Distintas productoras de hoja de coca han comenzado a hablar de sus propias experiencias de violencias contra la mujer y generar un espacio de escucha para ellas mismas en La Asunta, el municipio con mayor producción de hoja de coca de Bolivia, según el monitoreo de cultivos de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNDOC, 2018). Si bien sus esfuerzos no han sido visibilizados, estas historias de mujeres muestran cómo ellas transforman sus territorios al contrarrestar dinámicas de violencia, crear vínculos comunitarios y abrir nuevos debates en torno a la dignidad y equidad.
La voz de mujeres cocaleras
En una habitación repleta de libros, amontonados entre la cama, el piso y los estantes, vive Estela Ramos Apaza. A sus 18 años tuvo que dejar la escuela. Deseaba que sus ovejas muriesen para ya no tener que ocuparse del campo y poder seguir estudiando. Había derramado tantas lágrimas que a los 24 años su familia decidió que, por su bienestar, debía terminar sus estudios. Sólo ocho años después, su padre y su madre por medio de sus cocales, pagaron los costos del internado para emprender la carrera de agronomía en la Universidad Católica Boliviana con sede en Carmen Pampa, a seis horas de La Asunta. Consiguió titularse como agrónoma y, desde entonces, ha ocupado cargos en los sindicatos cocaleros.
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Ha llegado a todos los rincones de Bolivia con la aspiración de formarse como lideresa cocalera para impulsar el cambio social en su territorio y luchar por los derechos de las mujeres. Ella busca eliminar la violencia contra las mujeres, cuya presencia ha sido omitida dentro de los debates de la hoja de coca en el país. Con una energía vital fascinante, ha constituido los primeros seminarios dedicados para la formación del liderazgo de mujeres cultivadoras en su municipio.
El 12 de diciembre de 2020 organizó el “Encuentro de Mujeres en contra de la violencia, en defensa del medio ambiente y la coca”.
—Somos invitadas en nuestro propio territorio— expresó frustrada cuando se le informó que, pese a que la alcaldía se había comprometido a brindar el espacio para el encuentro, ya no podía realizarse en sus instalaciones.
Virginia Woolf también lo decía: las mujeres no tenemos patria.
Aun así, Estela encontró alternativas a la negación institucional, alquiló un restaurante para llevar a cabo el encuentro entre mujeres. En medio de un calor que impregnaba la sala, treinta representantes de distintas comunidades llegaron a escuchar su voz. Se sentaron en círculo, acomodaron a sus hijos y comenzaron a pijchar, mascar sus hojas de coca.
—Me he sentido sola— cuenta Estela a las mujeres en relación a su nuevo trabajo como concejala en la alcaldía. Comentó que los presupuestos destinados a políticas de género eran ejecutados en otros ámbitos sin ningún tipo de consulta.
—Hermanas, no nos podemos dejar hacer eso, que nos quiten lo poco que nos dan— alarmaba Estela reflexionando sobre su propio contexto. Se hacía evidente que las mujeres eran la última prioridad de los gobernantes. De acuerdo al estudio de la cooperación internacional alemana GIZ y Open Society Foundations, el hecho que las experiencias de las productoras de hoja de coca sigan siendo desconocidas hacen que las políticas de drogas en territorios cultivadores no aborden las necesidades de las mujeres. Ahí la importancia del diálogo gestado por el compromiso de Estela en dilucidar la violencia contra las mujeres y su ímpetu de transformación.
Estela lleva muy poco tiempo trabajando como concejala pero su voluntad ya ha generado espacios de debate y cambio. Con enorme esfuerzo, pudo reunir fondos de la alcaldía para realizar diez seminarios en distintas comunidades. En noviembre de 2020, más de 300 mujeres participaron en los talleres de “Liderazgo, Género y Oratoria”, la primera iniciativa para la formación política de la mujer cocalera en La Asunta.
—Hasta ahora sólo se han hecho cursos de repostería y costura para mujeres, en cambio a mí me gusta promover lo que está aquí— dice Estela señalando su cabeza. Después de viajar durante diez días hasta las comunidades más alejadas, Estela escuchó y observó a mujeres con potencial para ser lideresas sociales y muchas de ellas fueron quienes asistieron al Encuentro.
Gladys Achá, expositora de los seminarios y abogada feminista paceña, relata que en estos espacios las participantes contaron hasta las lágrimas sobre el cansancio de sus cuerpos, el agotamiento de sostener a sus familias, cuidar a sus hijos, lavar, limpiar, cocinar, cosechar coca y, de vez en cuando, ejercer un cargo sindical.
Tienen un rol fundamental para el bienestar de sus comunidades y también poseen el deseo de ser escuchadas, esgrimir sus pensamientos con las entonaciones de su propia voz.
