FYI.

This story is over 5 years old.

Noticias

Las drogas baratas y las teorías de la conspiración, males endémicos de los heroinómanos de Myanmar

Es casi imposible dejar las drogas cuando un chute de heroína de buena calidad cuesta menos de 1,50 euros.

La hora de la comida en el hospital para el tratamiento de drogodependientes al norte de Myanmar. (Foto por Diana Markosian / Reportaje por Getty Images)

“La rehabilitación es genial. Te da un respiro y te despeja la mente”, afirma Kan Char con un murmullo casi incomprensible. Para celebrar que lleva dos semanas en rehabilitación en un centro de Myitkyina, la polvorienta capital del estado de Kachín, en Myanmar, se ha dado un homenaje y ha conseguido heroína para todo el día. Ataviado con un polo azul marino y unos pantalones caqui, su presencia destaca sobre la del resto, hombres esqueléticos y adolescentes furtivos, en el centro de intercambio de agujas en el que nos reunimos.

Publicidad

“Pero no soy adicto”, afirma mientras se frota las manos. Como prueba de ello, Kan Char (nombre ficticio) me explica que siempre ha logrado mantener a raya el hábito acudiendo al trabajo y a estudiar. Desde que obtuviera un graduado en Psicología, hace dos años, se ha ganado la vida como mecánico de motos. Se lamenta de no encontrar trabajo de lo suyo, pero aquí, en el norte de Myanmar -donde la tasa de paro supera el 50 por ciento y el porcentaje de adicciones no le va a la zaga en algunas ciudades y pueblos-, encontrar y mantener un trabajo de cualquier tipo no es cosa fácil.

“El problema de la mayoría de la gente es que no tienen nada que hacer. Todo el mundo está aburrido y enfadado. Suelen empezar consumiendo opio, luego pajitas [heroína que se vende insertada en pajitas para beber] y al poco tiempo acaban siendo casos perdidos”.

Este chico de 26 años ha encontrado una estrategia para controlar su hábito. Los chutes son solo para ocasiones especiales. Me enseña los brazos: se le está formando un morado en la zona donde se ha inyectado hace unos minutos, pero no hay cicatrices. El resto del tiempo prefiere fumar, ya que la heroína fumada resulta menos adictiva. En cuanto ve que el consumo se le está yendo de las manos, acude (o su abuela lo envía) a rehabilitación.

“A mí me funciona. Cuando empiezo a sentirme perdido, voy”, afirma, con los párpados medio caídos. “Pero no funciona con todo el mundo. Además, no hay suficiente sitio [en los centros de rehabilitación].”

Publicidad

Los pacientes pasan el rato mientras esperan para ir al patio de ejercicios después de la sesión de orientación grupal (Foto por Diana Markosian / Reportaje por Getty Images)

Decir que Myanmar tiene un problema con las drogas es como decir que Irak lo tiene con la violencia; resulta imposible exagerar la gravedad de la situación. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y la Delincuencia, hay cerca de 300.000 drogodependientes en Myanmar, la mayoría de ellos en los estados de Kachín y Shan, al noreste. Anecdóticamente, se cree que la tasa de adicción entre los jóvenes de las comunidades más afectadas ronda el 50 por ciento. Myanmar es el segundo mayor productor de opio del mundo después de Afganistán y la región del norte es donde se encuentra la droga más barata.

A pesar de que la demanda mundial está provocando que los precios aumenten, todavía es posible comprar un chute de heroína de buena calidad por menos de 1,50 euros. La abundancia de narcóticos de buena calidad, el alto nivel de paro, la laxitud de la policía y las eternas guerras regionales entre grupos rebeldes y el ejército de Myanmar han contribuido a la epidemia de drogadicción que sufre el país. Los programas de rehabilitación son el único rayo de esperanza para los adictos, aunque no resulta fácil cumplir con ese propósito en un entorno así.

Los pacientes del Hospital para el tratamiento de drogodependientes de Myitkyina son una mezcla de estudiantes universitarios, agricultores y trabajadores de las minas de jade. Durante mi visita los veo formando una fila para recibir su ración matutina de café soluble. Parecen felices con ese momento de distracción, vestidos con sus lungis y chándales. Pero esa felicidad no dura mucho. Al poco tiempo los pacientes regresan al dormitorio comunitario de estilo militar en el que pasan la mayor parte del tiempo, encerrados para mantenerse alejados de la tentación. La sala, en la que se alojan unos 50 hombres, tiene las dimensiones de un gimnasio de escuela, con las paredes pintadas de azul aguamarina y dos hileras de chirriantes somieres de hierro. Cruzan en procesión la puerta del dormitorio, coronada por un cartel que reza “Los adictos también son personas” en inglés y en birmano. Uno de ellos se tumba en el suelo y se acurruca bajo una manta.

