En algún lugar hace unos días leí que alguien comparaba el dolor compartido del 11M con el que sentimos cada día durante esta pandemia. El 11 de marzo de 2004 yo vivía en Madrid y tenía 11 años. Recuerdo las caras estremecidas de mis padres nada más despertarme, su incapacidad para explicarnos a mi y a mi hermano lo que había pasado, su enfado. Recuerdo llegar al colegio y que faltasen algunas profesoras y compañeras. Era un centro pequeño y se notaba cada ausencia. Todas estaban bien nos dijeron, pero no todas estaban allí presentes, las respiraciones fuertes y profundas, el silencio en los pasillos. Así que el director imprimió la letra de una canción y salimos a cantarla en la puerta.
El 11 de marzo de 2004 hubo 10 explosiones en cuatro estaciones de Madrid: el atentado terrorista más sangriento de nuestra historia. Después vinieron once millones de personas exigiendo la verdad al Gobierno en varias manifestaciones, la sangre y las lágrimas que abrieron periódicos y telediarios, los intentos de hacer justicia, el luto colectivo y más de una decena de monumentos en recuerdo de las víctimas. Lo que ocurrió el 11M ha inspirado libros, poesías, películas y canciones. Nadie que yo conociera murió aquel día, pero sin duda sentí –y sentimos– que el dolor ante las muertes era compartido, no solo era por solidaridad, sino por el daño producido y por lo injusto de ese daño.
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El 11M fallecieron 191 personas y más de 2000 resultaron heridas. Tan solo el domingo 19 de abril murieron 410 personas por la COVID-19, que se suman a las más de 20 000 víctimas solo en España, y tanto el Gobierno como nosotros celebramos la noticia. Por supuesto, la diferencia de contexto es determinante, y plantear una contraposición sin más sería pura demagogia, pero lo cierto es que esta comparación puede servir para advertirnos de la gravedad del momento, del enorme dolor que tantas muertes están causando, y nos obliga a preguntarnos por el tratamiento público que estamos dando a ese dolor.
“Siento que a partir de una cifra y tan de seguido se produce un bloqueo en la toma de conciencia, es inaudible, lo escuchas pero no lo procesas. Y es ahí donde se está creando el trauma, el shock no podemos digerir ese goteo continúo de víctimas como lo que es”, me explica la escritora Silvia Nanclares, que hace tan solo unos días escribió sobre la pérdida de una amiga de su madre, sobre las bajas en ese “ejército de nadies”.
“El 11M fueron casi 200 víctimas y muchas familias afectadas, y en su día las sentimos como propias, podías empatizar con el dolor. Ahora no siento eso, no puedes conectar a no ser que sea un caso que te toca personalmente. Llegado el punto en que algunas no son concebibles a nivel individual, dejamos de poder relacionarnos moralmente con ellas”.
“Siento que a partir de una cifra y tan de seguido se produce un bloqueo en la toma de conciencia, es inaudible, lo escuchas pero no lo procesas”
Si las cifras vacías de nombres deshumanizan es porque, al menos a nivel simbólico, borran las historias de quienes mueren. Solventar un vacío como este fue lo que llevó, por ejemplo, a la periodista Noemí López Trujillo a contar las historias de las mujeres asesinadas por violencia de género: “nombrarlas a cada una de ellas era nombrar una realidad, la de la violencia machista”, contaba en La Marea, explicando la importancia de resignificar públicamente ese dolor, de exponerlo en palabras. “El conjunto formaba una memoria colectiva, un intento de pronunciar un nombre una y otra vez para rescatarlo, para salvarlo, una forma de decir: esta persona existió”.
No debemos olvidar que, en el caso del coronavirus, se nos ha arrebatado también la posibilidad de realizar ritos sociales en torno a la muerte –las horas en el tanatorio, recibir abrazos de pésame, un funeral con los allegados y unos días, aunque sean escasos, para estar en casa sin trabajar– y que esto agrava la incomprensión de la pérdida y el sentimiento de vacío.
“No se trata solo de lo que sucede después de la muerte, sino antes. Todas tenemos derecho a estar acompañadas en ese momento por alguien de nuestra círculo afectivo, a ser informadas de que vamos abandonar la vida, a que nuestras familias sepan cómo estamos, a no estar aisladas, sin las condiciones paliativas mínimas”, continúa Nanclares, “y todo esto me consta que, por ejemplo, en el contexto de las residencias de mayores de la Comunidad de Madrid no se están dando por falta de medios. Esto es traumático, no solo para las personas y las familias afectadas, sino para toda la sociedad”.
Además, cuando no se da una muerte en las condiciones que consideramos dignas, también le restamos valor a las vidas de esas personas. Algo que hoy, en mayor o menor medida, nos encontramos en aquellos planteamientos que devalúan la vida de las principales víctimas de esta pandemia, las personas mayores. ¿Cuántas veces hemos escuchado el “ah, pero tenía patologías previas” o un “ah, pero tenía ya 80 años” como un atenuante frente a la muerte de esas personas?
“La manera en que se distribuye el duelo público es una cuestión política de primer orden porque dirige los afectos, lo que es apropiado sentir”
Como explica Judith Butler en su libro Marcos de guerra, el hecho de que una vida sea públicamente percibida como “digna de ser llorada” depende de los marcos sociales mediante los que reconocemos su valor: solo lamentamos las pérdidas de las vidas que previamente se ha establecido que merecían protección y eran valiosas. Por ello, la manera en que se distribuye el duelo público es una cuestión política de primer orden porque dirige los afectos, lo que es apropiado sentir, las pérdidas que merecen dignidad y homenaje.