Durante el Encuentro, todo el tiempo había manos levantadas pidiendo la palabra para dialogar sobre sus experiencias. Reflexionaron críticamente acerca de la exclusión que han vivido. En esos momentos emergían alternativas para construir entornos diferentes.
Muchas comentaron que su ausencia en los procesos de toma de decisiones se debía al miedo que sentían, un temor gestado por la vergüenza que otros dirigentes les infundían.
—Cuando participamos muchos dirigentes cortan nuestra palabra, silban humillando nuestros comentarios— decía Emma Sonco y añadía —siempre me ha parecido terrible que más del 80% de los dirigentes en las asambleas sean hombres—.
—A muchas asambleas ya ni nos convocan a las mujeres— se quejaba Faustina Carreño.
— ¿Qué solución existe para esto, cómo propiciar el cambio?— preguntaba Estela, quien nunca interrumpe la palabra, pero su voz proyecta firmeza con un talante de intenciones seguras.
Un deseo de cambio germinaba en el diálogo entre ellas.
—El apoyo entre mujeres es necesario en nuestras centrales para que así nos escuchen más— dijo Emma proponiendo la sororidad frente a prácticas que las rebajaban públicamente.
—Del machismo hay que hablarles también a los hombres— manifestó Faustina deliberando que los talleres sobre violencia hacia la mujer debían incluir a ellos para su concientización.
—A veces siento que nos roban nuestras ideas, por eso tenemos que aprender a hablar bien— sugería Rocío Ramos. “Hablar bien” no es un tema de falta de habilidad, sino una cuestión de seguridad para afinar y alzar sus propias palabras y no dejar que acallen su voz. Es decir, romper el miedo.
Pero estas mujeres no eran temerosas, todo lo contrario. Había un deseo de participación y reciprocidad del diálogo que motivaba sus constantes intervenciones. Entre ellas sus palabras fluían, expresaban sus pensamientos de formas fascinantes y sus comentarios eran más que pertinentes. Pedían más acontecimientos como éste, tener más espacios para seguir forjando su participación y luchar contra la violencia.
Todas afirmaron la urgente necesidad de saber más sobre la violencia física, psicológica y política que las afecta y así poseer más herramientas y posibilidades para eliminarla de sus vidas. Entonces, escribieron en una cartelera: “Para realizar el cambio debemos capacitarnos mejor”.
Estela y Gladys plantearon la posibilidad de formar a promotoras comunitarias cocaleras para prevenir la violencia hacia la mujer, generar sensibilización sobre ésta y promover más espacios de mujeres en favor de sus derechos. Más de veinte de las participantes dieron su compromiso para convertirse en promotoras de las centrales a las que pertenecen, las organizaciones que agrupan a varias comunidades.
Esta solución resulta crucial porque la violencia doméstica está presente en sus vidas y una de sus mayores demandas es detenerla, para evitar casos como el de Myriam Choque, quien está clasificada con tres letras y siete números en las carpetas del Estado boliviano: ASU-2000046.
Los documentos de su caso relatan que se suicidó bebiendo el pesticida que utilizaba para fumigar sus plantas de coca en la comunidad de Nueva Florida, La Asunta, en plena cuarentena nacional por el COVID-19. En dos ocasiones anteriores, Myriam había denunciado que su pareja la golpeaba.
Hematomas en el cuerpo. Golpes en el pecho, espalda y tórax. Dificultad para moverse y respirar. Estrés postraumático: alto. Así describía la evaluación médica del Servicio Legal Integral Municipal (SLIM) su estado físico y psicológico cuando fue a denunciar por última vez.
David Chacaque, el abogado que había llevado el caso, dio orden directa de aprehensión. Él había escrito con letras mayúsculas “PARA EVITAR POSIBLE CASO DE FEMINICIDIO”. La Asunta tiene sólo un fiscal con demasiadas demandas que atender, tantas que los días pasaron, la captura policial no pasó y llegó la fecha de la muerte de Myriam. El esposo se acogió al derecho al silencio y su caso fue declarado como suicidio.
El fiscal de turno mencionaba con una normalidad aterradora que todas las semanas hay mujeres denunciando al SLIM casos de violaciones sexuales, aunque muchas abandonan el proceso. La lejanía de las comunidades, la falta de recursos y el miedo hacen que muchas mujeres no manifiesten la violencia y los abusos que viven.
A pesar de este silencio, surgen con fuerza voces femeninas encontrando soluciones, mujeres con iniciativas que van superando la violencia. En el Encuentro, cultivadoras de coca gestaron alternativas para vivir en escenarios más dignos y reclamar su existencia como mujeres.