Publicidad

“Los que están peor se quedan 30 días”, explica el superintendente del hospital, el doctor Tin Maijong Oo. “Es lo máximo que pueden quedarse”.

Foto por Tyler Stiem

El ingreso es voluntario. Entre las sesiones orientativas y las visitas al patio de ejercicios, los pacientes pasan el rato leyendo, durmiendo o fumando puritos. En función de la zona de la que procedan y la disponibilidad del producto su adicción puede ser a la heroína, la metadona o el opio. Una vez que abandonan el centro, reciben un tratamiento en dosis regulares durante dos años.

“Yo creo que funciona”, afirma el médico, aunque admite que cerca del 70 por ciento de los pacientes sufrirán al menos una recaída.

Lamentablemente, los drogodependientes tienen pocas opciones. Los centros de rehabilitación gubernamentales como este no abundan, y los que logran ingresar y superar el tratamiento deben afrontar un panorama muy duro cuando regresan a sus hogares. Sus opciones son muy limitadas; es muy fácil retomar los viejos hábitos, ya que las tentaciones siguen ahí.

El hombre tumbado en el suelo nos mira y dice algo en birmano.

El médico nos lo traduce: “Dice que no siempre está así. Quiere que escribáis eso”.

El reverendo Lahpai Ja Naw, pastor de la Iglesia Bautista de Kachín y cofundador de la misión Light of the World (foto por Tyler Stiem)

Las teorías de la conspiración son un tema popular entre los kachín y otros grupos minoritarios. Muchos consideran que la falta de centros de rehabilitación, de programas de transición o de algo remotamente parecido a una estrategia antidroga es algo deliberado, una maniobra del gobierno para fomentar la dogradicción.

Publicidad

“Es una guerra fría”, dice el reverendo Lahpai Ja Naw. Me reúno con él en la sede de su misión, un centro de rehabilitación privado de inspiración religiosa en las afueras de Myitkyina. “El gobierno está utilizando la drogadicción para privar de sus derechos a los jóvenes. ¿De qué otra forma se puede explicar, si no, lo que está ocurriendo aquí?”

Los kachín siempre han estado enfrentados a las autoridades de Myanmar. Como cristianos evangélicos en un país budista gobernado, hasta hace poco, por el régimen militar más opresivo exceptuando a Corea del Norte, este grupo ha sufrido la persecución durante años. No se les permite utilizar su idioma en las escuelas y tienen restringidas sus libertades políticas y religiosas. Con lamentable frecuencia, el ejército de Myanmar somete a los civiles de Kachín a abusos utilizando como pretexto la existencia de los combatientes del Ejército para la Independencia de Kachín (KIA), un grupo rebelde que lleva 50 años enfrentándose al gobierno.

Desde la perspectiva de los kachín, las drogas no son más que otro medio con el que el gobierno pretende deshacerse de su cultura. Son muchos los que creen, por ejemplo, que el precio de la heroína se mantiene bajo a propósito, y que la droga se vende a los jóvenes de Kachín a precios aún más bajos que a los demás chicos. Se han dado casos muy notables de agentes de policía que han hecho la vista gorda ante el narcotráfico y que incluso han vendido sustancias ellos mismos.

Publicidad

“El otro día estaba fuera, en las iglesias bautistas”, explica el reverendo, haciendo visera con la mano para protegerse del sol de la mañana “y me ofrecieron heroína, allí mismo, a la vista de todos. Los traficantes no tienen miedo a que les arresten.”

En su opinión, el enfoque que el gobierno hace del problema, asemejándolo al del consumo de metadona, no hace sino confirmar las teorías de la conspiración: “Imagínate, enviar a un adicto a casa con más drogas. No quieren curar a esos chicos, simplemente cambian una adicción por otra.”

Aung Naing (nombre ficticio), de 22 años, se droga todos los días. Dado que cada chute le cuesta menos de 1,50 euros, le basta con hacer trabajos ocasionales y robarle algo de dinero a sus padres para costearse la adicción. (Foto de Tyler Stiem)

El gobierno de Myyanmar, por supuesto, niega estas acusaciones, y señala que el problema de la droga se debe a la proximidad del estado de Kachín al Triángulo de Oro y que unos pocos policías corruptos no constituyen una conspiración. No obstante, los kachín han tomado cartas en el asunto estableciendo programas de educación en las iglesias –no puedes asistir a misa sin escuchar propaganda antidroga- y construyendo sus propias clínicas de rehabilitación.

