Dani, con un poco de duda, sin ninguna idea de cómo conseguir el dinero. “Unos tienen familiares allá [Estados Unidos] y les ayudan, pero los que no tenemos a quién, se nos hace más difícil…y así, así es la vida del migrante”.