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La historia de cuando mi madre abortó y mi padre me enseñó el feto en un bote

Yo tenía 5 años y ese bote de cristal un día fue de pisto.
niña feto
Una visitante mira un feto en la exposición 'Bodies' en Lima, Perú. Imagen no relacionada con la historia utilizada únicamente con propósitos ilustrativos. Pilar Olivares/Reuters

En febrero del año 97 yo tenía cinco años y me dibujaba todo el rato con un bebé al lado. No era un muñeco, nunca tuve un Nenuco ni un Baby Born ni un carrito para pasearlos ni biberones de plástico rosa para alimentarlos. Nunca fui una de esas niñas que se divierten recreando los cuidados, nunca jugué a las mamás y a los papás ni me imaginé criando a ningún hijo. Era más de subirme a los árboles, caerme y romperme el chándal. Mi madre siempre se ríe al recordar que entonces llevaba todos los pantalones con parches, aunque cuando me los tenía que coser se reía menos.

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El niño que dibujaba todo el rato en febrero del 97 era mi futuro hermano. Mi madre estaba embarazada de tres meses y yo presentía —yo sabía— que sería un chico. Un niño al que disfrazar, un niño con el que jugar al balón en el sopor de las tardes manchegas, que siempre eran demasiado largas. Un niño con el que colarme en el patio de atrás de casa, que estaba lleno de maleza, cardos y malas hierbas que se enganchaban al pantalón y que escondían un secreto: un saco con las cenizas del carbón de la chimenea para pintarse la cara y las manos y jugar a los indios o a los fantasmas, según el día.


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En febrero del año 97 yo tenía cinco años y me dibujaba todo el rato con un bebé al lado, mi futuro hermano. Hasta que una tarde me anunciaron que nunca llegaría. Recuerdo aquellos días con el grano de las fotografías analógicas. Lo que me han contado y lo que he imaginado después seguramente se mezcle con lo que realmente ocurrió, pero recuerdo a mi madre muy triste.

Recuerdo la sensación de no querer separarme de ella. De no poder. Me quedaba a su lado en silencio y le ofrecía zumos. Si necesitaba algo le decía que no se moviera, que ya iba yo, y trepaba hasta los estantes para coger lo que fuera de donde fuera. Al final no eran tan distintos a los árboles.

Aquella tarde, la tarde en la que me anunciaron que solo habría hermanito en mis dibujos me la pasé entera preguntando por qué. Entendía que los ancianos pudieran morir, de hecho entendía que incluso los niños podían morir. Sarita, una de mis compañeras de párvulos había muerto por culpa de la leucemia un año atrás, cuando teníamos cuatro. Pero, ¿cómo iba a morir alguien que ni siquiera había llegado a nacer? ¿Cómo era posible que una vida pudiera acabarse antes de empezar? Lo único que entendía aquellos días era que tenía que cuidar a mi madre.

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¿Cómo iba a morir alguien que ni siquiera había llegado a nacer? ¿Cómo era posible que una vida pudiera acabarse antes de empezar?

Supongo que entonces mi padre sintió, como había sentido alguna vez antes y como sentiría muchas veces después, la obligación de decirme la verdad. Para que aprendiera o para que entendiera. Supongo que sabía que, aunque aún era una niña o precisamente por eso, podía entender.

Supongo que entonces me cogió de la mano y me condujo hasta su habitación. Era un cuarto muy grande con dos ventanales que daban a un balcón muy largo en el que poco después aprendería a patinar. Las cortinas eran de tela arpillera con colores muy saturados, creo que tenían flores bordadas. Una vez allí abrió las puertas de su armario, un armario de madera oscura que también era muy grande o al menos a mí, con mis cinco años, me lo parecía.

Se puso en cuclillas para estar a mi altura y de uno de los cajones en los que guardaban las sábanas y la ropa interior sacó un bote que seguramente habría contenido pisto o tomate natural del que hacía mi abuelo pero que ahora contenía un feto. Flotaba en un líquido que recuerdo verdoso pero que probablemente no lo era. Se le intuían los brazitos doblados, las manitas, tan pequeñas. De lo que más me acuerdo es de los ojos. Parecían los de un extraterrestre minúsculo. Cuando recuerdo aquel momento me parece que me pasé horas mirando a aquel ser diminuto, pero seguramente pasaron solo unos segundos hasta que mi padre lo volvió a guardar en el cajón.

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Mi padre me explicó entonces que aquello era un feto y que lo que había ocurrido era un aborto. Que antes de que yo naciera mi madre tuvo otro, otro niño que no llegó a nacer. Como no sabían por qué había ocurrido, lo habían rescatado del váter, donde habían descubierto su prematura muerte y lo habían metido en ese bote para llevarlo al médico, por si sirviera para averiguar las causas, los porqués de que su corazoncillo se hubiera parado.

Me dijo que aquello era la vida, que formaba parte de ella. Yo no lloré ni me asusté. Creo que ni siquiera me puse triste, o no más de lo que estaba. Supongo que ya intuía que en la vida no todo era demasiado bueno ni demasiado bonito siempre.

Muy poca gente me cree cuando le digo que es uno de los recuerdos más bellos que tengo, que ya con cinco años me di cuenta de que aquello era un voto de confianza a mi entendimiento, que supongo que era y es el entendimiento de todos los niños

Mi madre no se enteró de que sabía lo del feto en el bote hasta que días después se lo conté. Se sentó a hablar conmigo porque no lloraba. "Tampoco te separabas de mí y no parabas de cuidarme, pero no llorabas. Y me contaste que tu padre te lo había enseñado", me dice ahora. También me cuenta que discutieron, que le reprochó la dureza, el poco tacto, como cuando mi compañera del colegio, Sarita, murió con cuatro años y mi abuela me dijo que no me preocupara, que Sarita estaba en el cielo con Jesús y él se acercó a mí, probablemente me rodeó con los brazos y me dijo que no me dejara engañar.

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Que la gente cuando se moría no iba al cielo, la enterraban y se la comían los gusanos, que después eran comidos por pájaros que después se comían otras aves como el buitre. Y que no pasaba nada, que la muerte formaba parte de la vida.

Cada vez que le cuento a alguien aquella tarde, la luz colándose por las cortinas de tela arpillera, mi padre en cuclillas, el bote que primero tuvo dentro pisto o tomate del que cocina mi abuelo y después un feto en formol, siempre me encuentro la misma reacción. Ese alguien se queda serio, muy serio, a veces pone cara como de dolor y luego murmura algo parecido a "hostia". O a "joder", o "madre mía". Los más sagaces comparan a mi padre con el de Captain Fantastic y me río. Ya quisiera Viggo Mortensen parecerse a mi padre.

La historia de mi aborto

Pero muy poca gente es capaz de valorar aquello como lo valoré yo con cinco años, por eso lo cuento cada vez menos. Muy poca gente me cree cuando le digo que es uno de los recuerdos más bellos que tengo, que ya con cinco años me di cuenta de que aquello era un voto de confianza a mi entendimiento, que supongo que era y es el entendimiento de todos los niños. El que se rige por la lógica más aplastante de todas, la de la inocencia, la de la simpleza.

Qué más da que alguien esté en el cielo rodeado de angelitos o bajo tierra, sirviendo de alimento para insectos y plantas si de todos modos no se le puede sacar a jugar al balón ni se le puede pintar la cara ni las manos con la ceniza que hay acumulada en un saco en el patio de atrás. Eso fue lo que aprendí aquella tarde, la tarde en la que, con cinco años, mi madre abortó y mi padre me enseñó al feto en un bote de cristal.

Sigue a la autora en @anairissimon.

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