Desde que una nueva ley de la coca fue adoptada en 2017 en Bolivia, se amplió el número de hectáreas legales a nivel nacional. Sin embargo, algunas regiones de cultivos de coca fueron declaradas como excedentarias, dentro de las cuales están ciertas zonas de La Asunta. Esto ha ocasionado conflictos en los últimos años entre el gobierno nacional y las centrales sindicales que agrupan a distintas comunidades (France24, 2018). En medio de estas tensiones, mujeres cocaleras crean escenarios para dar a conocer sus propias demandas, esfuerzos que están impulsados por sus propias experiencias, historias de vida con resiliencia.
La fortaleza
En las faldas de las montañas de la comunidad de Calisaya, Faustina Carreño no paraba de moverse. Conversaba mientras daba de comer a las gallinas, escuchaba la radio, cocinaba y secaba su coca aprovechando el sol de la mañana. Su cuerpo tenía una energía sorprendente para una mujer de setenta años.
—La coca no me vence, soy más fuerte— resalta Faustina en el único momento que nos sentamos a pijchar, con su ímpetu resiliente a las dificultades de ser madre soltera, cultivar coca, comercializarla y, además, ser dirigente de la central de mujeres de Calisaya. En 1996, uniéndose a las cocaleras de la región del Chapare, Faustina hizo parte de las movilizaciones de mujeres contra de la violencia militar de los “Leopardos”, agentes estatales que eran parte de la guerra contra las drogas. Junto a otras mujeres, ella ha luchado por dignificar la vida en territorios cocaleros.
Relata que su padrastro la obligó a casarse a sus 18 años con un hombre 22 años mayor a ella.
—Me han vendido. Me he querido escapar y me han echado llave en mi casa— contaba Faustina mientras cocinaba. Un día subió a un bus con sus ocho hijos, prefirió dejar todos sus cultivos de café en Irupana, un municipio aledaño, y abandonar esa vida a lado de su esposo. Poco a poco fue comprando tierra en la comunidad de Calisaya, cultivó coca, construyó su hogar e hizo que todos sus hijos e hijas terminaran el colegio, algo que para ella no fue posible.
En un 2020 de cuarentenas y restricciones por la pandemia, ha ejercido un rol de sanadora de su comunidad con un ungüento que, según nos cuenta, puede sosegar el dolor en los pulmones. Debido a las precarias condiciones de los centros de salud en La Asunta, muchas personas que han tenido síntomas de COVID-19 no pueden saber si se trata de este virus. Tampoco les es posible comprar los medicamentos necesarios por los altos costos. Hecho de coca, cebos de animales y distintas hierbas de la zona, su ungüento está sirviendo como posible alivio a varias familias en Calisaya. Con su origen indígena aymara, ella conoce secretos de la medicina tradicional.
Al otro extremo de Calisaya, Noemí Prieto también tuvo que innovar sus formas de vida por los efectos del COVID-19 en la comunidad de Alto Charobamba. Por la ausencia de movimiento y, por tanto, de ingresos, ella y su esposo crearon huertos sembrando alimentos en medio de sus cultivos de coca.
Invitándonos a probar las nuevas formas de consumir hoja de coca que tiene sabor a menta y chicle, ella relató que la primera vez que ejerció un cargo como secretaria de actas de su comunidad, su marido llevó a cabo la reunión por ella. El enojo por ser reemplazada y no poder enunciarse la invadió y algo parecido habita hoy en ella. Es secretaria de transporte y dirigentes la humillaron por retrasos en la organización del tractor para la mejora de la vía.
—No sabes trabajar, no sabes manejar gente, que dónde está tu esposo, que él tiene que venir al trabajo, tú como mujer no vas a hacer nada— cuenta Noemí que así la insultaban.
—Como mujer también puedo hacerlo— les respondió con toda la entereza necesaria. Ella sueña con seguir siendo dirigente, promotora y alentar a más mujeres a cambiar sus vidas. —Quiero orientarme más, quiero saber más para ayudar aquí a las mismas señoras, ayudar en todo lo que yo pueda—.
Siguiendo las historias de las mujeres del Encuentro, entre paredes rosadas de la última casa de la comunidad de Chamaca, nos recibió Érika. Por la lluvia, no había ido los cultivos de coca como normalmente lo hace todos los días, de ocho de la mañana a seis de la tarde.
Ella es una de las mujeres quien también se formará como promotora comunitaria. La conmovieron los procesos de diálogo entre mujeres cocaleras. —Era muy fuerte para mí porque las mujeres han ido expresando lo que han vivido— relata Érika reflexionando sobre cómo las mujeres son más fuertes a las adversidades que experimentan y las maneras en las cuales superan la violencia, al igual que ella.