Butler pone como ejemplo el tratamiento desigual que se dio a las víctimas de los atentados del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas: ni las vidas queer ni las de los trabajadores ilegales que no tenían nacionalidad estadounidense ocuparon los obituarios en los periódicos, ni tampoco su dolor se compartió en la escena pública.
Pero en el caso de una pandemia como la que estamos sufriendo, ¿qué significa este reconocimiento público ante el dolor? ¿Tiene sentido reclamar a las instituciones para tratar de poner en valor esas vidas y tratar de resarcir el daño causado?
“Yo no creo que la gente reclame ahora una reparación, yo creo que somos conscientes de la terrible situación de emergencia, pero creo que al mismo tiempo existe cierta ira de muchas personas que han perdido a alguien o incluso de cualquiera ante la torpeza de gestión sanitaria, ira ante la muerte”, expone el filósofo Carlos Thiebaut, quien en distintas publicaciones ha abordado la cuestión de la reparación de las víctimas, de la importancia de lo que llama “clausurar el daño”: cuidado, reconocimiento y memoria de las heridas.
“No podemos pedir perdón por el virus, es absurdo, pero sí deberíamos hacer una crítica”
En primer lugar, Thiebaut apunta que es difícil extrapolar las ideas que han servido para otras tragedias, como las causadas por el terrorismo o la guerra, “en el caso de la pandemia actual no estamos ante un acto intencionado de alguien, sino ante una constatación de la fragilidad de la vida humana y de la vida en el planeta, y consiguientemente los duelos deberíamos compararlos con los duelos por una catástrofe, algo que estaba ahí y nos ha venido de golpe”.
Pero a continuación, también advierte que es imprescindible matizar estas palabras, puesto que aquí también hay argumentos contundentes para afirmar que podríamos haber evitado tanto daño, “ahora podemos decir, y no podíamos haberlo dicho hace 100 años con la gripe de 1918, que se podrían haber tomado medidas de salud pública de forma más eficiente. Esto es muy importante para saber cómo procesar el duelo del virus: no podemos pedir perdón por el virus, es absurdo, pero sí deberíamos hacer una crítica”.
Por estas mismas razones, Silvia Nanclares defiende la necesidad de hablar de justicia, “solo la así se repara esta herida”. Sin embargo, considera que es importante separar el rol estatal del plano social: “las instituciones deben rendir cuentas, el duelo es una labor colectiva que se dará de otro modo, a lo largo del tiempo, y que no puede ser apropiada por las primeras”.
Por su parte, Carlos Thiebaut apunta que cualquier tipo de posible acto público de reparación debe ser también un ejercicio político, de prevención frente a nuevas tragedias parecidas: “deberíamos expresarles a estas víctimas no solo nuestra solidaridad, sino nuestra condolencia, decirles me apiado de tu dolor; y también no paliar la rabia, tratar de que las causas de esa rabia no se repitan en el futuro. Al final la clausura del daño en términos generales se resume es esto: que no vuelva a pasar. ¿Qué sentido tiene ahora esa expresión? No que no vuelva a pasar el virus, porque seguirán pasando, pero que no vuelva a pasar nuestra torpeza para gestionarlo, que no vuelva a pasar nuestro no atender a las llamadas de advertencia que había, y eso es lo que acompaña a las víctimas, nadie te va a devolver a tu madre o a tu padre aunque sea lo que desees, no somos ingenuos, ahora estás pidiendo que no vuelva a pasar”.
Reconocer el dolor de la pandemia, ponerles nombres e historias a las cifras, pedir que no vuelva a pasar: todo esto forma parte del complejo trabajo que es asumir socialmente el dolor ante la muerte, resarcirse ante el daño producido; un trabajo que no puede desligarse de la necesidad de encontrar una narrativa para ese dolor, porque este opera siempre en marcos mentales y de valor, que dignifican o menosprecian las vidas de las víctimas, que facilitan o obstruyen la solidaridad y la comprensión de los demás.
“Reconocer el dolor de la pandemia, ponerles nombres e historias a las cifras, pedir que no vuelva a pasar: todo esto forma parte del complejo trabajo que es asumir socialmente el dolor ante la muerte”
Quizá todo esto se entienda mejor con lo que explica Brigitte Vasallo en un ensayo reciente, que si bien no tiene nada que ver con la crisis sanitaria, nos ayuda a entender la necesidad de encontrar un lenguaje común ante el daño para hacerlo comprensible y poder superarlo. Tras la muerte del escritor Juan Goytisolo, Vasallo cuenta como para poder legitimar su dolor a ojos de los demás, tuvo que recurrir a la etiqueta de “padre” para que los demás entendieran su dolor: “Lo hago así porque nadie entiende mi duelo si no le pongo una etiqueta legítima, algo que justifique que lleve meses metida en la cama llorando y medicada por depresión”, decía, y reflexionaba también sobre lo difícil que se hace no poder cerrar esa herida: “¿Dónde iré yo a cerrar nuestra etapa para poder empezar otra cosa? ¿Cómo le cuento yo a la gente quién se me ha muerto para que entiendan que yo no puedo con esto, que me preparé a conciencia y al final no estaba preparada porque no hay forma de ponerse aquí?”.
La reacción tras el 11M fue abrumadora. Todos pudimos nombrar ese dolor porque había una gramática clara de víctimas y culpables: la metabolización del daño fue inmediata. Pero en el caso del coronavirus, la cuestión de cómo resarcirnos socialmente sigue siendo incómoda, una herida abierta, que nos obliga a seguir los interrogantes que abre Brigitte Vasallo sobre la forma de explicar y explicarnos el sufrimiento por la muerte de nuestros seres queridos: cómo vamos a contar esta tragedia, qué vamos a hacer con el dolor.