El reverendo Lahpai Ja Naw fue uno de los fundadores de la misión Light of the World hace cuatro años. Ubicado en una carretera rural a varios kilómetros del bullicio y las tentaciones de Myitkyina, su centro de rehabilitación está en proceso de construcción. Los andamios cubren todos los edificios y el aire está impregnado del olor a madera recién aserrada. La demanda es tan elevada que la misión ha tenido que ampliar sus instalaciones para poder ofrecer más camas y más programas para los kachín que lo necesiten.

Publicidad

“No es suficiente, pero al menos es algo”, dice el reverendo.

Oración, higiene y estímulo –en forma de orientación y apoyo- son los pilares del programa. El fármaco más potente que los pacientes reciben durante su estancia es el paracetamol. En cierto modo, el programa se asemeja bastante a los de 12 pasos de AA o Narcóticos Anónimos. No se sabe si será más efectivo a largo plazo que los programas estatales, pero de lo que no cabe duda es de que, gracias a la gran cantidad de donaciones, Light of the World logra llegar a más gente. Después del tratamiento, los pacientes pasan por un periodo de transición en el que reciben formación laboral, orientación prolongada y otras formas de asistencia. El propio centro incluso ofrece oportunidades laborales a los expacientes.

Hoy, 30 de esos trabajadores están reunidos en una capilla exterior improvisada junto al centro de tratamiento. Es el primer día de un programa con el que se forma a exadictos para que ejerzan de orientadores y están escuchando un sermón inspirador.

“Como cristianos, vuestra vida no es para vosotros, sino para los demás”, afirma con vehemencia un pastor invitado. “Habéis superado el egocentrismo de la drogadicción. La gente ahí afuera no confía en vosotros, pero con la luz de vuestra fe y mucho trabajo duro podéis volver a ganaros su confianza. Creemos en vosotros.”

Un paciente lee la Biblia. El estado de Kachín, donde se concentra la mayor parte del problema, tiene una numerosa población cristiana, muchos de los cuales son kachín, una minoría étnica enfrentada al gobierno desde hace años. (Foto por Tyler Stiem)

Publicidad

Los futuros orientadores se ponen en pie y entonan alabanzas a Dios. Más tarde me reúno con Labang Dau Ze, un exagricultor de amapolas de 24 años que lleva un año y medio limpio. Empezó a consumir opio y heroína para soportar las duras jornadas de 14 horas en los campos.

“Durante mucho tiempo lo único que hacía era trabajar y drogarme. Discutía demasiado con mi familia. Doy gracias a Dios por haberme dado la fuerza suficiente para vencer esta adicción. Me ha concedido una visión única sobre el problema”, asegura.

En su delgadez y debilidad, Labang Dau Ze me recuerda a un galgo. Trabajó para un empresario chino de quien asegura que realizaba su actividad con el apoyo del gobierno de Myanmar. Cuando le pregunto si alguna vez vio a funcionarios del gobierno o a soldados visitar las plantaciones de amapolas, responde que no. “Pero todo el mundo lo sabe.”

La realidad del narcotráfico es compleja. Según Al Jazeera, el New York Times y otros medios, la trama salpica a milicias financiadas por el gobierno, grupos rebeldes y eminentes empresarios y políticos. El mercado local constituye solo una pequeña parte del negocio.

Otro asunto es si esto se trata de un acto oportunista o de una conspiración real. Labang Dau Ze está convencido de que es esta última, aunque yo no lo tengo tan claro. En cualquier caso, su sospecha, compartida por muchos, pone de manifiesto la falta de confianza que los líderes gubernamentales de Myanmar deberán abordar si aspiran a unificar el país.

Los datos y gráficas sobre la drogadicción en Myanmar cubren las paredes de la clínica de tratamiento de Myitkyina. (Foto por Tyler Stiem)

En Myitkyina pregunté a varios pacientes si creían que se estaba planeando extender el problema a otras minorías. Algunos son rotundos: no. Otros opinan que sí, que el gobierno pretende acabar con los kachín, los shan o los chin. La respuesta depende del grupo al que pertenecen. Las drogas son más baratas aquí porque están más cercanas al lugar de donde proceden.

Encuentro a un chico enjuto cuyo plan para dejar la heroína se basa en un simple principio económico. Su rehabilitación pasa por mudarse a Yangon, 1.200 km al sur, donde la droga es diez veces más cara. “No podré permitírmelo, así que no consumiré”, asegura.

Cuando le comento la teoría de la conspiración a Kan Char, hace un gesto de burla. “Los kachín han olvidado”, dice, “que el gobierno reprime a todo el mundo. Si hay una conspiración, entonces es contra todo el pueblo de Myanmar. Ahora tenemos democracia, pero eso no cambia nada. El gobierno quiere mantener el control a toda costa.”

El trabajo de Tyler Stiem en Myanmar ha recibido el apoyo del Consejo de las Artes de Canadá.