Dejó a su pareja porque él comenzó a ponerle restricciones. No la dejaba salir, jugar fútbol con sus amigas ni ver a su familia. —Después de vivir durante tres años, yo decido alejarme de él. No fue fácil tomar la decisión—. Érika sentía que se convirtió en una pertenencia, ya no había una relación entre dos personas sino formas de posesión. Ahora un cartel que dice “Soy mujer y amo el fútbol” está en letras grandes en su habitación, donde también duerme su madre, Verónica, sus dos hermanas y dos sobrinos.
Érika, su hermana y su madre, después de haber sufrido violencia doméstica, están nuevamente reunidas en el mismo hogar para encontrar afecto y seguridad. Sus historias van por los senderos de la conciencia sobre el cuerpo, el deseo de la vida y la distancia con la violencia.
En su transitar, también su vida está en los cocales.
Cuando ya no llovía nos dirigimos al terreno de Verónica, en una cima de montañas yungueñas rodeadas del verde de la coca y el blanco cercano de las nubes. Los cultivos estaban vacíos pero un día sin lluvia las parcelas estarían llenas de campesinos porque para cosechar coca se necesitan múltiples cuerpos dedicados a la producción. Sin embargo, la familia de Érika no puede pagar a jornaleros. La cantidad de tierra que poseen no les da el dinero necesario.
—Yo siempre me quedaba jornaleando. Así me he hecho crecer, no tenía nada. Esos últimos años, ni cuando mi papá me ha dado un pedazo, he dejado de trabajar— cuenta Verónica quien sólo tiene acceso a la parcela que le heredó su papá para toda su familia.
Como solución a que sus cocales sean rentables, ella y su familia participan en el ayni, una forma de intercambio económico ancestral basado en la reciprocidad de las acciones, la mutualidad y las relaciones comunitarias. Unos días a la semana trabajan en tierras de otras familias y, cuando les toca, las personas a quienes ayudaron en sus cosechas van a trabajar a su terreno y así pueden tener suficiente producción para la venta.
Pero los sueños de Érika no sólo radican en dedicarse únicamente a sus cocales. Obtuvo una beca en la Universidad Mayor de San Andrés de La Paz. No pudo realizar el proceso por la pesadilla de la burocracia y lo carísimo de adquirir todo el material que requería.
—Quisiera escribir libros, quisiera escribir poemas. Hay muchas cosas que escribir. Al menos quisiera escribir la historia de aquí, de las siembras de la coca— expresa Érika su anhelo de querer estudiar Literatura pues los libros le ayudan a existir.
A pesar de las dificultades, hay esperanza.
Najhely Bustamante sorprendió a todas por su elocuencia, su rigurosidad al hablar, su nivel de análisis y cómo miraba a los ojos de sus interlocutoras. Ella tiene 13 años y ayuda a su familia en las cosechas de coca. Su madre, Viviana Delgado, también la miraba absorta en sus discursos, llena de orgullo.
Viviana dice que su gran demanda es que se construya una escuela secundaria en su comunidad, San Martín. Allí sólo hay primaria y Najhely tendrá que vivir sola en otro lugar para terminar el colegio, como miles de niños en las áreas rurales bolivianas deben hacer si desean seguir estudiando. Con su gran amor, Viviana medita seriamente la posibilidad de dejar San Martín e irse con ella. Su cariño abraza a su hija y, con tanta ternura, es posible pensar de dónde viene la seguridad de Najhely que dejó boquiabiertas a las mujeres del Encuentro.
“Najhely nos ha dado cátedra a las hermanas mayores, su conversación, su conocimiento es increíble”, dijo Estela en un programa de Radio Fm Coca La Asunta, destinado a que se pueda difundir las demandas y soluciones que surgieron en el Encuentro. “En cada central hay niñas destacadas, hay que apoyar porque las líderes no nacen solamente, también se forman”, continuaba Estela exponiendo a Najhely como un ejemplo de esperanza.
El Cambio
Espacios de mujeres como el Encuentro hacen perceptibles experiencias de violencia, lucha y resiliencia de mujeres productoras bolivianas. A pesar de la presencia de violencia en sus vidas, ellas construyen alternativas y transforman los lugares que habitan promoviendo la equidad. Sus voces fracturan la histórica estigmatización que ha recaído sobre la producción de la hoja de coca y sobre las mujeres que la cultivan como modo de subsistencia.
Estela Ramos es una lideresa social que convoca el cambio y genera encuentros entre mujeres, donde ellas narran sus experiencias y emergen soluciones, como la formación de promotoras comunitarias y el incentivo de vínculos de sororidad para vivir con más dignidad.
Estas historias muestran el ímpetu que tienen por salir de la violencia y ser escuchadas. Mientras cultivan coca, cuidan de sus familias y buscan estar presentes en los espacios de toma de decisiones, ellas van construyendo sociedades más justas.
El presente reportaje fue posible gracias al Fondo para Investigaciones y Nuevas narrativas sobre Drogas otorgado por la Fundación Gabo y Open Society Foundations.