“En México no le tenemos miedo a la muerte”, me dice Guillermo Jiménez. “Sufrimos, lloramos por la pérdida, pero nos consolamos al saber que tenemos la oportunidad de recordarlos en noviembre, todos los años”. Él es el presidente de Hermanos Jiménez, una compañía ubicada al norte de la Ciudad de México que desde 1920 se especializa en hacer calaveritas de azúcar, símbolo de la celebración más bonita de México: Día de Muertos. “México es un país muy rico en cultura y tradiciones —dice—. Nuestro concepto de la vida y de la muerte, a la que celebramos, nos da identidad y nos identifica en todo el mundo”.
Día de Muertos es quizá la fiesta más importante para los mexicanos. Honramos el recuerdo de nuestros familiares y amigos fallecidos al visitarlos en los cementerios y ofrendarles sus comidas favoritas en los tradicionales altares, hermosamente decorados con flores de cempasúchil, papel picado de colores y velas. La fiesta varía según la región de México. En algunos lugares, como en Michoacán, se celebra el ritual del “Muerto Nuevo”, en el que se prepara ingente cantidad de comida y se vela la ofrenda durante toda la noche. En Oaxaca, la gente come en los cementerios, donde hay música, baile, risas, una auténtica fiesta. Pero lo que siempre, siempre, siempre está presente son las calaveritas de azúcar.
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Juana, una de las vendedoras de calaveritas de azúcar de La Merced, barrio tradicional de México ubicado en el corazón de la capital, me explica la teoría de ofrendar comida a los muertos: “La comida no se pudre —dice—. Ni siquiera la carne o las frutas pierden su color, pero si las pruebas al otro día no tienen ningún gusto”. Esto se cree porque los muertos “absorben” el sabor de las comidas que se les ofrendan; sin embargo esto no ocurre con las calaveritas de azúcar. “¡Oh, no sé qué sucede con ellas! —dice Juana—. Creo que el azúcar es inmune a los espíritus, porque lo dulce permanece y hasta se intensifica”.
Guillermo también me cuenta que en esa década aparecieron muchísimas fábricas de calaveritas de azúcar. “Todo el mundo quería hacerlas —dice—. De hecho nos copiaron los diseños; pero ahora ya quedan muy pocos que se siguen dedicando a esto. Crecimos con las calaveras, por eso quisimos seguir el legado de nuestro padre, pero a nuestros hijos ya no les interesa. A los jóvenes en general ya no les interesa seguir las tradiciones, quieren dedicarse a otras cosas, ir a la ciudad y trabajar en oficinas. Pero yo creo que un altar de muertos sin calaverita de azúcar está vacío”.
También es cierto que muchos fabricantes han abandonado el oficio porque el azúcar es cada vez más cara y la gente compra cada vez menos calaveritas. Según Juana, “la gente compra una o dos, nomás porque se ven bonitas, pero antes se llevaban más. También tiene que ver que las nuevas familias ya no ponen ofrendas, nomás se ponen en la casa de la abuela”. Juana también dijo que antes recordaba a al menos 40 vendedores/fabricantes en el mercado de La Merced, pero en 2016 ya solo reconoce a nueve.
En 2011, por ejemplo, el precio de las calaveritas aumentó en un 45 por ciento y la demanda cayó un 20 por ciento, según un reportaje de Expansión. El bulto de azúcar costaba $680 pesos en 2010 y en 2011 ya estaba en $750. En 2016 está alrededor de $850 pesos. Así, la charola de calaveritas ha pasado de $28 pesos, en 2010, a $50 en 2016, cuando ya hay que buscar y preguntar quién todavía vende calaveritas de azúcar y no nada más de chocolate.
Las tradiciones se renuevan, pero duele presenciar la lenta muerte de una tan bonita como ésta. Aunque, no todo está perdido, mientras Hermanos Jiménez siga en pie, seguiremos teniendo calaveritas de azúcar en México.